Se acabaron los cobardes

Como todas las tardes, estaba con los gomías en el bar. El gaita nos sirvió vino y hablamos de lo de siempre. Yo no me apiolé que Ramón, el lungo, estaba en otra mesa. Por eso entré a ventilar de la Matilde a calzón quitao. Y bué, me fui de jeta. Dije que él era un gallo de riña y ella ponedora de críos, que ya tienen como nueve gurises, y solo un par son suyos. Que a él ni le importa porque anda en el guapeo político. Ahí todos callaron. Y como una sombra apareció atrás mío el Ramón, con los brazos cruzados y espiándome fijo desde arriba.

—¿Ah si que só compadrito vó? De la bruja sólo hablo yo, de los gurises también. Tomá un trago más y vení al campito que lo arreglamo bien.

¿Un trago? ¡me bajé todo el vaso de un sorbo! Me metí en camisa de once varas por bocón. Mi único berretín era no parecer cagón ante los demás, pero por dentro se me revolvía todo. El último al que vi fue el gaita, decía que no con su cabeza y su boina.

Mientras caminaba tras el que tenía fama de haberse diligenciado varios matones, mi mano toda transpirada iba tomando el cuchillo. Ramón ni se daba vuelta a mirarme. Pensé en atacarlo ahí mismo y cuando las piernas me temblaron me di cuenta que estaba chiflado si me la cría tan fácil. Pero algo tenía que hacer. ¡Quería ser yo quien vuelva al bar!

Y así lo hice. Más tarde, cuando la noche se hizo fría, volví al boliche. Me recibieron como si nada y esperaban que entre el lungo. Pero cuando confirmaron que venía "solo" me palmearon, me invitaron tragos y se sentaron en rededor mío, todos lujos a los que sólo los guapos están acostumbrados. No podían creer que el Ramón estaba muerto. “Quedó pa juntar moscas en el campito”, les dije, orgulloso.

Pero no pude mantener el chamullo por mucho tiempo. Para seguir siendo honesto tuve que contar la verdá de la milanesa: yendo para la plaza, al pasar por la garita donde siempre se escuchan las comunicaciones, le hice seña al yuta, que se la tenía jurada al lungo. “Si le ofrezco un trato me salvo” pensé, y le hice un gesto que entendió, porque se vino atrás mío, medio escondido.

En el campito, Ramón, cansado ya de caminar, paró y sacó el cuchillo. Así que manotié el mío y lo levanté. Estábamos enfrentados con el filo brillando en alto cuando el Ramón empezó a bajarlo. Puso cara de julepe y ahí se escuchó como un trueno. Yo no sabía si me habían matado a mí o a los dos, pero el lungo cayó al piso; yo guardé mi cuchillo y el yuta quedó echando humo.

Fue terminar de contarlo y me dejaron solo. Ahora tengo frío y ni siquiera un vaso de soda en la mesa.

¿Quién haría una cosa así?

El lugar parecía una casa como cualquier otra. Me recibió una mujer vestida de enfermera. Esperé hasta que me avisó, estirando su brazo y apuntando con el dedo índice al final del pasillo, que el "Pai" estaba listo para recibirme. El aire se hacía cada vez más espeso, el olor a incienso era muy fuerte y cuando llegué al final del corredor me encontré con el brujo, sentado tras una mesa y casi oculto entre tinieblas de humo de diversos colores. Me invitó a sentarme con un gesto.

Quise contarle mis problemas pero me pidió que sólo mirara el oráculo. Era una bola traslúcida girando en una fuente de agua ubicada en el centro de la mesa. Ahí se reflejaban las luces de colores. Él también miraba con mucha atención.

Sobre una música llena de tambores y gritos en un idioma desconocido para mí, y con gran asombro, escuché su relato de mi vida. Nunca despegó la mirada del cristal y, con voz suave y siempre en el mismo tono, me dijo:

—Tienes dos hijos. Estás separada hace doce años. Siempre has tenido discusiones con tu ex marido, Rogelio. Además te sientes mal contigo misma por los cambios propios de la edad. Aún no te repones de la muerte de tu padre. Tu familia no te acompaña; te sientes sola.

No podía creer el nivel de certeza de sus palabras. Los hechos, las fechas, las sensaciones y sentimientos. Había acertado en todo.

—Sin embargo, estás aquí por problemas económicos. Tienes un comercio minorista y no está yéndote bien. Aunque invertiste dinero en mejorarlo, los ingresos no acompañan. Y creo que ése es el problema.

—¿Cuál es el problema? —consulté, un poco confundida.

—Alguien hizo un trabajo para trabar tu progreso. Y lo hizo sobre la herencia de tu padre, la misma que estás usando poco a poco; para el negocio, para tu casa, para los gastos cotidianos. Esa plata está maldita. No deberías seguir usándola. Nada bueno puede salir de ahí. El trabajo está hecho sobre los billetes.

—¿Quién haría una cosa así? —increpé con bronca, buscando saciar mi curiosidad.

—Cuando tengamos los billetes lo sabremos. Hay que hacer dos trabajos para revertir el maleficio; uno para limpiar el dinero que pusiste en circulación, o que ya usaste para comprar cosas, y otro trabajo para quitar la mala onda de los billetes que aún tienes. Habría que empezar por este último para evitar que siguas expandiendo la mala energía.

—¿Qué hay que hacer entonces? —estaba dispuesta a hacer lo que sea total que mi vida vuelva a su cauce.

—Rápidamente hay que traer el dinero, pasto del patio de tu casa, velas de diez centímetros blancas y verdes, papel manteca, dos rosarios y una infusión con ruda, menta, hojas de paraíso y un limón cortado al medio.

—Muy bien. Mañana estaré aquí con todo. ¿Cuánto le debo por la consulta?

—Prefiero que no me pague ahora. Ese dinero está maldito. Por favor, págueme después que hagamos la limpieza. Luego veremos como bendecir la casa y el negocio.

Aquel gesto cerró toda posibilidad de dudas. Si fuera un simple comerciante se aseguraría al menos el valor de la sesión. Esa misma tarde visité herboristería y santería para armar mi arsenal de lucha contra el gualicho de alguien. Ya averiguaría de quien se trataba.

Al día siguiente, con mucho temor por andar con todo mi dinero en la calle, fui a ver al brujo. Me hizo servir parte del té en un vaso pequeño, agregó un polvo que extrajo de un mortero, dijo unas palabras extrañas y me pidió que lo tomara a sorbos. Dibujó un óvalo de sal en el piso, detrás del escritorio, donde antes estaba su silla. En el centro colocó el papel manteca, sobre él acomodó los billetes y luego encendió las velas. El ritual del brujo incluía una rara danza, muchas palabras y rezos, con uno de los rosarios. El otro rosario estaba enrollado entre mis manos.

Cuando terminó sus oraciones pidió algo que me sorprendió: que vaya al baño y moje cada parte de mi cuerpo con el resto del té que había preparado. Seguí sus indicaciones, que incluían secarme con un paño de seda apoyándolo en la piel, sin frotar.

Al volver lo encontré sentado, con las piernas cruzadas, detrás del papel manteca y el dinero. Cuando se consumió la primera vela comenzó a envolver el dinero con el papel manteca, como si fuera un fiambre de almacén. Luego usó el rosario para atarlo y dejó caer las últimas gotas de té del vaso sobre el envoltorio. Me pidió que no abra el paquete hasta que la luna vuelva a su fase nueva.

—¿Y quién hizo el trabajo al final? ¿Fue mi ex marido?

—Se ve la mano de una mujer, de pelo oscuro, no tengo más datos. El oráculo jamás revela un nombre.

Sólo algunas cosas cambiaron a partir de ese momento. Mi ex marido trajo el dinero de la manutención del mes actual, y se puso al día con los meses anteriores. Empezó a compartir más tiempo con nuestros hijos y se hizo cargo de los gastos de educación. Por ese lado obtuve tranquilidad. Pero el resto de los problemas seguían igual. ¿Habría que esperar a la limpieza de la casa y el negocio?

Cuando se fue la luna menguante fui impaciente a deshacerme del papel y a guardar el dinero nuevamente, dejando separado lo necesario para el mes. El rosario dejó su marca en el papel quedando grabado como un sudario. Cuando quise separar el dinero comprobé el precio que pagué por crédula: solo los primeros billetes eran tales, el resto era papel de diario cortado en el mismo tamaño. Entonces recordé una de las discusiones más comunes con Rogelio; el decía que el dinero de mi padre era de ambos, y que así sería a la larga, nos separáramos o no. Y entendí porque el pai, que no veía nombres en el oráculo, conocía el nombre de mi ex marido.

Ser o no ser

El tren llegó a la estación al atardecer. Al pisar el andén el viento frío abofeteó mi rostro. Seguí la multitud hasta encontrar la salida. Tomé del bolsillo la nota con la dirección y consulté a un portero. Debía caminar quince cuadras para llegar a la casa.

Cuando decidí tomarme unos días de descanso y elegí este pueblo alejado, tranquilo y casi sin turismo, buscaba un alojamiento económico. Pero en este lugar no hay hotelería. Así que conseguí hospedaje en un "bed and breadkfast" a un precio muy económico. Si bien no me entusiasmaba la idea de compartir la casa con alguien más, no tenía opciones, y serían sólo cuatro días.

Cobijado en mi campera y con la mochila a cuestas recorrí cada una de las cuadras viendo como se apagaba el color de las casas a medida que el sol se escondía tras las montañas. Todos los frentes mostraban jardines y generalmente contaban con fachadas cuidadas. En todas había duendes de jardín o ángeles. Pero la casa de mi hospedaje era diferente. El jardín estaba descuidado, no había esfinges, las paredes tenían la pintura descascarada y se adivinaban fisuras en varios lugares. Solo esperaba que el interior no fuera reflejo de la vista externa. Golpeé la puerta dos veces con mis nudillos helados y, antes de bajar la mano, la puerta estaba chirriando y abriéndose lentamente. Una mujer mayor, de pelo blanco recogido y ropas oscuras, me miraba fijamente sin decir nada.

—Yo soy Marcelo, reservé unos días para quedarme aquí.
—Ah si, Alberto, por favor, adelante.

Ya tendré tiempo para aclarar mi nombre, quizá por su edad no escuche claramente, pensé.

La casa se veía amplia y confortable. La sala de estar albergaba un hogar a leña rodeado de sillones de estilo entre los que descansaba un perro. A un costado, la escalera llevaba al primer piso donde estaban las habitaciones. Había en el aire un aroma extraño.

—Éste será su cuarto, como siempre. Acondiciónelo para una larga estadía —encendí la luz y mi cara de asombro por la extrañez de sus palabras se hizo visible—. Seguramente le gustará tomar té antes de dormir, no va a salir con este frío, ¿no Alberto?
—¡Me llamo Marcelo!

El cuarto estaba descuidado. Un manto de polvo cubría la cama y los muebles. Acomodé mis cosas en un modesto placard que rechinaba al abrir sus puertas. A pesar que mis pies sentían frío abrí las ventanas para que ingrese aire fresco, ya que el encierro había convertido en denso y húmedo cada rincón. El té caliente sería una buena idea para ahuyentar el frío corporal mientras la habitación se ventilaba.

Mis pasos en la escalera cortaban el silencio sepulcral que sólo era interrumpido por los leños quemándose. Me senté en uno de los sillones con dudas sobre el perro, que por su tamaño asustaba, pero ni notó mi presencia. Enseguida la mujer bajó sosteniendo una bandeja con porcelana fina y los tés ya servidos, que apoyó en la mesita ratona de roble, sentándose en el sillón frente a mí.

—¿Azúcar Alberto?
—Dos, por favor. ¿No tiene muchos huéspedes habitualmente, no?
—Este es un lugar para quedarse, y no cualquiera cumple los requisitos. Además, me gusta esperar a los voluntarios con las comodidades correspondientes.

Evidentemente me estaba confundiendo con otra persona. Sólo me preocupaba que su falta de cordura no afectara el precio del hospedaje; al fin y al cabo no pensaba estar en la casa más que para dormir.

—Entonces, ¿la tarifa es de 20 dólares la noche, con desayuno?
—Si, con desayuno, almuerzo, merienda y cena incluida. Y por supuesto, con todos los rituales de siempre también —guiñó un ojo y esbozó una sonrisa cómplice que no devolví.
—Señora, voy a descansar. Viajé mucho y estoy cansado.

Me fui caminando despacio, algo intrigado, y giré la cabeza para encontrar que me miraba fijo. Me saludó agitando la mano y dijo algo como "ya empezamos entonces".

Creí que me costaría conciliar el sueño pues la habitación era fría, pero en un momento devino la pesadez, los ojos se hicieron montañas que se desvanecieron rápidamente como un alud y quedé dormido. Me desperté con los últimos rayos del sol colándose por la ventana, con la noche llegando nuevamente. Mi vista estaba nublada y sentía un fuerte dolor de cabeza. ¿Cómo es que anochecía nuevamente? ¿Cuánto dormí? ¡Ese té que tomé!

Cuando ya todo era oscuridad, con gran esfuerzo y tanteando me levanté. Caminé hacia la pared y encendí la luz. Entonces abrí completamente mis ojos. No por el golpe lumínico, sino por lo que la lámpara descubrió: alrededor de mi cama había un círculo de sal y esparcidos por la habitación, restos de velas ya consumidas. La sal estaba desparramada en partes, quizá por mis pisadas o por las de otra persona.

Corriendo bajé las escaleras, saltando escalones y generando un ruido ahogado y seco por el corto contacto de mis pies con la madera. La puerta de salida estaba cerrada con llave. Volví al living y me acerqué al perro. Lo empujé con el pié y no reaccionó. Me agaché, acaricié su lomo a contrapelo y sólo obtuve más del raro olor ambiente, que ahora comprendía: era formol, ¡el perro estaba embalsamado!

—Veo que ya recuerdas a nuestro Bobby. Es un avance, Alberto.
—¡Yo no soy...! —y me quedé sin fuerzas para terminar la frase. Todo se oscureció y sentí mi cuerpo tambaleando unos segundos. Luego, como si aterrizara, fui estabilizándome otra vez.
—¡Alberto! —la voz era suave, mostraba sorpresa y algo de emoción. Abrí los ojos y la vi: el pelo recogido como siempre, delgada, con el vestido azul que siempre guardé en mi memoria.
—¡Caty! ¡Cuánto deseaba verte! —dije, y en sólo tres pasos estuve frente a ella. La abracé con la fuerza de la juventud y ella me respondió con el beso de siempre, el que nos une cada vez que un voluntario duerme veinte horas entre sales y luces, en lo más crudo del invierno.

Alma mía

Empezó como un juego, cuando era chica. Si alguien se burlaba de mi le deseaba cosas feas; todos los niños lo hacen. Pero yo me quedaba con esa idea rondando en la cabeza y a la noche no hacía otra cosa que pensar y pensar en ello, desearlo con fuerza y pedirle al supremo que lo haga. Hasta que un pedido fue oído, y una de mis compañeras -que me hostigaba verbalmente- quedó afónica durante una semana.

Hablé del tema con mi abuela, quien me aconsejó ser cuidadosa, usar los “poderes” lo menos posible, sólo hacer el bien y no dejarme “tentar”. Lo que más me tranquilizó -porque este descubrimiento me llenó tanto de entusiasmo como de miedo- fue que se ofreció a ser mi guía, admitiendo que ella también tenía “capacidades especiales”. Pero no sucedió, falleció al mes siguiente dejándome sola, ya que mi madre murió cuando yo tenía cuatro años.

Intenté olvidar el tema pero no podía. Además, empezó a funcionar de forma inconsciente. Como en la famosa frase “ten cuidado con lo que deseas porque puede hacerse realidad” debía revisar mucho cada pensamiento o deseo. Pero en la adolescencia no pude controlarme más. Logré popularidad entre mis compañeras, y pude salir con los chicos más lindos del colegio. Claro que esto a su vez trajo problemas, muchas chicas me envidiaban y empezaban a hablar a mis espaldas. Y yo no podía evitar castigarlas en mi pensamiento, que luego se transformaba en escarmiento real.

Todo funcionaba perfecto hasta que comencé a salir con Santiago y su ex novia, Dalila, se enojó. Y a partir de ahí no pude seguir con mis poderes. Además empecé a tener problemas de salud y malestar anímico, y la gente empezó a alejarse de mí. En menos de un mes mi vida se había hundido en la soledad y la depresión. Y Santiago volvió con ella.

Entonces empecé a investigar la hechicería. No pude recuperar mis capacidades originales, aunque conseguí herramientas más poderosas. Pero claro, para obtener más poder no podía trabajar yo sola. Así fue que, amparada en la oscuridad de la noche, dentro de un círculo de sal y velas rojas, comencé a pedir ayuda a diferentes entidades. Conseguí mejores resultados, pero cada vez el esfuerzo era mayor y debía favores a más y más entidades.

Ya en la facultad recuperé a Santiago y nos enamoramos. Estuvimos más de un año juntos y con gran entusiasmo decidimos irnos a vivir juntos. Diariamente buscábamos un lugar para construir nuestro nidito de amor. Hasta que se enteró Dalila y la situación se complicó nuevamente. Esa vez sus métodos fueron diferentes; buscó pleito conmigo todo el día, a la salida me provocó y terminamos discutiendo fuerte. Luego me tomó del pelo y al mismo tiempo me empujó al piso. Desde el suelo la vi con un mechón de mi cabellera en sus manos y esa sonrisa igual de irónica como de falsa, que dibujaba automáticamente cuando hacía una maldad.

Aquella noche en casa, llena de furia y con miedo por lo que Dalila fuera a hacer, invoqué a los espíritus. Y no tuve respuesta. Lo intenté varias veces sin resultados. Angustiada decidí pasar al siguiente nivel, contactar entidades más elevadas, algo que era peligroso, pero también mi única opción. Quién me respondió no quiso revelar su nombre y me llenó de preguntas, como quién era yo, por qué hacía invocaciones, a quienes había pedido ayuda y, con voz más grave, firme y amenazadora, consultó si había devuelto favores a cada una de las entidades.

Sin embargo rara vez mantenía un diálogo así con una entidad. Normalmente pedía fuerzas, colaboración para determinadas tareas, pero nunca una entidad me habló del “precio” de esa ayuda.

La voz oscura me dijo que el precio era “trece”. ¿Trece qué? le pregunté. Y la respuesta me dejó helada:

-Trece almas; la tuya y doce más.

Mientras en mi mente retumbaban esas palabras, recordé que había leído -aunque no en profundidad porque no era mi intención llegar a esos límites- que entregar el alma a una entidad implicaba perder la voluntad de acción. A partir de ese momento todo sería gobernado por alguien en el más allá. Y que con el tiempo, y reclutando almas de otras personas, se recuperaba la voluntad y se conservaban los poderes. La forma más común de conseguir almas era con la uija o el juego de la copa, estando la entidad presente.

—¡Tienes que decidir ahora! —me gritó soplando con el viento. Yo no sabía qué hacer.

Era difícil negarse porque no se puede cerrar una puerta abierta hacia los espíritus. Con esto ellos presionan muchísimo, nos empujan y encierran en una única decisión. ¡Pero yo quería seguir siendo yo! ¡Quería ser dueña de mi vida! Ahora, recién ahora entiendo cuanta razón tenía mi abuela con su advertencia.

—Espero que aceptes y no seas ingenua, como tu madre —su aliento quemaba mis pocos recuerdos infantiles. ¿Acaso mi madre pasó por la misma situación? ¿Será por eso que murió tan joven?

Tengo que tomar la decisión más importante de mi vida: aceptar la ayuda del ser superior y conseguir doce almas más, o resignarme a vivir atormentada por él y por Dalila u otras personas que noten mi debilidad. Mientras pienso, en el espejo veo, cada vez que la velas que cortan la oscuridad de mi cuarto se reencienden, un rostro diferente. Primero a mi madre, luego mi abuela, después a Santiago ¡y hasta a Dalila! Y lo único que puedo decir en voz alta es ¡voy a vencerte Dalila!

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