Prefiero los golpes

Siento golpes lastimando mi piel varias veces por segundo y con cada contacto me recuerdo feliz, mirando al cielo, reflejándome en el río; el mismo río que luego me llevó de paseo a un nuevo mundo, hacia nuevas formas y destinos.

Entonces me convertí en el envoltorio de un regalo y pude apreciar sonrisas y gestos de sorpresa, pero rápidamente me abollaban con ambas manos y me tiraban.

Luego fui boleto de tren y por necesidad duré más tiempo, pero siempre me desechaban al terminar el viaje.

También fui cigarrillo y acompañé momentos importantes, de nervios, de pasión; y me consumí con entusiasmo, con apuro y urgencia; y siempre sin conocer razones.

Fui una nota de despedida, leída con emoción, sorpresa y resentimiento; mojada con lágrimas y abollada con bronca, luego.

Y fui el billete, el dinero que oyó las campanillas del hotel, el que otorgó placeres triviales, pero que luego causó dolor por mi presencia y ausencia, a muchos otros. Me gastaron y me culparon.

Por eso, a pesar de todo, prefiero los golpes. Prefiero la tinta salpicando de letras mi piel. Prefiero ser el transporte de palabras y de texto y conformarme con la idea de que así escaparé del mundo material para encerrarme en tus ojos, que me guardarán en tu mente como si vieran una arboleda a la vera del río; con la idea de que con ellos, con tus ojos, podré ver otra vez el cielo y no será efímero. Prefiero los golpes hasta el final, hasta el punto final, que será el principio.

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El control

—Eli, esta noche vendrá Roberto a cenar —Marcos se expresaba con seriedad y algo de inusual autoritarismo—, así que preparanos algo rico.

—¿Tu socio? ¿Para qué lo invitás si te está cagando con el negocio? ¿Justo hoy? —había descontento en la voz: por el atropello y por el invitado.

—Sí, hoy, y vamos a arreglar todo.

Hacía meses que el negocio no tenía ingresos. Roberto aprovechaba para comprarle acciones a Marcos, quién solo conservaba el treinta por ciento de la empresa y ya no compartía decisiones. Así, en poco tiempo se quedaría sin nada. Elizabeth era la única persona que lo alentaba y lo aconsejaba.

Marcos, deseaba (si acaso existiese la posibilidad) recuperar todo ese mismo día.

Cuando llegaron, Marcos mantuvo la puerta abierta; Roberto pasó y, aunque allí la penumbra era intensa, dejó su abrigo en el perchero casi sin mirar. Luego buscó en el espejo del living, que reflejaba la cocina, una figura femenina.

Para cuando la comida estuvo servida, sólo se oían los cubiertos chillando; y las miradas volvían al plato si se cruzaban con los ojos de otra persona.

Marcos cortó el silencio como una rebanada de peceto al preguntar a Roberto por qué no había venido su esposa. Y casi sin dejarlo responder, contó la anécdota del día, envolviendo las palabras con sonrisas divertidas, irónicas y sarcásticas:

—¡Já! ¡No sabés, Eli! Así de serio como lo ves, hoy a la mañana estaba como un chico. Lo vi en su oficina, llevaba un sobre, estaba emocionado: ¡era muy gracioso! —con el rostro inexpresivo, Elizabeth miró a Roberto, quién se limpió los labios y bebió un largo sorbo de vino—. Y, claro..., pensé mal. Pensé que se trataba del negocio, de algún golpe final para que yo me quedara sin nada. Por eso al mediodía entré a la oficina y leí la carta —el invitado tragó saliva y la anfitriona abría y cerraba sus manos húmedas—: los detalles, mejor los dejamos para cuando esté tu mujer, ¿no Roberto?

Marcos disfrutaba observando a los comensales y sus gestos mudos. La cena terminó rápido, pero la digestión de la noticia sería lenta y molesta como un zumbido. Al momento del café, Marcos continuó:

—¡Ah, Roberto! Acá tengo —dijo, al tiempo que sacaba papeles de una carpeta— un contrato de redistribución de acciones: ¡te quedarías con el cuarenta por ciento! Firmá acá…, ¡te conviene! ¿no?

Dejando el café intacto, Roberto se fue. Antes, Marcos mandó saludos a su mujer y le recordó que cada tanto la veía en la oficina municipal donde ella trabaja.

—¡Se arregló lo del negocio! ¿No estás contenta?

—¡Sos una mierda! Contás algo por lo que tendrías que estar mal y...

—¡Antes...! —Marcos la interrumpió con voz firme—. ¡Antes tenías que pensar en que yo no estuviera mal!

—¡Basura! ¡Me usaste! ¡Me trataste como una puta y me aprovechaste para tus negocios!

—Yo no busqué nada de esto. El que escupe para arriba...

—¡Quiero el divorcio! —Elizabeth levantó los ojos y los dedos acompañaron las cuentas mentales: cuarenta más la mitad de sesenta...

—De acuerdo. Pero mi hermano no podrá ser el abogado; como es el nuevo titular de las acciones de la empresa, no sería ético.

Desde aquel día Marcos controló la empresa y logró que Roberto cediera el resto de su parte. Lo que no pudo controlar fue el dolor en el pecho, el vacío subiendo a la garganta y las lágrimas llenando el rostro cada noche cuando cenaba solo entre ollas, platos sucios y abandono.

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¿Sabían lo de la savia?

Hay los que no creen en nada y lo esperan todo
Hay los que creen todo y no reciben nada
Y hay los que sin tener nada van en busca de todo
Hay los que asisten al funeral de cada segundo de su vida
Hay los que asisten al nacimiento de los instantes que florecen
Y hay los que se acostumbran al ciclo divino viviendo el tallo
Nosotros nos quejamos de morir tan pronto
Ellos se quejan de acostumbrarse a vernos pasar
Nosotros nos quejamos de la finitud del viaje
Ellos se quejan de la falta de vértigo y aventura
Nosotros nos quejamos de oir sus quejas
Ellos las escucharon, las escuchan y las escucharán.
Viven en el tallo y lo tienen todo, menos la savia.

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Catando cáliz

He aquí un hermoso monumento:
la sangre de Baco, la suciedad y la saciedad de todos.
Tristeza de ladrillos pulidos por el tiempo,
y por las aguas sucias de petróleo y aceite
que se desparraman danzando
como una mosca cautiva bajo la campana de vino.
Vacié el mundo tragando de a sorbos,
sacié mi sed creando huecos en otros.
Duele. Y me pregunto ¿qué tenía dentro?

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Justo a tiempo

-¡Es muy pesada la caja! ¿Qué tiene dentro?
-Tiene una hermosa joya, cubierta de cristal. Así que, por favor, con mucho cuidado que al menor golpe se puede romper. Recuerda: Parque Industrial Norte, torre 4, piso 29, entregarlo al señor Domínguez.

Para evitar que el movimiento natural de la moto en la calle afecte al cofre lo colocó en una mochila que ubicó delante de su cuerpo, llevando la joya cerca de su corazón, que latía fuerte por la responsabilidad que había asumido.

A ritmo lento le tomó casi una hora llegar a destino. Al entrar al parque industrial se quedó vislumbrando las torres unos instantes: eran como bestias imponentes que iban comiendo y escupiendo la gente que pasaba por la entrada de cada edificio.

Ingresó a la torre 4 detrás de una mujer muy atractiva, quizá una secretaria o recepcionista, que él observaba disimuladamente al mirar hacia delante. Hasta los dos policías que custodiaban la entrada la siguieron con la mirada. Luego, los oficiales observándose mutuamente, realizaron un gesto de babosa complicidad. Por eso pudo ingresar tras ella sin perder tiempo en controles.

Tan solo catorce segundos después de haber subido al ascensor estaba en el piso 29. Después de esperar unos minutos lo recibió su secretaria. Era la mujer había que caminado delante suyo; ahora desplegando su belleza y elegancia con mayor soltura. Fue ella quién recibió el cofre que tenía una cruz tallada en la tapa. Se despidieron con cordialidad, aunque él hubiera preferido un beso, algo más cercano, un gesto de esperanza.

Salió de la torre y caminó por el parque de entrada con mucha tranquilidad por haber cumplido su trabajo. Se quedó pensando en la suerte de quienes trabajan con mujeres tan hermosas cuando de repente sintió un soplo de aire, un estruendo lejano que fue creciendo como una bola, un quejido en el aire y en la tierra, desde las entrañas, desde la ciudad misma. Giró su cabeza y confirmó lo que el calor anunciaba: la torre estaba en llamas.

Tras unos segundos de confusión y al ver la gente gritando desesperada comenzó a correr hacia el edificio. Solo se detuvo cuando el ruido de vidrios rotos salpicó de cristal y luego de sangre los alrededores. Siguió corriendo y observó en el hall personas tiradas en el piso, intentando alcanzar la salida. Saltando sobre el fuego entró a la recepción y tomó de los brazos a una persona que arrastró hacia fuera. El crepitar del fuego, las explosiones y los gritos se acallaron un instante y el escuchó un maullido. Giró y vio un gato negro, con el lomo en alto, caminar lentamente y reflejar, en sus ojos rojos, la torre en llamas. En ese momento comprendió cual fue su papel en la dramática historia; se levantó y corrió nuevamente hacia el edificio en ruinas.

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Actuación cautelar

Desayunaba con fingida tranquilidad. No se preocupó de juntar las migas de pan ni de limpiarse las manos cuando untó manteca en la tostada sin controlar la fuerza y desparramó todo en la mesa. Tampoco le importó que el café con leche se enfriara lentamente. En su cabeza solo había lugar para imaginar la escena: ¡el día había llegado!

Era un buen abogado aunque sus años de estudio habían relegado su vocación de actor. Pero con la filmación del documental sobre el Palacio de Justicia su pasión juvenil se haría realidad. Interpretaría a un conductor que había atropellado y matado a un peatón, y sería condenado en un juzgado penal. No hacía falta que hablara, su actuación estaba basada en gestos, pero debía meterse en el personaje completamente para que sus expresiones fueran creíbles.

Cuando subió al auto se dio cuenta de que iba con retraso. Manejó apurado, sabía que no podrían comenzar la jornada sin él. Más se apuraba y más se retrasaba; el tránsito era traicionero. Era un día muy especial para él, así que superó cada traba del camino y avanzó casi sin parar ni mirar.

Cuando llegó lo llevaron a la sala. Puso cara de circunstancia cuando leyeron los cargos y apenas si miró al juez con el entrecejo fruncido cuando pronunció la condena. Reforzó su gesto pensando, “¿Diez años de cárcel por chocar a un imbécil que cruzaba la calle con el semáforo en rojo? ¡Yo estaba realmente apurado! ¡Era un día especial! ¿Esto es justicia?” y entonces el rostro mostró indignación y un poco de impotencia y dolor.

Su abogada, su socia, que estuvo en silencio sentada a su lado, se puso de pie y con un ademán llamó a la fuerza pública. El condenado la miró con rabia mientras un policía lo llevaba a los tirones tomándolo del brazo. Quiso gritar. Mejor aún, ¡correr!: se sentía impulsado a hacerlo, total, él conocía mejor que nadie los pasillos del Palacio de Justicia. Pero no hizo nada. Se dejó llevar por el oficial como se dejó engañar por su abogada, que jamás lo defendió, tan fiel que había sido siempre. Tratándose de ella, resultaba incomprensible una traición así. Él estaba enamorado de su socia, y ella lo sabía. Era su princesa; así la llamaba y así la trataba cuando estaban solos. Y en ese momento se había convertido en su verdugo.

Como Hamlet, caminaba de una esquina a otra de la sala recitando, o lanzando alaridos a una audiencia de oídos sordos. Cuatro años habían pasado desde la primera actuación. Todos los días se preguntaba si completaría primero los diez años de condena o escucharía gritar “¡Corten!” en algún momento. Mientras tanto, la noche se cerraba apagando la débil luz del sol del atardecer que llegaba cortada en rodajas a través de los barrotes de su celda: un día más en que el telón bajaba sin público ni aplausos.

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Desde las cenizas

Eran las once de la mañana y estaba todo preparado: la casa limpia y ordenada, la mesa puesta y yo listo —ansioso también— para el encuentro tan deseado. Cruzaba los dedos rogando que el delivery (que traería pastas rellenas con pollo, bañadas en salsa rosa, su plato favorito) llegara antes que ella.

¡Pensar que nos conocimos peleando! Yo había entrado al chat y le hablé: “Hola Luna, como estas?”, y ella me llenó la pantalla de reproches y reclamos: “…no te hagas el tonto se que sos Fenix con otro apodo”, “sos una basura me queres usar a mi tambien como hicistes con las otras chicas”, y otros ataques más que no comprendí y que ahora no recuerdo. Le aseguré y le juré que no era Fenix sino Federico. No me creyó pero seguimos conversando hasta que terminó dándome la razón.

Y ahora, tres meses después, la estaba esperando con la vista clavada en la puerta y deseando que el timbre cortara el silencio y la soledad.

Hablamos tanto en el MSN… Me contó que trabaja como vendedora y que viaja por diferentes ciudades visitando clientes, que es soltera y confía en que el amor de su vida aparecerá de un momento a otro; yo le conté algo sobre mis relaciones anteriores y mis planes futuros. Poco a poco nos fuimos enganchando hasta caer en una gran dependencia: cada día, esperábamos impacientes que llegara el atardecer para chatear dos, tres y hasta cuatro horas. No recuerdo en qué momento empezamos a tratarnos como novios pero desde ese instante nuestras charlas se cargaron de erotismo y de inteligencia. Jugábamos a seducirnos como si estuviéramos frente a frente, y muchas veces vivimos virtualmente el encuentro de hoy, con lujo de detalles. Nos volvimos expertos en el arte de hacernos el amor; y no dudábamos de que el encuentro real sería como una obra de teatro magistralmente interpretada, después de tantos ensayos.

¡Por fin! El timbre sonó tembloroso y entrecortado al principio, y ronroneó vacilante después.

Mientras me levantaba del sillón volví a imaginarla como tantas veces; contaba solo con su descripción ya que nunca me envió fotos ni quiso usar su cámara web. La recordaba con pelo castaño, ojos claros, delgada, no muy alta. Mentalmente, veía en ella una mirada pícara y actitud inquieta, como nerviosa. Me había dicho que su aspecto quizá variaría un poco respecto de la descripción o de mi imaginación, pero yo le aseguré que la quería más allá de sus características físicas, y era verdad. Quedó en pasar por mi casa luego de recorrer el barrio, aún con la carpeta en la mano, como si yo fuera un cliente más. ¡Cuánto hemos fantaseado con la forma en que la pobre carpeta volaría por los aires víctima de nuestra pasión irrefrenable!

Caminando hacia la puerta supuse que me encontraría con el almuerzo llegando justo antes del mediodía.

Primero abrí la puerta, despacio; luego, cuando la vi, abrí la sonrisa, de marco a marco: ¡era hermosa! El pelo rubio llovía sobre su camisa. Era más joven de lo que esperaba y su mirada en lugar de pícara era esquiva. Miró su carpeta y no dijo nada, ¡no hacía falta! Extendí mi mano izquierda en dirección al living, y entró. Caminé los pasos que me separaban de su armónica figura sin despegar mi mirada de sus ojos marrones. Ella, sosteniendo la carpeta con ambas manos sobre su falda, no podía responderme la mirada y observaba, en cambio, los diferentes rincones de mi casa.

Parados frente a frente y rostro contra rostro, intenté besarla, y su boca se escondió en un costado. Entonces recordé lo que me contó chateando: había sufrido mucho por un desengaño amoroso y le costaba abrirse a alguien nuevamente. De hecho, yo sería su primer hombre desde aquella tormentosa relación. Lo único que hice fue esconder su rostro entre mi pecho y mi hombro y jugar con una mano en su pelo y con la otra en su espalda.

Cuando sus manos se animaron a responder de igual manera, busqué otra vez sus ojos, y encontré sus labios. Todavía el beso era frío, suave y superficial, o quizá yo estaba muy ansioso. Pero, así como en el chat nos conocimos acumulando palabras, nuestros labios fueron sumando besos y descubriéndose paulatinamente; y en poco tiempo ganaron confianza.

Nos sacamos los apodos, los e-mails y las cuentas de sitios sociales; nos quitamos la ropa, el calzado y todo lo que molestaba. Hicimos de la alfombra una pradera, de su piel un templo abandonado a re descubrir, de mis manos una enredadera y de nuestros cuerpos un nudo que rodó sobre el césped como un animal salvaje. Olvidamos el guión que habíamos ensayado y escribimos, con sudor compartido, uno nuevo.

Después de la improvisada función, atrapamos el relax y la tranquilidad en un fuerte abrazo cuando el timbre, inoportuno, volvió a chillar en la puerta. En realidad, era bienvenido; hay ocasiones en que la comida se hace indispensable. El timbre volvió a sonar, más largo e impaciente que antes. Apurado, apenas logré vestirme con una remera y mi ropa interior, y abrí la puerta.

Encontré una mujer con los brazos en alto. En una mano sostenía una botella de vino y en la otra una carpeta. También sostenía una sonrisa que, al tiempo que los brazos bajaban, fue apagándose para dejar en penumbra un rostro de asombro y decepción. Más abajo, colgando de su cuello, tenía un cartel que reclamaba “Luna”. Di un paso atrás, intenté taparme las piernas, y ella aprovechó para entrar. La otra mujer, aún descalza, se acomodó la pollera y comenzó a re organizar su carpeta que había perdido hojas en la alfombra.

Luna miraba a la mujer. La mujer siguió mirando la alfombra. Yo no sabía qué hacer. El triángulo estaba unido por un aire espeso y gomoso. Me acerqué a Luna y le dije en voz baja, tratando de que la otra no me escuchara:

—Fue una confusión... tiene una carpeta, yo no sabía...

Pero “la otra” me interrumpió y, por primera vez, la escuché hablar:

—Es... es una encuesta rápida, solo..., solo son cinco minutos —no sé si por la ausencia de respuesta, o por la mirada incrédula de Luna, pero terminó la frase después de un par de segundos de mirarnos alternadamente—. Creo, creo que volveré en otro momento.

Y salió de la casa sin levantar la mirada mientras un “fue hermoso” se me atragantaba en la garganta.

Cerré los ojos y me puse a repasar mentalmente lo sucedido. Sentía frío en las piernas y calor en el rostro. Escuché que Luna repetía, en voz baja o quizá distante, con tono de reproche, algo sobre Fenix. Sentí que tendría que comenzar todo de nuevo, desde las cenizas.


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