La fuerza de la hamaca

Cada vez que la noche obligaba a las madres a llevarse a sus hijos a casa yo llegaba a la plaza escurriéndome entre las sombras.

Mi único divertimento es hamacarme. Sí, sé que ya soy grande para eso, pero apenas me siento y tomo las cadenas con las manos, vuelvo a ser niño: balanceo mi cuerpo y viajo hacia delante y atrás, hacia arriba y abajo, recorriendo años y kilómetros, en ese espacio tan vasto como claustrofóbico que es el semicírculo que dibuja la hamaca.

Habitualmente cerraba los ojos y mi cuerpo navegaba como una nube o como un péndulo imitando el ritmo de la respiración. Hasta que la curiosidad me llevó a abrir los ojos y mirar el mundo que pasaba bajo mis pies. Veía, de forma cíclica, arena, tronco, copa del árbol, edificio, ventana y cielo. Así comenzó todo porque desde que vi la cara en la ventana no pude quitarla de mi cabeza. Veía el rostro en la arena, en las hojas del árbol, en el cielo y, aunque cerrara los ojos al pasar por allí, también lo veía en la ventana.

Desde entonces el rostro vive detrás de mis ojos. Es la cara de un niño de mirada curiosa, con expresión de deseo. Nos mirábamos mutuamente: yo necesitaba su demandante e inquietante presión para balancearme, y él, según mostraban sus facciones, parecía disfrutar del espectáculo.

Pero desde que aquel intruso se cruzó en el camino de nuestras miradas, todo cambió. El tipo, con una libreta en la mano, se alejó silbando por lo bajo, quizá sintiéndose culpable de haber roto la magia de la plaza, del juego de hamacas y miradas cómplices.

El rostro del niño dejó de sonreír y luego no lo vi más. Sentí que se había enojado conmigo, ¡un extraño parecer siendo que ya no lo veía!

Seguí hamacándome noche tras noche sólo invocando el recuerdo de la cara. Repasando los hechos, finalmente, entendí: ese hombre que interrumpió el sueño era de aquellos que llenan las páginas de diarios sensacionalistas con relatos fantásticos e increíbles. Su última aventura fue difundir la historia de una hamaca que se movía sola, en una plaza ubicada frente a un edificio abandonado que décadas atrás había sido un orfanato.

Hay dos cosas de las que no puedo desconfiar: mis ojos y el tiempo. Mis ojos vieron el rostro. El rostro vio la hamaca. El niño aporta el deseo y el sueño, el adulto la acción y la profesión. El tiempo como un pegamento une el pasado con el futuro llevándome por un presente que se mueve hacia delante y atrás, entre años y kilómetros. Y en cada punto del recorrido me dedico a publicar en el diario lo que veo y siento. A veces me veo como un niño curioso, a veces como un hombre esquivo, y entre esos dos extremos me balanceo cada noche en la plaza.
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