Para verte mejor

Mientras mi amigo Carlitos, el actor, viajaba al exterior por trabajo, yo me hospedé en su casa, como me lo pidió.

Ya que él no vivía lejos de la estación elegí caminar y conocer mi nuevo barrio. No hacía frío, pero igual me subí las solapas del abrigo y hundí las manos en el bolsillo en un intento de parecer peculiar, especial, como Carlitos.

El portero del edificio (me asombró que llevara todo el tiempo un intercomunicador y un celular, pero supuse que era por seguridad y eso me tranquilizó) antes de entregarme las llaves se despachó con un sermón interminable: sobre la convivencia, los horarios y la limpieza, en especial de la pared lateral que era de vidrio y debía lucir siempre impecable. Dejé de escucharlo enseguida mientras observaba a una mujer preciosa, rubia y de ojos celestes, pasar a mi lado camino al ascensor.

—...y cualquier cosa me llama al teléfono que está en la llave, ¿entendido? —el tono de su voz indicaba que allí se terminaba la charla, afortunadamente para mí.

Supuse que la pared de vidrio me permitiría ver hacia afuera, pero era un cristal oscuro y espejado al que, por la disposición de los muebles, veía todo el tiempo. "Este Carlos es un egocéntrico. Cosa de actores", pensé.

Yo casi siempre estaba en la cocina, y en la mesa fue donde empecé a notar algo extraño. Se me cayó una tostada con la mermelada hacia abajo y me pareció oír una risa. Supuse que era la radio, pero con el correr de los días la situación comenzó a complicarse. Ante cada acción mía sentía una reacción en forma de risas, comentarios o ruidos sordos, como movimientos lejanos. Pero cuando descubrí que en el departamento contiguo vivía la mujer rubia, todo cambió. Supuse que ella me miraba y entonces posaba en mis costados más favorables y me vestía con la mejor ropa que tenía. Pero, aunque los ruidos continuaban, nunca volví a verla.

Finalmente, me cansé. Había pasado dos semanas sin salir del departamento actuando para nadie, esperando no sé qué reacción de ella. Caminaba de un lado a otro de la habitación juntando fuerzas, pero no me animaba a salir y tocar su puerta, ¿y si vivía con alguien? Decidí consultar con el portero.

No estaba en la recepción, pero encontré una puerta abierta. Hallé algo inesperado: una veintena de monitores de video formando una medialuna y el portero sentado en el medio.

—¡Ya entiendo todo! —grité furioso—. ¡Usted mira todo lo que hacemos! ¡Es un perverso! ¡Lo voy a denunciar!

Él, que comprendió las palabras y se paró de un salto, me hizo una propuesta muy interesante. Luego fui a mi departamento a colocar cortinas tapando los vidrios mientras él se quedó viendo videos actuales y mirando, también, vaya uno a saber qué imágenes de otros tiempos. Después sí, comencé a disfrutar de una película en capítulos diarios y permanentes, con mi vecina como protagonista, buscando ser —yo también—, el actor principal.

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Cuando Evaristo sintió caer fragmentos diminutos blancos y grises desde el cielo cerró la contratapa del libro y dejó el ejemplar a su lado, en el banco de la plaza. Ó cuando cerró el libro sintió caer señales desde arriba. Luego, un hombre con sobretodo y sombrero oscuros corrió desesperado hacia él. La urgencia del desconocido acercándose le hizo tomar conciencia de lo que había hecho. Estaba condenado.

Su condena había comenzado meses atrás, cuando llegó a ese pueblo para cambiar de vida. Su salud empeoraba y le habían recomendado vivir cerca de las montañas donde pudiera respirar aire puro. Un día de la primera semana, cuando las cimas de las montañas comenzaban a oscurecerse, entró a una librería. Husmeó diferentes libros sin sentirse atraído por ninguno, dejándolos pasar como transeúntes en la calle principal. Hasta que tomó «ese» volumen en sus manos. Era de tapa dura y color bordó, con diminutas letras de oro. Ignoró las leyendas exteriores para hojear el libro. Lo atrapó inmediatamente. Lo que leía era una autobiografía y se identificó rápidamente con el personaje. Avanzó casi un capítulo sin parar, olvidando donde estaba y hasta quien era: sólo la realidad del libro lo circundaba. El primer capítulo terminaba comentando, advirtiendo o amenazando: «...cuando esta historia llegue a su fin, mi vida y la del lector terminarán juntas». Una brisa fría y seca recorrió su espalda y luego como un aplauso o como un portazo se oyó al libro cerrarse sobre sí. Evaristo lo dejó rápido y desprolijo en el estante y corrió hacia su casa dejando atrás más interrogantes que adoquines en las calles.

Llegó a su hogar agitado; el corazón parecía saltar en su pecho; la garganta dolía con cada respiración: el fantasma de los ataques de asma y los paros cardíacos había vuelto. Sin respuestas para las absurdas preguntas de por qué lo enamoró ese libro, de cómo él podría creer lo que el autor por capricho escribió y de si realmente el frío que sintió era la muerte que pasó a su lado, decidió no leer esa obra, no comprarla ni volver a hojearla.

Pasó varios días abandonado en el letargo de la enfermedad y la fatiga . Y no podía dejar de pensar en el libro, en la historia de vida de ese autor, que podría ser la suya. Sentía que sin conocer los siguientes capítulos estaba muerto. Y si leía el libro también estaría muerto, al final. «¡Si todos en algún momento moriremos!», decía para conformarse. Pero dada la fuerte identificación con el personaje que vivió y sabiendo que la vida de ambos terminaría al mismo tiempo, ¿encontraría en la lectura, además, datos sobre qué sucedería entre el momento actual y el de su muerte, el del final del libro?

Con la excusa de recorrer nuevas zonas del centro del pueblo salió nuevamente. Engañándose a sí mismo pasó por la librería. Desde la vidriera comprobó que a lo lejos, en el estante, el libro seguía disponible. Respiró hondo y siguió su camino. Resistió la tentación de comprarlo, pero íntimamente sabía que en algún momento iba a ceder a la curiosidad, al conocimiento, al ímpetu de vida, y de muerte.

Tres vueltas a la manzana hicieron falta para que tome la decisión más importante de su vida. Entró al negocio y con la velocidad con que se compra cigarrillos salió con el libro entre manos. Caminó demasiado erguido, llevando el libro bajo el ala de un brazo y sosteniéndolo con la otra mano. No había veredas ni calles ni esquinas, sólo imaginaba diferentes posibilidades para el final del libro y de todo. Fantaseaba con ese momento como un hombre imagina su encuentro amoroso.

Dejó el libro en la habitación y preparó su cena. Comió con inhabitual lentitud; lavó los platos y cubiertos; se duchó y secó hasta que finalmente se acostó en la cama, desnudo. Como todo abrigo y mortaja se envolvió en la sábana blanca. Antes de estirar la mano hacia la mesa de luz, rezó. Necesitaba una santificación, o una protección, o creer en algo. Comenzó con un Padre Nuestro deteniéndose, remarcando y hasta repitiendo algunas partes: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Siguió con un Ave María, «...ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

Ya relajado tomó el libro y leyó. Se sumergió en el sueño literario y comenzó a vivir la vida del autor o a darle sentido a su vida. Las páginas pasaban indefectibles como los minutos y la historia crecía y el sueño continuaba. Hasta que una punzada lo despertó de golpe y sintió el eco de lo leído retumbar en su mente: «el lector morirá conmigo». Saltó de la cama y enredado en las sábanas se quedó mirando el libro que sonreía sarcástico en sus hojas entreabiertas.

Otra vez las palpitaciones, otra vez el corazón martillando. La angustia lo empujó a terminar con todo. Decidido tomó el libro y con ambas manos lo llevó hasta el hogar a leña y lo quemó. El fuego devoró cada hoja y escupió cenizas al aire.

Los días se llenaron de incertidumbre. No sabía cuándo sería su muerte, pero tampoco sabía qué hacer con su vida. No salía de su casa y no hacía otra cosa que pensar. Se sentía dominado y quería cambiar la situación. Su única salida era ser más fuerte. Caminó ansioso hasta la librería con la esperanza de que hubiera otro ejemplar. Lo compró y relajado volvió pensando en que tendría el libro a su disposición y elegiría no leerlo: era su forma de demostrar poder.

Funcionó al principio pero la curiosidad lo sucumbía en la noche cuando se levantaba a tomar agua y en realidad quería otra cosa, o cuando elegía oír radio y divagaba en el libro oyendo el pronóstico del tiempo o el horóscopo. En la lucha de poder que estaba jugando decidió dar un paso más: leería diariamente un pequeño fragmento, uno o dos párrafos y alargaría así su vida y la llegada de la muerte. ¿Era una forma de engañar al autor? ¿Al libro? ¿A él mismo?

La estrategia fue un éxito. Cada día leía tres párrafos y repetía la lectura. Al día siguiente volvía a leer el último párrafo del día anterior antes de los tres correspondientes. Su vida recobró sentido. Inició las caminatas diarias por el bosque que eran el objetivo de su estadía en el pueblo. Siempre finalizaba en la plaza donde repetía el ritual de lectura.

Pasaron dos meses. Cambió el calendario y el clima, cambió el paisaje y la gente, pero algo permaneció inmutable, la rutina de Evaristo leyendo en la plaza sus tres párrafos al atardecer. Así fue que leyó «cuando desde el cielo caigan las cenizas del destino quemado sabré que la negra muerte vendrá a buscarme». La siguiente página estaba en blanco. La otra también. Alrededor de cincuenta páginas más —las últimas— estaban vacías. Con estupor y los ojos llenos de lágrimas contenidas desde hacía semanas cerró el libro y lo dejó a su lado. Fue entonces cuando comenzó a caer algo que parecía nieve y el hombre vestido de negro se acercó hacia él.

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Finos zapatos de verano

De repente siento algo que me empuja, me llena todo, me presiona, me ajusta un poco y luego me empieza a mover. La repetida historia comenzó de nuevo. Yo, Izquierdo, me encontraba tan tranquilo debajo de la cama, junto a Derecho, descansando... y ahora... Bueno al menos me queda la remota esperanza de que a mi ocupante se le ocurra ir a un lugar confortable.

Pero parece que mis deseos no están en vías de hacerse realidad ya que mi piloto me hace bajar las escaleras a una velocidad que casi destruye mis sentidos. Llegó el día. Nos cansamos. Hoy mismo, de acuerdo con Derecho, nos vamos a interponer uno en el camino del otro, dejando como consecuencia nuestra inmediata paralización, con lo que lograríamos aplicar el principio de inercia que ambos aprendimos en la Shoe's School, donde nos sentábamos en el mismo piso, y así comenzar nuestra venganza.

Ya estamos en acción. El principio anteriormente mencionado provoca que el cuerpo de nuestro pasajero se desplace inicialmente unos 90 grados con respecto a su situación anterior. Luego, su cuerpo queda acostado sobre la escalera y su rostro empieza a sentir el frío de la losa. Ahora la fuerza de gravedad comienza a actuar haciendo que su cara, sus brazos, sus piernas y el resto de su cuerpo recorran el contorno de todos y cada uno de los escalones, con leves desplazamientos y bruscas caídas (de no más de 15 cm.) que se van sucediendo indefinidamente hasta que la cabeza de nuestro piloto choca, después de pasar por el último escalón, con el tan deseado piso.

A esta altura llevará una velocidad lo suficientemente alta como para que por resultado del impacto, su cuello se una con su ombligo.

Claro que Derecho y yo no permanecemos pasivos en todo este proceso. Nosotros también nos vamos deslizando sobre la escalera y, cuando podemos, damos un pequeño empujón para que la velocidad aumente, pero sufrimos cada golpe de cada escalón, aunque aguantamos el dolor porque sabemos que luego vendrá lo que estamos buscando.

Con imperiosa velocidad llega una ambulancia al lugar de los hechos. Tratan, cuidan y llevan al lesionado con tanta bondad que no pareciera ser el culpable de lo sucedido. Si tuviera la delicadeza de bajar las escaleras a un ritmo razonable, quizás, no hubiera sucedido nada de esto.

La ambulancia nos dejó junto al accidentado en un hospital, donde nuestro piloto deber permanecer internado. Una enfermera nos saco de los pies del herido y nos puso al lado de un armario, a metro y medio de la cama.

En un principio creí que nuestro ex-ocupante estaba enfadado con nosotros, ya que ni siquiera nos miraba. Luego me di cuenta de que tenia un raro aparato alrededor de su cuello, similar a una bufanda enrollada, pero de plástico, que lógicamente no le permitía mover la cabeza.

Cuando le sacaron esa cosa del cuello, notamos que nos miraba sin ningún tipo de rencores, por lo que Derecho aseguro que nuestro piloto nos habla perdonado, a lo que yo agregué que eso era imposible puesto que nosotros no habíamos hecho nada y él era el único responsable de todo lo ocurrido y que ahora lo que deberíamos hacer es descansar, ya que con ese fin hicimos lo que hicimos.

Che, Derecho, ¿sabés que estoy pensando que después de todo esto mucha gente, al de ponerse los zapatos a la mañana, va a pensar dos veces lo que hacer, no te parece?

-Si es cierto. Por otro lado, el olor a hospital es horrible.¿Por qué no vamos a otro lado?

-Bueno, dale, ¡pero con pasajero!

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