Ojalá

Doce años pasaron desde que me fui de mi casa. Me fui con la total convicción de no volver más. Pero aquí estoy, en la ruta, yendo hacia mi morada infantil.

Desde el micro veía pasar los postes de luz al costado de la ruta, pero sólo como molestia superficial. Yo estaba viendo más allá; mi foco estaba en mi adolescencia. Aquella rebeldía desenfrenada... Pero sobretodo esos poderes sobrenaturales, que algunos disfrazaban de enfermedad y que solo se fueron cuando –por fin- me mudé a la ciudad.

Solo pasaron 4 horas desde que recibí el telegrama. Siempre pensé que no me enteraría, y que si me lo contaban iba a preferir ignorarlo.

El zumbido del micro en el asfalto no es nada. Cada vez escucho más fuerte el recuerdo de mis discuciones con Antonio. Eran cotidianas, permanentes, de tono creciente. Lo que más me molestaba era que quería usar para su beneficio mi habilidad de desear cosas y que se cumplan. Pero no era así, sólo funcionaba cuando yo deseaba algo con mucha fuerza y me trajo mas problemas que soluciones. ¡Siempre discutíamos por lo mismo!

Desde la ciudad, de forma esporádica, yo seguí manteniendo correspondencia con mi mamá, pero con Antonio (no me gusta llamarlo “papa”) nada. Lo último que me contó mamá es que eran muy felices. Sobretodo Antonio, que aún con muchos años y algunos problemas de salud, sentía que disfrutaba de la vida segundo a segundo.

El viaje está acabando. Ya dejamos la ruta. Yo vuelvo a leer el telegrama, quizá ahora me genere otra imagen... pero no. Cada vez que termino de leer viene a mi mente la última discusión, ésa que terminó con el portazo, conmigo yéndome para siempre, y con una frase que fue deseo, y que retumbó durante 12 años: “Ojalá que la muerte te llegue sólo cuando seas feliz”.

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