Malas noticias

Nunca me gustó recorrer esa avenida: interminable, con una pendiente pronunciada que obligaba a sostener todo el tiempo el carro; solitaria, rara vez en la noche había alguien más transitándola. Pero era era donde más papeles conseguía.

Retiraba diarios, revistas y cartones de los cestos de basura, como siempre, cuando me llamó la atención un periódico apoyado en el cordón de la vereda, doblado en tres, como recién comprado. Parecía llamarme. Lo tomé y lo vi prolijo, como si aún no hubiera sido leído. Lo desdoblé y comencé a hojearlo. Por supuesto que no leía todo lo que encontraba, pero ese diario, al ser nuevo, fue como un regalo para mí. Y festejaría leyéndolo.

Sostenía el carro con la mano izquierda y el diario con la derecha. Las noticias eran las habituales. Leía pronunciando internamente las palabras, aunque parecía como si otra voz me lo estuviera recitando. Cuando, vencido por el cansancio de mantener la mano en el aire, intercambié los brazos, sentí un pequeño dolor. Noté como los dedos en los que apoyaba el diario estaban manchados. De cerca pude ver una fila de letras que como hormigas avanzaban desde la punta de los dedos hacia la mano. Seguí leyendo y al rato todo mi brazo estaba lleno de letras y algunos dibujos. Lo froté para quitar la mancha pero fue imposible; la tinta estaba en la piel. Seguí enterándome de las novedades, ya sin leer el diario: las bolsas del mundo habían bajado, se agudizaba la pelea por la punta del campeonato, la oposición lanzó una dura crítica al gobierno, comenzaron los experimentos con impresión de tinta orgánica, géminis y tauro se favorecieron por la posición de los planetas.

Sentí cosquillas en el cuerpo. No pude continuar con el recorrido. En ese momento vi que mi pecho estaba lleno de noticias y lo mismo encontré en cada parte de mi cuerpo que examiné. El cosquilleo se transformó en un intenso dolor, que comenzó en las manos, siguió en los brazos y llegó hasta las piernas. Mi piel era un collage de titulares, copetes, fotos y textos. La combinación de asco, impotencia, dolor y desesperación me llevó a gritar enormes titulares, que se fueron apagando en subtítulos y explicando detalladamente en textos.

Una puntada en el estómago me obligó a agacharme. Sobre mis rodillas y caderas, quedé en cuclillas, doblado en tres, hasta que caí al piso, con la esperanza de que alguien me ayudara.

Poca gente pasaba por esa avenida desierta, pero al fin se acercó un cartonero. Lo llamé. Me miró con asombro y me tomó en sus manos. Con alegría empezó a husmear las noticias, las cuales recité una por una, con una voz negra, silenciosa y penetrante.

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La ausencia de las presencias

La casa de Alba estaba demasiado quieta. Tenía la tranquilidad del amanecer en los cementerios. Apenas un grillo por aquí, o un pájaro a lo lejos.

La anciana no entendía las razones. Hacía más de veinte años que los tenía como huéspedes. ¿Cómo podían desaparecer así como si nada importara? Alba se había acostumbrado tanto a ellos. Siempre los trató como si fueran parte de su familia. La convivencia era excelente: sin diálogos que dieran lugar a malas interpretaciones; solo movimientos, gestos y acciones de agradecimiento. Era gratificante levantarse a la mañana y encontrar la pava para el mate puesta al fuego. Saber que alguien estaba pendiente de abrir la puerta de la alacena justo cuando se necesitaba más azúcar. Y a su avanzada edad esas ayudas se habían vuelto imprescindibles.

Ellos solo exigían ser tenidos en cuenta. Que no los dejen en los callejones del olvido, en la calle de la ignorancia o perdidos en el más allá. Obtenían todo eso y más con Alba. Conseguían, además, afecto y valoración.

Los días se hicieron largos y grises. Como interminables nubes de una tormenta que no llegaba jamás. Alba fue enfermando y juntando rencor por la ausencia. Nunca había sufrido el abandono, así que estas eran sensaciones nuevas y difíciles de sobrellevar en épocas de vejez. Lentamente fue reduciendo sus actividades. Tosía mucho y se levantaba de la cama solo un par de veces al día. La habían abandonado y ella se estaba abandonando también.

Después de un tiempo que conviene contar en días, pero que ella vivió como noches, Alba, con una fuerza que no se sabe de donde provino, consiguió reaccionar, levantarse y pedir al médico del pueblo que la visitara. Así obtuvo atención médica y su sorpresivo diagnóstico. Tenía una incipiente tuberculosis, enfermedad que no detectada a tiempo, a su edad, hubiera sido fatal. Debería tomar una pastilla a diario, a la noche, antes de dormir, durante un mes. Comenzó ese mismo día, en el baño, luego de lavarse los dientes.

Un día, en la mitad del tratamiento, se despertó y al desperezarse notó que no había tomado la medicación en la noche anterior. Alarmada, se sentó en la cama y con sorpresa vio que en la mesa de luz reposaban un vaso de agua y la pastilla. Ingirió la medicina y se levantó más animada que de costumbre. Vivió ese día expectante, esperando encontrar una nueva señal de que su compañía había vuelto. Pero no sucedió; ella sola estuvo a cargo de las actividades de la casa y del cuidado de su salud. Con desilusión, pensó: ¿Qué tipo de amistad hemos cultivado? ¿Una que los hace desaparecer justo cuando me enfermo y los necesito?

Mientras ella vacilaba, el pasto se hacía altos yuyos en el jardín y la suciedad se asentaba en el resto de la casa.

No olvidó tomar la pastilla, cada noche, hasta finalizar el tratamiento. Para ese entonces se sentía sana y comenzó otra vez con la rutina completa que la amplia casa exigía. Como si se tratara de esos amigos o conocidos que solo aparecen cuando uno está bien, poco a poco, recuperó la ayuda externa. Sucedía como antes. La cortadora de césped se apagaba y luego ella encontraba que había levantado temperatura y el cable desenchufado evitó que se quemara. Entraba a la casa y tenía un refresco preparado y al final del día la bañadera llena. Volvió a disfrutar de la compañía, pero le llevó un largo tiempo comprender la razón por la cual en su momento se habían ido. Cuando lo hizo, se sintió más segura y agradecida que nunca. Era raro agradecer la desaparición de la ayuda, pero si no hubiera sido así el diagnóstico no habría llegado a tiempo. Entonces supo que los silencios y las ausencias dicen mucho más que las palabras y las complacencias.

Era un cachorro cuando Mariano me trajo, en una caja, a este hogar. Ese día festejaban su primer año de matrimonio. ¡Cuánto salté y cuánto ladré ese día! Recorrí la casa descubriendo cada rincón sin detenerme. Era un dúplex. En planta baja estaba la cocina y el living, y arriba la habitación y una sala que daba a la calle.

Mientras descubría mi nuevo hogar presté atención a las emociones de mis anfitriones. Cuando pasaba entre las piernas de Mariano noté que él sentía alivio. Pero aún habiendo lengüeteado las manos de Belén no pude precisar su reacción ante mi llegada. Había alegría en su cara pero decepción en sus ojos. ¿Sería porque esperaba un perro de otra raza? ¿Le preocupaba mi hiperactividad?

Luego de la bienvenida obtuve poca atención de Mariano. Pero sí de Belén. Jugábamos y nos mostrábamos afecto; ella acariciándome, yo recorriendo su rostro con mi lengua o simplemente estando a su lado cuando la veía triste.


Mi visión de la realidad cambió mucho cuando dejé de ser cachorro y pude subir las escaleras con mis propias patas. Descubrí cuánto me gustaba mirar el atardecer desde la ventana en planta alta, observando la gente y los perros pasear.

Aprendí rápido la rutina: cuando desde la ventana veía desaparecer la luz del sol volvía Mariano. Apenas sentía su olor corría escaleras abajo para recibirlo con efusividad y alegría. Aunque después de un tiempo la rutina cambió y ya no fue predecible el momento de su llegada ni oportuno el recibimiento.

Pasaron los años y todo seguía igual o peor. La casa dejó de recibír mantenimiento. Había rajaduras, humedad y musgo en las paredes y pintura saltada en las puertas. El ambiente se hizo oscuro; no había luz de sonrisas en ningún ambiente, en ningún momento.

Cuando estaba Mariano me tiraba a sus pies, aún sabiendo que él me ignoraba. Si al rato quería ir con Belén tenía que buscarla en la habitación o en el patio. Por suerte aún tenía energía para desplazarme con agilidad por la casa.

A veces bajaba las escaleras con la cola baja para dormir en planta baja porque en el dormitorio había gritos: ya había comprobado que mis ladridos no eran bien recibidos en esas circunstancias. Yo les ladraba para que se calmen, para que conversen, pero ellos me echaban.

Luego, al llegar mi vejez, cuando bajar y subir las escaleras se hizo un esfuerzo enorme, tuve suerte porque las visitas de Mariano se hicieron esporádicas. Belén estaba todo el tiempo conmigo, aunque ya no era cariñosa como al principio. Me miraba con los mismos ojos que a Mariano. A veces me hablaba de él. O como si yo fuera él. O como si yo fuera un niño. Ella se encargaba de subirme la comida y el agua hasta aquí, al lado de la ventana, donde pasaba mis días imaginando la vida de la gente que caminaba por la calle: seguramente mejor que mi vida de perro y mejor que la de los dueños de este hogar. Los miraba a través del aire que, cual reja carcelera, a tres metros del suelo, me separaba de una vida diferente.

Aquel día estaba tan absorto en esa contemplación que no presté atención a los ruidos. Cuando me di cuenta la casa estaba casi vacía y el camión de mudanzas lleno. Revisé la planta baja, volví a la ventana y ladré. Ladré fuerte y seguido, mientras saltaba de un lado a otro. El camión se fue achicando a lo lejos, como el sol del atardecer. Seguí ladrando sin pausa, quería llamar la atención de Mariano para avisarle que algo le sucedía a Belén. Ella estaba durmiendo en la cocina, desde donde venía un fuerte olor, como el que sentíamos cuando preparaba asado al horno. Luego de que el camión desapareció y cuando la cocina parecía subir como una nube, fui a despertar a Belén con cientos de lengüetazos, miles de ladridos y con mis patas en su pecho. Finalmente comenzó a toser y salimos de la casa que, en pocos minutos, luego de la explosión, perdió su humedad característica.

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