Dos fotos, muchas vidas

De golpe me encontré con una multitud. Podía reconocer la presencia y la cercanía de cada persona, pero no lograba identificar a nadie. Pude oír, de quienes estaban hacía más tiempo, que sólo se recuerdan los últimos minutos de vida, y que algunos, con el tiempo, logran recuperar más vivencias, recuerdos o sensaciones, pero nunca sentimientos. Así, entre el tumulto de almas, solo veremos los rostros de quienes hayan estado cerca nuestro justo antes de que la muerte nos trajera aquí.

Muy cerca, dos chicos conversaban animados. Estaban sorprendidos por las coincidencias de sus últimos y escasos recuerdos. Lo primero que averiguaron fue su edad, y ambos respondieron «ocho años». Buscando las razones de la familiaridad de sus rostros, siguieron indagando. Ella recordó un viaje en ómnibus con su madre cuando la sorprendió el fuego. Él estaba en el patio de su casa, también con su madre, cuando lo invadió la nube de polvo.

Detrás de mí hablaban otras personas. De ellos aprendí como eran las cosas en este extraño lugar. Ellos llamaron punto intermedio o etapa de transición a este momento o lugar de confusión y búsqueda. Sólo quienes tomaran conciencia de la razón de su muerte, y de cuanto influyó su vida en la suerte de otros, podrían abandonar ese encierro al aire libre para seguir su destino final.

Del otro lado, la niña miraba a su compañero y parecía volar. Era como si el rostro del chico la transportara en el tiempo. Unos segundos después, sin más expresión que la vista dirigida hacia abajo, como hojeando recuerdos, le contó sus últimos momentos. Dijo que un hombre con una gran mochila subió al ómnibus y gritó muchas cosas en un lenguaje que no ella no entendió. Antes de estallar sostuvo entre su mano y su pecho una foto de una mujer y un niño. Contó que esa foto fue lo último que había visto antes de que el fuego lo invadiera todo. Y le dijo que él se parecía mucho al de la foto.

«¡Cuántas coincidencias!» respondió el muchacho y apurado contó sus únicos recuerdos. Dijo que aquel día, al tiempo que su madre le recordaba el heroísmo de su padre, él miraba al cielo, buscando entre las nubes la figura de su guía. Y encontró, después del ruido de un avión, el rostro sonriente de una niña, cayendo encerrado en un huevo metálico que, después de golpear el techo de la casa, tiñó de noche la tarde. Agregó que vio en el huevo unas palabras escritas en un idioma que no supo reconocer.

—Supongo que sabes lo que decía el misil, ¿no? —el chico preguntó con auténtica curiosidad, como intentando adivinar el final de un cuento o una adivinanza.

—No lo sé, pero seguramente escribí "que mueran en paz", porque siempre lo escribía, en todos lados.

—¿Es posible eso? ¿Se puede morir en paz? —consultó el muchacho e inmediatamente la niña negó con la cabeza.

Pasaron unos momentos antes de que desaparecieran. Creo que se abrazaron. No volví a verlos pero comprendí, en su ausencia, por qué pude ver sus rostros y escuchar sus voces: con el único objetivo de sensibilizar a los lectores del diario en el que trabajaba, y con un alto bagaje de prejuicios, uní dos fotos de chicos enfrentados por la guerra. Escribí sobre las miserias humanas como quien critica una obra de teatro. No recuerdo como me fui de la vida, pero sé que tenía la foto a la vista. ¿Se habrá publicado mi artículo? ¿Habrá afectado a alguien? Hasta que no encuentre las respuestas seguiré vagando sin rumbo, sin compañía, sin destino, por este interminable pasillo de nubes con almas oscuras, culpables, pero aún inconscientes.


Como múltiples bocanadas de humo de cigarrillo víctimas de una fuerte ráfaga de viento, veo escaparse innumerable cantidad de almas. ¿Cuánto tiempo más deberé permanecer yo aquí?

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Los escapes

Rublo estaba en la cama del hospital del penal. Sabía cuál era la manera más fácil de escapar. Su cuerpo largo y dolorido yacía inmóvil; su mente iba hacia delante y atrás. Corría en un bosque sin lobos, sin perseguidores, sin trampas. Vestía el ambo celeste de los enfermos.

Rublo había llegado al hospital vendiendo ilusiones a quienes sólo estaban interesados en ganar dinero; ambiciosos siempre abundaron y eran los más fáciles de convencer. Canjeó favores por promesas que pagaría luego ya que había aceptado una oferta fabulosa, algo grande, algo real: un trabajo afuera.

Rublo corría. Pisaba ramas, insectos y el rocío de la madrugada. Sus cómplices habían comprado varias voluntades que lo ayudarían a escapar. La enfermera cambiaba el suero cuando mencionó que ese pestañeo somnoliento sólo podía ser causado por exceso de medicación o de golpes.

Rublo, agitado, esquivando árboles, recordaba las palabras: «...vas a distinguirlo rápidamente: es un gordo pelado de ojos celestes». Claro, siendo que todos los habitantes de estas islas negras eran morochos y fornidos como esclavos africanos, sería fácil reconocer al contacto.

Rublo veía oscuridad verde y marrón y sentía un bullicio lejano, como grillos en el camino. Llegó a la costa. Los pescadores se confundían con la noche y el mar excepto uno de espaldas amplias que se dio vuelta apenas Rublo pisó la arena. El pelado lo miró fijo y se inclinó hacia él; luego levantó un brazo y moviéndolo ordenó la avanzada. La palabra «traslado» sonó como un trueno mientras varias manos lo alcanzaron.

Rublo se resistía. Golpeaba a quién podía y se escurría entre varios brazos. «Acariciar la libertad y no sostenerla es peor que seguir en la cárcel», pensó. Por eso, sin temor de los daños que sufriría, siguió dando pelea. Pero fue inútil.

Rublo, sedado, oía sin comprender. Eran voces cercanas y algunos quejidos lejanos. Sintió nuevas manos en su cuerpo y pinchazos tan molestos como la luz del día en los ojos de quien quiere seguir durmiendo.

Rublo, como pudo, con esfuerzo, volvió a mirar. Descubrió que el lugar no era el mismo. Había demasiada luz y una enorme espalda blanca que al girar se hizo pecho. Vio lapiceras en el delantal, unos papeles en su mano, ojos claros y nada de pelo en la cabeza. Le escuchó decir, mientras agitaba en alto los papeles, «el traslado está listo, ahora es nuestro paciente, ya saben qué hacer».

Rublo estaba en la cama del hospital, dolorido, aturdido y confundido. Pero, por sobre todas las cosas, estaba esperanzado. Sabía que cuando pasara el efecto del sedante podría escapar y realizar el trabajo afuera, nuevamente, como tantas veces: sólo necesitaba algunos favores que pagaría luego.

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Resonancias

Me guiaron unas manos generosas que con suavidad me recostaron. El frío desapareció de mis pies y del resto del cuerpo.

Algo comenzó a moverse, no entendí si el techo o el piso. Como si fuera una frazada de plomo la sombra de una tormenta tapó mi cuerpo.

Mis ojos veían la oscuridad apenas salpicada por estrellas incandescentes. Ráfagas de color aparecían en los costados durante cortos lapsos.

Cuando ya relajado empezaba a mirar con la mente, el ruido me interrumpió. Comenzó tímidamente con unos golpes metálicos, con la cadencia de los palillos del baterista anunciando el principio de una canción. Luego vino el estruendo. Fue como una explosión pero nunca se detuvo. Era como un taladro hiriendo la pared: golpes incesantes y de frecuencia creciente.
Veía imágenes, formas y colores bien sincronizados con el tormentoso ruido.

Hasta que se detuvo y el silencio molesto inundó todo el espacio. Hubiera preferido un desvanecimiento paulatino. Pero mientras me lamentaba, golpes y una fuerte vibración martillaron sonidos nuevos en mi mente. Se sentía de fondo un motor aumentando y reduciendo la velocidad y el contacto de engranajes en desuso, como los de un ferrocarril que vuelve a funcionar después de décadas. Enseguida se sumó el traqueteo y volvió el estruendo. Era una sinfonía que recorría el cuerpo más rápido que la sangre, con más beats que el corazón, con más potencia que la creación y generando más molestia que la fiebre y su delirio.

Yo giraba la cabeza intentando esconder mi mente de la exposición sonora y solo conseguía mezclar los colores en una paleta dinámica y perversa. Pero en la negrura del cuarto pude distinguir, en algunos momentos, una ventana. Sabía que del otro lado estaría mejor y busqué la forma de cruzarla. Probé pisando las manchas rojas pero se desvanecían a medida que las contactaba, hasta que desaparecieron todas. Caí entre estrellas hasta que me sostuve de un círculo, también rojo. Mis manos fueron perdiendo el sostén y fui a parar sobre un par de rieles verdes en los cuales me deslicé a toda velocidad. El movimiento generaba vértigo, el recorrido era sinuoso, pero la ventana siempre estaba a la misma lejana distancia. Quise alcanzar una escalera, que era del mismo color de las manchas y el círculo, pero resbalé y caí en picada. Como un silbido fui perdiéndome en el agujero negro del mundo, apagando mi presencia y sintiendo cada vez más cercano el fondo de todo, donde haría contacto, donde chocaría. En la estrepitosa caída, las estrellas eran líneas, los colores flashes y el cuerpo liviano. Cuando el grito estaba por llenar mi garganta... sucedió. El ruido se detuvo. Como un globo desinflándose. Quedó en mis oídos la sensación de ausencia, la inercia. El contraste entre movimiento interno y cuerpo estático creó una maraca de plomo, la cola de un cascabel inmóvil. Luego vino la luz, que encegueció la oscuridad pintando todo de blanco, de beige y de azul. Solo quedaron las estrellas que seguía viendo esporádicamente, como si hubiera traído parte de la noche a esa mañana.

Me entregaron un papel con una fecha y, mientras aún escuchaba el quejido de la puerta cerrándose, me ayudaron a recorrer la escalera. Me aferré a la baranda roja con fuerza desesperante. Tenía miedo de caer y que la ventana ubicada en el descanso, la de marco verde, me llevara a un lugar demasiado claro para mi gusto. El ruido del golpe de la puerta al cerrarse me obligó a girar la cabeza. Leí “magnéticas” y volví la mirada adelante guardando todos los colores que mis ojos encontraban en el recorrido mientras bajaba un nuevo escalón hacia la ventana.

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