Para niños de todas las edades

En aquel momento, casi todos habían encontrado la forma de vivir como si aún fuesen niños. Para algunos la vida era un juego que volvía a empezar día a día, donde no importaba tanto el resultado como permanecer entusiasmados en el entretenimiento. Otros tomaban de la niñez la búsqueda de protección y, los más descarados, usaban la picaresca infantil de culpar a los objetos y a los demás de sus propios errores e irresponsabilidades.

Complicada era la situación de quienes se transformaban en niños dependientes, ya que los pocos mayores que no se habían convertido en jóvenes, no estaban dispuestos a contener, guiar y criar a niños que en realidad ya habían dejado de serlo.

Fue así que surgió la figura de madre colectiva. Su función era la de contener, guiar e impartir justicia entre los niños hermanos de su barrio. En poco tiempo se sancionó la ley que reglamentó el nuevo método, incluyendo capacitación, seguimiento y directivas de todo tipo. Respaldados por un grupo de psicopedagogos, psicólogos y sociólogos aportados por el gobierno, el plan no tenía fisuras.

La «Coordinadora de Madres Colectivas», que agrupaba a las madres de cada barrio del país, trabajaba a toda máquina. Producían nuevos cuentos aleccionadores que mantenían la paz y la tranquilidad entre los participantes y otorgaban premios a quienes cumplían su papel en la sociedad, tanto como adultos cuanto como niños.

Quedaban fuera de estos planes las personas mayores, quienes ya no podían producir, y los adultos que decidieron hacerse cargo ellos mismos de su niño interior, dejándolo expresarse cada vez que quisiera, pero sin depender de otros en cada paso. Entonces, viejos e independientes se organizaron con el objetivo de mantener la tradición, la naturalidad en el paso del tiempo y rechazar los intentos de control del gobierno. Formaron el «Grupo por el Desarrollo Natural no Manipulado», o GENOMA.

Era muy difícil oponerse al movimiento de la niñez permanente. Es que después de décadas de logarítmico crecimiento demográfico sobrevino la ausencia de nacimientos más grande de la historia. Toda la industria de entretenimientos y de productos para chicos, se había quedado sin clientes. Y lo que comenzó como una campaña publicitaria de una empresa se transformó, una vez obtenido el apoyo del gobierno, en el eje del funcionamiento de la sociedad.

Conforme pasaban los años, el GENOMA fue presentado sus denuncias. Se enumeraron las empresas de entretenimientos que de estar en la bancarrota comenzaron a crecer más y más, de cómo las jugueterías fueron quedando en manos del gobierno para garantizar la mejor distribución de juegos específicos para adultos-niños hasta llegar al monopolio, y señalaban que no era casual el paulatino reemplazo de la Coordinadora de Madres Colectivas sobre instituciones tradicionales como la iglesia, los clubes y los partidos políticos.

Pero el GENOMA tenía en sus principios e integrantes la semilla de su fracaso. Eran tan realistas en respetar el paso del tiempo que éste los fue devorando poco a poco.

En la plaza principal, después del horario laboral, se veía a las personas jugando. Se corrían entre ellos, se hamacaban, simulaban caballos, sonreían, se ensuciaban sin sentir culpa por ello y a veces se lastimaban sin querer. Había trajes, mamelucos, polleras y vaqueros llenos de arena. Y en el ya desusado banco de la plaza, un viejo observaba. No podía creer la manipulación a la que todos se prestaban voluntaria y alegremente. Tan fácil como quitarle un dulce a un niño, la fuerza de trabajo era cambiada solamente por alegrías infantiles. Para impedir esa situación, él se había embarcado en la creación del grupo, siendo uno de sus fundadores.



El viejo, conciente de que dentro suyo vivían el maduro, el adulto, el adolescente y el niño, y con el fuerte temor de que uno de ellos quisiera traicionar su naturalidad entregándose de brazos abiertos a madres falsas que con zanahorias de burro buscaban los beneficios del gobierno actual, quiso correr: no soportaba ese triste espectáculo. Pero los años pesaban tanto que el angustiante esfuerzo no fue gratuito. Mientras todos jugaban en la plaza, sólo el alma del viejo corrió, dejando atrás a su cuerpo. Murió así, uno de los últimos integrantes del GENOMA, logrando, al menos él, cumplir su objetivo: morir siendo viejo, independiente y libre. Quedó pendiente entonces, esa tarea, para el resto de la sociedad de grandes chicos.

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Cortocircuito

Ese martes, Marcela no entendía la actitud de su jefe. La saludó levantando la mano, apurado y desde lejos, cuando habitualmente, al llegar, la abrazaba y la halagaba expresando la atracción que sentía por ella. Marcela disfrutaba de esos mimos aunque no lo dejaba avanzar porque él estaba casado.

Desesperado, Abel se sentó detrás del escritorio y preguntó si hubo llamados. No despegaba la vista del teléfono.

Todo había comenzado el día anterior, cuando estaba hablando con un cliente y la comunicación se cortó. El teléfono volvió a sonar, y cuando Abel atendió, escuchó una voz dulce y juvenil que hablaba con entusiasmo:

—...mañana tengo la entrevista, parece que es un buen trabajo, ¡ojalá tenga suerte!

Abel no quiso interrumpir.

—¿Ma? ¿Me escuchás?

No pudo esconderse más. Tragó saliva, impostó la voz y habló:

—Hola... yo soy Abel, parece que nuestra línea se ligó y quiero aprovechar para felicitarte...

—¿Qué? ¿Estuvo escuchando todo? Disculpe, voy a cortar.

—¡No, no! Esperá...

El tono acalló el fugaz encuentro. Abel colgó el auricular con exagerada lentitud. El aparato volvió a sonar.

—¡Má! No sabés lo que pasó, estaba hablando con vos y de repente se ligó; un señor con voz de locutor...

—Gracias por el halago —Abel modulaba cada palabra—. Tu voz también es bonita.

—¿Otra vez? ¡Yo marqué el número de mi mamá! ¿Cómo es que atiende usted?

—Quizá es un problema de la compañía de teléfonos. Podríamos reclamar juntos, ¿no?

En lugar de respuesta, volvió el tono.

—¡Hooola! ¿Por qué siempre me cortás?

Ese lunes estuvo pendiente del teléfono durante toda la tarde, pero los llamados fueron los habituales, clientes y proveedores.

Por eso, temprano en la mañana del martes, Abel pidió a Marcela que no atendiera el teléfono, él se ocuparía.

El objetivo era conseguir una cita con la mujer detrás de la voz. Ensayó varios argumentos y casi se le escapa uno al escuchar la voz femenina ¡de su mujer! Más tarde, el llamado esperado sucedió.

—¡Hola mamá! ¡Conseguí el trabajo! No sabés qué bueno...

Abel interrumpió.

—¡Te felicito! Seguramente te irá muy bien.

Varios segundos separaron la respuesta.

—Bueno... gracias.

Al ataque, Abel continuó:

—¿Cómo te llamás?

Ella respondió «Cecilia». Tenía veinticuatro años, era contadora y ese era su primer trabajo. Abel se mostró comprensivo e interesado, le ofreció ayuda y hasta trabajo. Había preparado el terreno para la propuesta concreta.

—¿Qué te parece si nos juntamos a almorzar?

La respuesta fue el sonido del auricular ahogando la horquilla. Fue la primera vez que Marcela escuchó gritar a su jefe, aun con la puerta de su oficina cerrada.

Lleno de bronca, se propuso encontrarla: consiguió un listado de las llamadas entrantes; identificó el teléfono de la dama; marcó el número y esperó impaciente oir su voz.

«El número solicitado no corresponde a un usuario en servicio».

—¡Noooo! ¡No puede seeeeeeer!

Abel caminaba alrededor del escritorio intentando encontrar una respuesta coherente cuando lo sorprendió el teléfono.

—Hola... ¿es Abel?

Él se apoyó sobre el escritorio y con emoción adolescente, dijo «Sí».

—Fui irrespetuosa al colgarle, pero usted entenderá, no nos conocemos...

—Por supuesto, Cecilia. Sólo me gustaría que hablemos mirándonos a los ojos.

—No sé...

—Podés elegir el lugar en el que te sientas más segura.

—Ok, ¿que le parece el bar de la plaza San Martín, a las doce?

—¡Por supuesto! Ahí estaré. Tengo un traje gris.

—Yo voy con un solero floreado.

Diez minutos antes de las doce, Abel estaba sentado, buscando un vestido floreado, o un solero, o cualquier cosa que indicara que Cecilia se acercaba. Sus ojos y su cabeza se movían en zigzag siguiendo a cada mujer que pasaba por la esquina. Ninguna era Cecilia.
A la una de la tarde, muerto de frío, volvió a la oficina. Con los codos en el escritorio sostuvo su cabeza un largo rato mientras se lamentaba haber sido tan ingenuo. El teléfono sonando lo trajo de nuevo a la realidad.

—¡Muy bonito! ¡Dejar plantada a una dama!

—¿Qué? ¡Pero si estuve esperándote más de una hora!

—Yo estuve desde antes de las doce, usted no vino. Cuando comenzó a llover, me fui.

—¿Lluvia? ¿A qué plaza fuiste?

—A la plaza San Martín, en el bar que está frente a la municipalidad.

—Pero ahi ya no funciona más la municipalidad, hace años.

—¿Cómo que no? Yo hice trámites allí.

—Bueno, como sea, ¿vamos de nuevo?

—Sí, pero más tarde porque ahora está lloviendo.

—¡Acá no llueve! Pero bueno..., quedamos para las cinco entonces.

Poco antes del horario acordado, Abel fue al bar y consultó al mozo: ninguna mujer sola estuvo al mediodía por allí. Esperó, esperó y esperó y cuando los faroles de la plaza se encendieron, totalmente frustrado, volvió a la oficina con la intención de tomar su abrigo, su portafolios y volver a su casa antes de que su mujer se preocupara por la demora.

Luego de apagar las luces y mientras cerraba la puerta con llave, escuchó el teléfono. Era ella nuevamente. Quería seguir jugando con él. ¿Qué excusa pondría ahora? Esta vez sería él quien le cortaría, después de decirle unas cuántas cosas. Entró urgente y estiró el cuerpo para atender a tiempo. Comenzó a los gritos.

—¿Y ahora qué pasó?

—¿Abel? ¿Estás bien? Estaba preocupada porque no llegabas —su mujer, sorprendida, intentaba tranquilizarlo.

—Ahhh... que bueno oírte, amor. Tuve un día terrible, ya voy para casa...

Ya en su hogar, Abel, abatido y silencioso, cenaba con la mirada perdida en algún lugar del tiempo, de las comunicaciones, de la confianza, del engaño. Su mujer le habló:

—¿Sabés? Hoy vi algo raro al mediodía, cuando iba al banco y crucé plaza San Martín.

Abel levantó la mirada y le consultó, mientras sus manos comenzaban a transpirar, qué había visto.

—¿Te acordás el edificio donde antes estaba la municipalidad? Bueno, lo abrieron nuevamente, ahí se realizan los trámites ahora. Y como nosotros necesitamos tramitar el...

Abel dejó de escuchar. Por un momento dudó sobre si estaba con su mujer o con Cecilia, si estaba hablando con Marcela o si su vida era solo una confusión de los cables del destino.

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Levantar vuelo

En el bar, los dos compinches bebían cerveza, como siempre, desde que se conocieron en la sala de espera del bulo. Roberto, mientras llenaba los vasos y sonreía pícaro, comentaba:

—¡Qué noche la de anoche!, ¿eh?

—Sí... ¡la pasé de diez! —dijo Luciano, secándose la boca con la manga y desviando la mirada, recordando el rostro de la mujer.

—¡Qué bueno! ¡Y eso que siempre comés la misma carne!

Luciano no respondió. Bebió un sorbo más y el sonido del chopp en la mesa remarcó el silencio incómodo. Roberto continuó.

—Tengo un regalo para vos —y le estiró la mano con un pasaje de ida a Misiones, que Luciano leyó pero no agarró.

—¿Qué? Pero... no quiero viajar —se atajó. Cruzó los brazos y se apoyó en la silla.

—Pero... ¿qué te ata a este lugar? ¿No será por esa «trolita»? —se acercó y bajando la voz escupió palabras con olor a alcohol—. Mirá, yo te advertí que cambiaras de mina, ¿te acordás? En el bulo se dieron cuenta. Además de las chicas que laburan también hay tipos que no duermen por la noche, observando todo. ¡Ellos cuidan su negocio y harían cualquier cosa!... ¡Ja, ja, ja! Viste que «el ojo del amo...»

—No te rías que tu gracia mete miedo. Esa gente es jodida. Menos mal que sólo a vos te confié la dirección de mi casa. Igual, ¿yo qué tengo que ver en esto?

Luciano movía las manos sin parar y había comenzado a golpetear el piso con sus zapatos. Sentía calor y bebía más rápido aún.

—Y..., yo te avisé Luciano. Te dije que esas hembras no son dulces. Que atraigan boludos como moscas no las hace dulces. ¿Cómo te vas a enganchar? Encima, justo con la Jaqui. Es fácil la ecuación: cada una de estas minas sueña con algún pajarraco que con sus garras la levante y la lleve volando desde el quilombo hacia una nueva vida. Y la Jaqui miraba el cielo justo a tiempo, esperando que cayera algún gil, y en ese momento llegaste vos, repartiendo plumas.

—Me parece que estás inventando. Las minas no serán dulces pero tampoco son así de calculadoras e interesadas. Siempre andan borrachas como cubas sin manija, sosteniéndose de los brazos de los clientes. Acá hay algo más...

Roberto lo miró fijo. Masticaba más palabras de las que pronunciaría. Luego, apoyó con fuerza los puños cerrados en la mesa y con voz firme y desafiante redondeó.

—Creéme que conozco muy bien el ambiente. Es más —aflojó el cuerpo y la voz—, de hecho la Jaqui es mi hermana.

—¡Ah, bueno! ¡Ahora sí se caen los disfraces, desnudándote de cuerpo y alma! ¿Qué más me vas a decir? ¿Y qué pasa? ¿Estás celoso?

—No entendés nada, ella trabaja para mí. Solo te digo esto: estamos en el atardecer; el aire huele a tormenta; los relámpagos caerán esta noche en tu casa. En la mesa queda el pasaje, tu único paraguas. Yo me voy..., vos pensálo y ¡hacé lo que quieras!

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