Prefiero los golpes

Siento golpes lastimando mi piel varias veces por segundo y con cada contacto me recuerdo feliz, mirando al cielo, reflejándome en el río; el mismo río que luego me llevó de paseo a un nuevo mundo, hacia nuevas formas y destinos.

Entonces me convertí en el envoltorio de un regalo y pude apreciar sonrisas y gestos de sorpresa, pero rápidamente me abollaban con ambas manos y me tiraban.

Luego fui boleto de tren y por necesidad duré más tiempo, pero siempre me desechaban al terminar el viaje.

También fui cigarrillo y acompañé momentos importantes, de nervios, de pasión; y me consumí con entusiasmo, con apuro y urgencia; y siempre sin conocer razones.

Fui una nota de despedida, leída con emoción, sorpresa y resentimiento; mojada con lágrimas y abollada con bronca, luego.

Y fui el billete, el dinero que oyó las campanillas del hotel, el que otorgó placeres triviales, pero que luego causó dolor por mi presencia y ausencia, a muchos otros. Me gastaron y me culparon.

Por eso, a pesar de todo, prefiero los golpes. Prefiero la tinta salpicando de letras mi piel. Prefiero ser el transporte de palabras y de texto y conformarme con la idea de que así escaparé del mundo material para encerrarme en tus ojos, que me guardarán en tu mente como si vieran una arboleda a la vera del río; con la idea de que con ellos, con tus ojos, podré ver otra vez el cielo y no será efímero. Prefiero los golpes hasta el final, hasta el punto final, que será el principio.

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El control

—Eli, esta noche vendrá Roberto a cenar —Marcos se expresaba con seriedad y algo de inusual autoritarismo—, así que preparanos algo rico.

—¿Tu socio? ¿Para qué lo invitás si te está cagando con el negocio? ¿Justo hoy? —había descontento en la voz: por el atropello y por el invitado.

—Sí, hoy, y vamos a arreglar todo.

Hacía meses que el negocio no tenía ingresos. Roberto aprovechaba para comprarle acciones a Marcos, quién solo conservaba el treinta por ciento de la empresa y ya no compartía decisiones. Así, en poco tiempo se quedaría sin nada. Elizabeth era la única persona que lo alentaba y lo aconsejaba.

Marcos, deseaba (si acaso existiese la posibilidad) recuperar todo ese mismo día.

Cuando llegaron, Marcos mantuvo la puerta abierta; Roberto pasó y, aunque allí la penumbra era intensa, dejó su abrigo en el perchero casi sin mirar. Luego buscó en el espejo del living, que reflejaba la cocina, una figura femenina.

Para cuando la comida estuvo servida, sólo se oían los cubiertos chillando; y las miradas volvían al plato si se cruzaban con los ojos de otra persona.

Marcos cortó el silencio como una rebanada de peceto al preguntar a Roberto por qué no había venido su esposa. Y casi sin dejarlo responder, contó la anécdota del día, envolviendo las palabras con sonrisas divertidas, irónicas y sarcásticas:

—¡Já! ¡No sabés, Eli! Así de serio como lo ves, hoy a la mañana estaba como un chico. Lo vi en su oficina, llevaba un sobre, estaba emocionado: ¡era muy gracioso! —con el rostro inexpresivo, Elizabeth miró a Roberto, quién se limpió los labios y bebió un largo sorbo de vino—. Y, claro..., pensé mal. Pensé que se trataba del negocio, de algún golpe final para que yo me quedara sin nada. Por eso al mediodía entré a la oficina y leí la carta —el invitado tragó saliva y la anfitriona abría y cerraba sus manos húmedas—: los detalles, mejor los dejamos para cuando esté tu mujer, ¿no Roberto?

Marcos disfrutaba observando a los comensales y sus gestos mudos. La cena terminó rápido, pero la digestión de la noticia sería lenta y molesta como un zumbido. Al momento del café, Marcos continuó:

—¡Ah, Roberto! Acá tengo —dijo, al tiempo que sacaba papeles de una carpeta— un contrato de redistribución de acciones: ¡te quedarías con el cuarenta por ciento! Firmá acá…, ¡te conviene! ¿no?

Dejando el café intacto, Roberto se fue. Antes, Marcos mandó saludos a su mujer y le recordó que cada tanto la veía en la oficina municipal donde ella trabaja.

—¡Se arregló lo del negocio! ¿No estás contenta?

—¡Sos una mierda! Contás algo por lo que tendrías que estar mal y...

—¡Antes...! —Marcos la interrumpió con voz firme—. ¡Antes tenías que pensar en que yo no estuviera mal!

—¡Basura! ¡Me usaste! ¡Me trataste como una puta y me aprovechaste para tus negocios!

—Yo no busqué nada de esto. El que escupe para arriba...

—¡Quiero el divorcio! —Elizabeth levantó los ojos y los dedos acompañaron las cuentas mentales: cuarenta más la mitad de sesenta...

—De acuerdo. Pero mi hermano no podrá ser el abogado; como es el nuevo titular de las acciones de la empresa, no sería ético.

Desde aquel día Marcos controló la empresa y logró que Roberto cediera el resto de su parte. Lo que no pudo controlar fue el dolor en el pecho, el vacío subiendo a la garganta y las lágrimas llenando el rostro cada noche cuando cenaba solo entre ollas, platos sucios y abandono.

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¿Sabían lo de la savia?

Hay los que no creen en nada y lo esperan todo
Hay los que creen todo y no reciben nada
Y hay los que sin tener nada van en busca de todo
Hay los que asisten al funeral de cada segundo de su vida
Hay los que asisten al nacimiento de los instantes que florecen
Y hay los que se acostumbran al ciclo divino viviendo el tallo
Nosotros nos quejamos de morir tan pronto
Ellos se quejan de acostumbrarse a vernos pasar
Nosotros nos quejamos de la finitud del viaje
Ellos se quejan de la falta de vértigo y aventura
Nosotros nos quejamos de oir sus quejas
Ellos las escucharon, las escuchan y las escucharán.
Viven en el tallo y lo tienen todo, menos la savia.

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Catando cáliz

He aquí un hermoso monumento:
la sangre de Baco, la suciedad y la saciedad de todos.
Tristeza de ladrillos pulidos por el tiempo,
y por las aguas sucias de petróleo y aceite
que se desparraman danzando
como una mosca cautiva bajo la campana de vino.
Vacié el mundo tragando de a sorbos,
sacié mi sed creando huecos en otros.
Duele. Y me pregunto ¿qué tenía dentro?

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Justo a tiempo

-¡Es muy pesada la caja! ¿Qué tiene dentro?
-Tiene una hermosa joya, cubierta de cristal. Así que, por favor, con mucho cuidado que al menor golpe se puede romper. Recuerda: Parque Industrial Norte, torre 4, piso 29, entregarlo al señor Domínguez.

Para evitar que el movimiento natural de la moto en la calle afecte al cofre lo colocó en una mochila que ubicó delante de su cuerpo, llevando la joya cerca de su corazón, que latía fuerte por la responsabilidad que había asumido.

A ritmo lento le tomó casi una hora llegar a destino. Al entrar al parque industrial se quedó vislumbrando las torres unos instantes: eran como bestias imponentes que iban comiendo y escupiendo la gente que pasaba por la entrada de cada edificio.

Ingresó a la torre 4 detrás de una mujer muy atractiva, quizá una secretaria o recepcionista, que él observaba disimuladamente al mirar hacia delante. Hasta los dos policías que custodiaban la entrada la siguieron con la mirada. Luego, los oficiales observándose mutuamente, realizaron un gesto de babosa complicidad. Por eso pudo ingresar tras ella sin perder tiempo en controles.

Tan solo catorce segundos después de haber subido al ascensor estaba en el piso 29. Después de esperar unos minutos lo recibió su secretaria. Era la mujer había que caminado delante suyo; ahora desplegando su belleza y elegancia con mayor soltura. Fue ella quién recibió el cofre que tenía una cruz tallada en la tapa. Se despidieron con cordialidad, aunque él hubiera preferido un beso, algo más cercano, un gesto de esperanza.

Salió de la torre y caminó por el parque de entrada con mucha tranquilidad por haber cumplido su trabajo. Se quedó pensando en la suerte de quienes trabajan con mujeres tan hermosas cuando de repente sintió un soplo de aire, un estruendo lejano que fue creciendo como una bola, un quejido en el aire y en la tierra, desde las entrañas, desde la ciudad misma. Giró su cabeza y confirmó lo que el calor anunciaba: la torre estaba en llamas.

Tras unos segundos de confusión y al ver la gente gritando desesperada comenzó a correr hacia el edificio. Solo se detuvo cuando el ruido de vidrios rotos salpicó de cristal y luego de sangre los alrededores. Siguió corriendo y observó en el hall personas tiradas en el piso, intentando alcanzar la salida. Saltando sobre el fuego entró a la recepción y tomó de los brazos a una persona que arrastró hacia fuera. El crepitar del fuego, las explosiones y los gritos se acallaron un instante y el escuchó un maullido. Giró y vio un gato negro, con el lomo en alto, caminar lentamente y reflejar, en sus ojos rojos, la torre en llamas. En ese momento comprendió cual fue su papel en la dramática historia; se levantó y corrió nuevamente hacia el edificio en ruinas.

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Actuación cautelar

Desayunaba con fingida tranquilidad. No se preocupó de juntar las migas de pan ni de limpiarse las manos cuando untó manteca en la tostada sin controlar la fuerza y desparramó todo en la mesa. Tampoco le importó que el café con leche se enfriara lentamente. En su cabeza solo había lugar para imaginar la escena: ¡el día había llegado!

Era un buen abogado aunque sus años de estudio habían relegado su vocación de actor. Pero con la filmación del documental sobre el Palacio de Justicia su pasión juvenil se haría realidad. Interpretaría a un conductor que había atropellado y matado a un peatón, y sería condenado en un juzgado penal. No hacía falta que hablara, su actuación estaba basada en gestos, pero debía meterse en el personaje completamente para que sus expresiones fueran creíbles.

Cuando subió al auto se dio cuenta de que iba con retraso. Manejó apurado, sabía que no podrían comenzar la jornada sin él. Más se apuraba y más se retrasaba; el tránsito era traicionero. Era un día muy especial para él, así que superó cada traba del camino y avanzó casi sin parar ni mirar.

Cuando llegó lo llevaron a la sala. Puso cara de circunstancia cuando leyeron los cargos y apenas si miró al juez con el entrecejo fruncido cuando pronunció la condena. Reforzó su gesto pensando, “¿Diez años de cárcel por chocar a un imbécil que cruzaba la calle con el semáforo en rojo? ¡Yo estaba realmente apurado! ¡Era un día especial! ¿Esto es justicia?” y entonces el rostro mostró indignación y un poco de impotencia y dolor.

Su abogada, su socia, que estuvo en silencio sentada a su lado, se puso de pie y con un ademán llamó a la fuerza pública. El condenado la miró con rabia mientras un policía lo llevaba a los tirones tomándolo del brazo. Quiso gritar. Mejor aún, ¡correr!: se sentía impulsado a hacerlo, total, él conocía mejor que nadie los pasillos del Palacio de Justicia. Pero no hizo nada. Se dejó llevar por el oficial como se dejó engañar por su abogada, que jamás lo defendió, tan fiel que había sido siempre. Tratándose de ella, resultaba incomprensible una traición así. Él estaba enamorado de su socia, y ella lo sabía. Era su princesa; así la llamaba y así la trataba cuando estaban solos. Y en ese momento se había convertido en su verdugo.

Como Hamlet, caminaba de una esquina a otra de la sala recitando, o lanzando alaridos a una audiencia de oídos sordos. Cuatro años habían pasado desde la primera actuación. Todos los días se preguntaba si completaría primero los diez años de condena o escucharía gritar “¡Corten!” en algún momento. Mientras tanto, la noche se cerraba apagando la débil luz del sol del atardecer que llegaba cortada en rodajas a través de los barrotes de su celda: un día más en que el telón bajaba sin público ni aplausos.

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Desde las cenizas

Eran las once de la mañana y estaba todo preparado: la casa limpia y ordenada, la mesa puesta y yo listo —ansioso también— para el encuentro tan deseado. Cruzaba los dedos rogando que el delivery (que traería pastas rellenas con pollo, bañadas en salsa rosa, su plato favorito) llegara antes que ella.

¡Pensar que nos conocimos peleando! Yo había entrado al chat y le hablé: “Hola Luna, como estas?”, y ella me llenó la pantalla de reproches y reclamos: “…no te hagas el tonto se que sos Fenix con otro apodo”, “sos una basura me queres usar a mi tambien como hicistes con las otras chicas”, y otros ataques más que no comprendí y que ahora no recuerdo. Le aseguré y le juré que no era Fenix sino Federico. No me creyó pero seguimos conversando hasta que terminó dándome la razón.

Y ahora, tres meses después, la estaba esperando con la vista clavada en la puerta y deseando que el timbre cortara el silencio y la soledad.

Hablamos tanto en el MSN… Me contó que trabaja como vendedora y que viaja por diferentes ciudades visitando clientes, que es soltera y confía en que el amor de su vida aparecerá de un momento a otro; yo le conté algo sobre mis relaciones anteriores y mis planes futuros. Poco a poco nos fuimos enganchando hasta caer en una gran dependencia: cada día, esperábamos impacientes que llegara el atardecer para chatear dos, tres y hasta cuatro horas. No recuerdo en qué momento empezamos a tratarnos como novios pero desde ese instante nuestras charlas se cargaron de erotismo y de inteligencia. Jugábamos a seducirnos como si estuviéramos frente a frente, y muchas veces vivimos virtualmente el encuentro de hoy, con lujo de detalles. Nos volvimos expertos en el arte de hacernos el amor; y no dudábamos de que el encuentro real sería como una obra de teatro magistralmente interpretada, después de tantos ensayos.

¡Por fin! El timbre sonó tembloroso y entrecortado al principio, y ronroneó vacilante después.

Mientras me levantaba del sillón volví a imaginarla como tantas veces; contaba solo con su descripción ya que nunca me envió fotos ni quiso usar su cámara web. La recordaba con pelo castaño, ojos claros, delgada, no muy alta. Mentalmente, veía en ella una mirada pícara y actitud inquieta, como nerviosa. Me había dicho que su aspecto quizá variaría un poco respecto de la descripción o de mi imaginación, pero yo le aseguré que la quería más allá de sus características físicas, y era verdad. Quedó en pasar por mi casa luego de recorrer el barrio, aún con la carpeta en la mano, como si yo fuera un cliente más. ¡Cuánto hemos fantaseado con la forma en que la pobre carpeta volaría por los aires víctima de nuestra pasión irrefrenable!

Caminando hacia la puerta supuse que me encontraría con el almuerzo llegando justo antes del mediodía.

Primero abrí la puerta, despacio; luego, cuando la vi, abrí la sonrisa, de marco a marco: ¡era hermosa! El pelo rubio llovía sobre su camisa. Era más joven de lo que esperaba y su mirada en lugar de pícara era esquiva. Miró su carpeta y no dijo nada, ¡no hacía falta! Extendí mi mano izquierda en dirección al living, y entró. Caminé los pasos que me separaban de su armónica figura sin despegar mi mirada de sus ojos marrones. Ella, sosteniendo la carpeta con ambas manos sobre su falda, no podía responderme la mirada y observaba, en cambio, los diferentes rincones de mi casa.

Parados frente a frente y rostro contra rostro, intenté besarla, y su boca se escondió en un costado. Entonces recordé lo que me contó chateando: había sufrido mucho por un desengaño amoroso y le costaba abrirse a alguien nuevamente. De hecho, yo sería su primer hombre desde aquella tormentosa relación. Lo único que hice fue esconder su rostro entre mi pecho y mi hombro y jugar con una mano en su pelo y con la otra en su espalda.

Cuando sus manos se animaron a responder de igual manera, busqué otra vez sus ojos, y encontré sus labios. Todavía el beso era frío, suave y superficial, o quizá yo estaba muy ansioso. Pero, así como en el chat nos conocimos acumulando palabras, nuestros labios fueron sumando besos y descubriéndose paulatinamente; y en poco tiempo ganaron confianza.

Nos sacamos los apodos, los e-mails y las cuentas de sitios sociales; nos quitamos la ropa, el calzado y todo lo que molestaba. Hicimos de la alfombra una pradera, de su piel un templo abandonado a re descubrir, de mis manos una enredadera y de nuestros cuerpos un nudo que rodó sobre el césped como un animal salvaje. Olvidamos el guión que habíamos ensayado y escribimos, con sudor compartido, uno nuevo.

Después de la improvisada función, atrapamos el relax y la tranquilidad en un fuerte abrazo cuando el timbre, inoportuno, volvió a chillar en la puerta. En realidad, era bienvenido; hay ocasiones en que la comida se hace indispensable. El timbre volvió a sonar, más largo e impaciente que antes. Apurado, apenas logré vestirme con una remera y mi ropa interior, y abrí la puerta.

Encontré una mujer con los brazos en alto. En una mano sostenía una botella de vino y en la otra una carpeta. También sostenía una sonrisa que, al tiempo que los brazos bajaban, fue apagándose para dejar en penumbra un rostro de asombro y decepción. Más abajo, colgando de su cuello, tenía un cartel que reclamaba “Luna”. Di un paso atrás, intenté taparme las piernas, y ella aprovechó para entrar. La otra mujer, aún descalza, se acomodó la pollera y comenzó a re organizar su carpeta que había perdido hojas en la alfombra.

Luna miraba a la mujer. La mujer siguió mirando la alfombra. Yo no sabía qué hacer. El triángulo estaba unido por un aire espeso y gomoso. Me acerqué a Luna y le dije en voz baja, tratando de que la otra no me escuchara:

—Fue una confusión... tiene una carpeta, yo no sabía...

Pero “la otra” me interrumpió y, por primera vez, la escuché hablar:

—Es... es una encuesta rápida, solo..., solo son cinco minutos —no sé si por la ausencia de respuesta, o por la mirada incrédula de Luna, pero terminó la frase después de un par de segundos de mirarnos alternadamente—. Creo, creo que volveré en otro momento.

Y salió de la casa sin levantar la mirada mientras un “fue hermoso” se me atragantaba en la garganta.

Cerré los ojos y me puse a repasar mentalmente lo sucedido. Sentía frío en las piernas y calor en el rostro. Escuché que Luna repetía, en voz baja o quizá distante, con tono de reproche, algo sobre Fenix. Sentí que tendría que comenzar todo de nuevo, desde las cenizas.


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El fuego, fuera de juego

Todos decían que la casa de Sebastián era el lugar ideal para jugar a la botella porque tenía una mesa redonda y grande en el comedor, y una cocina pequeña que servía como lugar privado para cumplir las prendas. Ya estaba acordado que las prendas serían besos, y el tiempo en "el privado" de aproximadamente cinco minutos.

El juego era fácil: por turnos hacíamos girar la botella; el apuntado por el pico tiraba un dado; y el resultado lo relacionaba con su compañero eventual.

Esa era mi primera vez en el juego, y sería, si la suerte me acompañaba, el primer beso de mi vida. Cuando la botella me apuntó y luego arrojé el dado, emocionado esperé con ganas que el resultado seleccionara a Pía. Quería que el beso inaugural fuera con ella. ¡Y así fue! Pía se levantó decidida y yo la seguí hacia la cocina.

El momento inicial, justo antes de comenzar, fue mágico y trágico a la vez. El paso siguiente era acercarse y besarse, de eso se trataba, pero... había que animarse. Yo no tenía experiencia: lo primero que hice fue estirar mi mano
—quizá influenciado por películas y escenas de la televisión; ella la tomó y entonces nos acercamos. Estábamos frente a frente, como cuando una pareja se dispone a bailar un tema lento. Llevé mi mano a su espalda y así nos acercarnos más. Con mis dedos libres acomodé el pelo por detrás de su oreja y luego dejé que recorrieran la linea donde termina el cuello y comienza la cabellera hasta quedar descansando en la nuca, sosteniendo su cabeza. Noté que cerró los ojos y eso me gustó porque sentí que confiaba en mí. Enfrenté mi rostro al suyo y, como una mariposa, mis labios se acercaban, revoloteaban las alas sobre sus pétalos rojos, y seguían viaje dejando respiración mezclada como huella. Así, mis labios rozaron sus labios rosa casi sin saborearlos. Y ella buscaba, llevando su boca hacia arriba, prolongar el momento. Yo mismo, consciente de tener frente a mí el más exquisito manjar; me cansé del juego, no resistí más; tomé los gajos de fruta con mis labios y los exprimí como naranja fresca. El jugo transparente pronto apareció y pudimos movernos sin trabas. Entonces, juntos encontramos que los labios eran más grandes de lo que se veía, que la boca tenía laberintos insospechados y que la lengua no solo era protagonista del habla. Movíamos las cabezas para acomodarnos mejor a las diferentes exploraciones y nuestras manos se movían sincronizadas también sobre nuestras espaldas y brazos.

—¡Vamos, ya pasó el tiempo, tiene que entrar la otra pareja! —gritó Seba, bajándonos de un hondazo del vuelo húmedo y sincronizado en que nos habíamos abandonado. Salimos caminando despacio, sin decirnos nada.

Me senté nuevamente a la mesa, pero Pía no quiso seguir jugando y se quedó dando vueltas por la casa.

Pasaron varias rondas más hasta que Clara, con una alegría que no supe comprender, me eligió como compañero. Después de mi primera experiencia me sentía más seguro. Aún tenía la frescura de Pía en mis labios y recordaba la imagen de sus párpados cerrados.

—¿Alguna vez besaste con los ojos cerrados? —Clara me tomó por sorpresa. No supe cuál sería la respuesta más conveniente. Me quedé mirándola y amagando con la boca palabras que nunca pronuncié. Mientras yo dudaba ella ató un pañuelo en mi cabeza reduciendo mi visión y ampliando mi mundo hacia la imaginación. Siguió hablándome, y su voz, en la oscuridad, sonaba diferente:

—Tengo que atarte las manos porque al no ver capaz me golpeas sin querer.

Yo no decía ni hacía nada. La oscuridad estiraba cada segundo al doble o al triple. Sentí su respiración en la nuca; luego sus labios acercándose por mi mejilla y no pude evitar girar mi rostro hacia allí. Dejé de sentirla. Tocó mis labios: quise abrazarla con mi boca y mordí el aire. Respiraba cerca de mi oído izquierdo, luego en mi mejilla derecha y volvió a rozar mi boca. La situación era desesperante, pero deliciosa. En mi oreja sentí una respiración agitada, en mi costado opuesto también. No sabía hacia donde buscar. Luego vino el silencio y la ausencia de sensaciones. Pero podía notar movimientos y pasos a mi alrededor.

Como un calesitero mostrando la sortija a un niño sentí el chasquido que la saliva provoca en la piel al besar, pero no era mi piel. Estaba haciéndome desear sus besos: el juego de Clara era perverso y efectivo. Mientras el sonido me recordaba el intercambio que tuve con Pía, sentí una mano en mi brazo, luego en el otro, y otra vez la respiración, y otra vez el roce de labios en mis labios, y por fin pude atrapar la presa, que se dejó devorar por mi boca, ciega de realidad pero muy vidente de deseo. Estaba descubriendo y recorriendo esos labios cuando sentí más respiración a la altura de mi cuello. Aunque quería arrancarme los pañuelos y ver qué estaba pasando
decidí quedarme quieto. La lengua se alejó y volvió más fresca a unirse como una sanguijuela a mi piel. Y se fue desplazando por mi cara hasta llegar a la oreja. Recorría esos laberintos con besos que como chispas encendían fuego en mi interior. Y echando aún más brasa al fuego, mi boca fue apresada por un par de labios que, con entusiasmo, se llevaron mis temblores. Paralizado, con mi boca abierta y la respiración agitada, sentí un nuevo par de labios hurgando exploradores en mi carne. De golpe, otra vez la ausencia, el aire frío en los labios, en la oreja, en la cara. Ese silencio negro era interrumpido por ruido a besos y saliva chirriando. Otra vez el juego. Y otra vez los labios, dos, cuatro, seis. Otra vez se alejaron. Con esa pausa levanté mis manos, aún atadas, y arrastré el pañuelo de mi cara. Allí estaban Clara y Pía con sus ojos cerrados, con sus labios activos, con sus lenguas batallando y sosteniéndose con un medio abrazo que, como una puerta abierta, me invitaba a cerrar el triángulo. Me acerqué y uní mi beso al fogón donde cada llama, sin duda, sumaba calor al inocente juego.

—¡Otra vez lo mismo! ¡Ya salgan! —oportuno, como siempre, Seba echó agua en las brasas. Ni ellas ni yo quisimos seguir jugando.


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El cajón de los secretos

El pueblo era chico, pero durante las fiestas navideñas se llenaba de gente que salía de compras. Marcos, seguro de que se repetiría el éxito comercial de años anteriores, preparaba su negocio; y mientras pensaba en qué porcentaje aumentar los precios, entró su hijo, Julián, corriendo y ansioso por hablarle.

—¡Papá! ¡Me lo prometiste para hoy!

—Estoy ocupado, mejor a la tarde, ¿sí?

Julián accedió. Había insistido mucho para que su padre aceptara ir hasta la cima de la montaña donde vivían el abeto más grande que hubieran visto y una familia solitaria, que nunca bajaba al pueblo.

Caminaron dos horas bajo el sol por un sendero sin vegetación y vieron aparecer en el horizonte la copa del abeto, asomándose como un títere tras los lejanos arbustos. El chico corrió desesperado hasta que el árbol se desplegó completo, como un gigante verde apuntando al cielo. Un hombre viejo, de barbas blancas, salió presuroso a recibirlos.

—Si vienen a buscar el árbol, ¡no permitiré que lo toquen!

—Mi hijo quería —Marcos tomó a Julián de los hombros, lo puso delante de sí y cruzó las manos sobre el pecho del niño— conocer el abeto gigante...

El viejo aflojó el cuerpo y su sonrisa se vio como una liebre corriendo entre los arbustos de la tupida barba. Caminó hacia el árbol, se detuvo bajo la copa, cuya sombra era como una casa, y los invitó a sentarse en unos desprolijos bancos de madera.

—¿Por qué no le puso luces al árbol —consultó Julián—, si ya estamos en navidad?

Casi silabeando, el viejo le repreguntó qué sabía él de la navidad; y el niño, apurado, contestó:

—Es porque nació Jesús y por eso tenemos regalos y nos juntamos todos y es divertido porque hay luces en el arbolito y fuegos artificiales y me compran ropa nueva.

Marcos observaba orgulloso a su hijo. El viejo, que rascaba su mentón entre la selva blanquecina, en voz alta y apresurada, como si estuviera enojado, dijo lo suyo:

—Lo mejor que podemos hacer en navidad es imitar a Jesús y sus costumbres. Y para él, seguramente, era más importante contar con una familia unida que los juguetes y las ropas, o saber que se puede compartir una comida con los seres queridos en lugar del ruido y los  fuegos artificiales.

El viejo se dirigía a Julián, pero también miraba a su padre, cada tanto.

—Antiguamente, se colocaban manzanas, que simbolizaban los pecados, y velas, que representaban la creencia en Dios. Entonces, los pecados estaban al alcance de la mano, y la creencia nos ayudaba a no tomarlos. Cuando esto se transformó en árboles de plástico, bolitas de colores y luces eléctricas, se perdió el real significado. Lo mismo con los regalos. Igual, entiendo que como niño estés ansioso por la parte más divertida y visible de la navidad: vos sólo aprendiste lo que te enseñaron.

Marcos tragó saliva y esperó que su hijo no lo mirara, pero Julián lo observó con curiosidad y algo de desencanto. Volvieron al hogar sin hablar. Al llegar, Julián le pidió que lo llevara otra vez al día siguiente: quería averiguar sobre Papá Noel. Marcos no quería llevarlo, pero no pudo negarse y asintió con la cabeza.

En la segunda visita observaron en detalle la pequeña casa, cuyas paredes de rodajas de troncos contenían ventanas y sostenían un abundante techo de paja. Fueron recibidos por la familia completa: José, su mujer y un niño.

—¿Usted sabe quién es Papá Noel? —preguntó Julián, tapándose la boca con culpa y vergüenza.

—Es tu papá... —la frente de Marcos se frunció, José lo vio y rectificó—, es tu papá quién tiene la respuesta. Estoy seguro de que, como ya sos un chico grande e inteligente, él te contará todo.

Julián, un poco confundido, pasó a la siguiente pregunta.

—¿Ustedes tienen familiares? ¿Se reúnen con ellos para navidad?

—Sí, claro, nos reunimos con ellos muchas veces al año. Por ejemplo, cada vez que terminamos de hacer un regalo, los visitamos. Hacemos muebles, adornos, dibujos, comidas o postres... lo que sabemos que a cada uno le gusta o necesita. Y son regalos que hacemos con nuestras manos, y ellos lo valoran muchísimo.

Al volver, Marcos, muy a su pesar, contó quién era en realidad Papá Noel, qué sucedía en la época de los reyes magos, y confesó, quizá a modo de excusa, que él mismo creyó en todo eso hasta que fue unos cuántos años más grande que Julián. El niño preguntó algo sobre las razones, y sobre si eso era como mentir, y después de consultar si las cosas no podían ser diferentes, el silencio volvió a reinar entre ambos.

Faltando solo unos días para navidad, Marcos estaba retocando nuevamente los precios cuando Julián entró corriendo con unos papeles bajo el brazo.

—¡Papá! Mirá, éstos dibujos los hice yo, éste es para el tío y ya está listo, éste está armado con hojas y pétalos y semillas y es para la abuela... ¿después me llevás así se los damos?

Marcos lo alzó en brazos y lo abrazó fuerte cuando, a paso lento, entraron al negocio José y su niño.

—¡Hola! Les trajimos esto que hicimos entre los dos...

—¡Qué lindo cajón! —dijo Julián, tomándolo con ambas manos—. ¿Y para qué sirve?

—Es una cajón para guardar secretos —respondió, risueño, el hijo del viejo.

—¿Así? ¿Sin candado? —dudó Marcos, que no paraba de observarlo.

—Sí, porque es para usar en el hogar —hubo silencio, miradas y reflexiones—. ¿Estaban ocupados?

Marcos comentó que estaba reduciendo los precios y le contó sobre los nuevos proyectos de Julián. Luego de un rato de charla, tiempo en el cual los chicos jugaron con las pinturas y completaron imaginariamente los dibujos, se despidieron. Marcos estrechó la mano de José y estuvo a punto de decir una frase común, gastada, dos palabras vacías de tanto maltrato, y ante la sonrisa sincera del viejo, sólo dijo «Gracias. Muchas gracias, José», y ambos supieron que el agradecimiento era por mucho más que el cajón.




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Hacia la luz

Por la noche era más factible el consumo de alcohol, pero a esa hora la gente desayunaba, ¡no tomaba whisky!. Ya le había servido dos medidas cuando el sol, que castigaba tanto al riachuelo como a la fachada antigua del bar, subió y comenzó a entrar al salón del segundo piso a través de los ventanales de vitreaux. Se escuchaba un lejano tango desde el bodegón vecino.

El hombre estaba revisando sobres y leyendo papeles. Cuando pasé a su lado para preparar una de las mesas guardó todo: aparentemente eso era un secreto.

Seguí observándolo. Tomó un sobre más chico que los demás. Iba a guardarlo nuevamente y al final se detuvo, sosteniéndolo entre sus dedos, frotándolos suavemente como intentando adivinar al tacto el contenido. Levantó con ambas manos el sobrecito y lo giró hasta que el papel se hizo trasluz contra el sol de la mañana. Desde aquí, con una breve mirada, apenas pude apreciar que dentro del sobre una figura rectangular opacaba la claridad: tenía el tamaño de dos paquetitos de azúcar.

Con un cuidado y una lentitud que me generaron intriga, abrió el sobre, introdujo el dedo índice y se ayudó con el pulgar para retirar despacio, como se descubre una carta en el truco, el diminuto papel. Era una foto. La observaba inmóvil. La dejó en la mesa y le clavó nuevamente los ojos. No sé cuánto tiempo estuvo mirándola. La acercaba a su rostro, la giraba, la examinaba desde diferentes ángulos y con distintos reflejos de luz. Y a juzgar por los gestos del rostro, su mente entrenada para recordar estaba reviviendo situaciones.

De reojo vi que había guardado la foto y que me pidió un café con la mano. Cuando se lo serví, la mesa parecía estar vacía, pero su mano extendida ocultaba debajo, inocentemente, la pequeña foto.

Desde la barra sentí el primer ruido, que no me asombró: era la silla quejándose de que el hombre se había levantado urgido y descuidado. Después, apurado y con torpe esfuerzo, abrió la puerta que lleva al balcón, reducto habitual de los fumadores. El hombre, con la somnolencia de quien no durmió en la noche, ya no podía disimular sus nervios: seguramente necesitaba un cigarrillo o ventilar el alcohol ingerido.

Sin embargo, me alarmé cuando se redujo la claridad del ventanal. Lo vi parándose en la baranda del balcón y tambaleando hasta afirmarse. Primero le escupí una dura mirada de reproche; luego, corrí hacia él, pero a veces el tiempo corre más rápido que los hombres: al llegar a la puerta del balcón, él ya no estaba. No quise mirar. Sólo volví hacia su mesa y vi la foto. Mostraba una mujer delgada. La chica estaba en el aire y sus ropas flameaban alejándose del cuerpo. Parecía que estaba cayendo. Detrás de su rostro vivaz y sus brazos extendidos, se veía, algo borroso y apenas iluminado, el cartel fileteado de este famoso bar de La Boca, llamado Hacia la luz, tal como era algunos años atrás.



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