Fraternidad

A través de su rostro, lleno de marcas del tiempo, se veía la estación de trenes. Sus ojos guardaban el frío de varios inviernos. La mirada deambulaba perdida en algún lugar lejano del recorrido de las vías. Siempre estaba cobijado bajo una manta que en forma de carpa lo protegía del invierno actual.

Los pasajeros lo ignoraban, como si fuera parte de un paisaje detestable al que se acostumbraban con desgano, como si fuera una mancha más de humedad en la deteriorada estación. Él tampoco quería ver a la gente porque veía en cada uno de ellos el reflejo de lo que no pudo ser. Si eventualmente los miraba, si se dejaba llevar por la primavera de sus vidas, terminaba derramando lágrimas que nadie veía, que corrían por surcos bien marcados en su cara y que caían al vacío que era su hogar.

Sólo se alegraba cuando venía un tren, porque con cada formación volvían los recuerdos de su época de trabajador ferroviario. Y más aún cuando estaba junto a su ex compañero.

Su amigo le ofrecía una mirada cómplice y le hablaba sin pronunciar palabras, en un lenguaje que los años saben resumir en señas. Se sentaba a su lado y con gestos y movimientos recordaban su trabajo en el ferrocarril; cuando se inauguró, cuando se expandió y como cambió el pueblo con su crecimiento.

A lo lejos se escuchó el tren cabalgar sobre las vías y los durmientes de quebracho. Llegaría en algunos segundos. Entonces su compinche, recién llegado, levantó las cejas e inclinó la cabeza hacia un costado. Acto seguido, con parsimonia, fueron cada uno a su puesto. Uno fue a la obsoleta palanca de cambios de vías y el otro se detuvo, los brazos en alto, al costado de las vías para tomar la posta, mientras el tren, apresurado, llegaba a la estación.

Después que el malón bajó al andén, el convoy se fue tan rápido como vino. Los dos ancianos volvieron a su lugar de reposo, con una sonrisa de satisfacción en los labios. El visitante antes de irse indicó, moviendo un dedo índice alrededor del otro, que la próxima vez intercambiarían roles. Se fue caminando por la vía. El próximo tren llegaría al día siguiente.

El hombre se sentó y apoyó su mirada en el horizonte lleno de piedras, madera y acero. Volvió a guardar el frío del invierno en su manta, esperando paciente que el calor de los motores a gasoil le de una nueva oportunidad de jugar a estar vivo y salvarse mutuamente con su amigo, cambiando oportunamente la vía por donde irá el tren.

El primero

Siempre sueño con la primera cereza del verano; disfrutándola, deshaciéndola en mis labios, y con todos sabiendo que yo inauguré la temporada. Es importante ser el primero, ¿acaso alguien recuerda al segundo de una carrera? ¿alguien sabe el nombre de la segunda persona que pisó la luna? Sólo los primeros trascienden.

Yo fui el primero en graduarme con honores. Fui el primero en crear una empresa de servicios de seguros y llevarla al tope de ventas. El primero en implementar trabajo en equipo diciendo personalmente a cada empleado, “El lema es que cada uno haga su trabajo y valore el de los demás”.

Por eso, cuando en el cóctel de corredores de seguro, entró esa mujer tan bella que acaparó la vista de todos, no dudé en ser el primero en acercarme. Y luego de una animada charla nos fuimos de la fiesta, ante la mirada envidiosa de los demás.

Fuimos a un hotel y luego de servir unos tragos, empezó a bailar. Se me acercó meciendo rítmicamente la melena y la falda, mientras tambaleaba dos copas de whisky en sus manos.

Quise ser el primero en desvestirme, pero apenas atiné a quitarme la corbata ella se había desnudado; lo hizo en un santiamén, dejándome atónito, ¡era perfecta! Mientras continuaba quitándome la ropa ella retrocedía contoneándose sensualmente. Ni el whisky helado logró apagar el fuego que ella había encendido. Finalmente cayó sobre la cama y me esperó con las piernas separadas. Cuando estuve a punto de apoyar mi cuerpo sobre el suyo repentinamente se apartó, tapó su cuerpo con las piernas, y con voz suave me dijo:

-Antes de empezar necesito saber si quieres ser el primero.
-¡Siempre soy el primero! -respondí, apurado por dejar los trámites y pasar a la acción. Aunque luego sentí curiosidad- ¿el primero en qué?
-El primero en pagar.
-¡Por supuesto! Yo pago siempre.

Con mi respuesta volvió su sonrisa y por fin comenzamos a disfrutar de nuestros cuerpos. Mientras lo hacíamos, ella me hablaba. Recuerdo poco; me contaba de su madre, que falleció en la pobreza por culpa de un dinero que nunca llegó, y otras cosas más.

Al terminar me pidió volver al cóctel, pero quería ir a pié. Mientras caminábamos me felicitó por estar dispuesto a pagar mis errores. Ante mi asombro detuvo su marcha y se paró delante mío. Su mirada era una eterna reprimenda y, gritando, me recordó que fue mi empresa la que no pagó el seguro a su madre. Preocupado, quise conciliar:

-Lo siento mucho, ¿que puedo hacer para...?
-Nada. ¡Ya lo hiciste! Aceptaste ser el primero en pagar.

Dio pasos rápidos y cuando quise alcanzarla un fuerte dolor en el estómago me obligó a agacharme. Sentí nauseas y mucho dolor. Sonriendo me dijo “besa y consuela a mi madre; dile que ya la vengué del primero, ahora faltan los otros dos cómplices”.

Retorciéndome de dolor la veo yéndose a buscar su próxima víctima. Deja atrás un corredor de seguros en la calle, muriendo. Sólo cuento con la certeza, pero no el consuelo, de ser el primero.

La casa de cristal

A mil kilómetros de la ciudad, en el medio de un lago ubicado en lo alto de las montañas se emplazaba la casa. Tenía tres plantas y solo el último piso sobresalia a la superficie. Fabricada íntegramente en cristal y acrílico permitía ver a través de todas sus paredes. También los muebles eran transparentes. Allí vivía sólo una persona, María Luz. Era la participante del reality show “La casa de cristal”. ¿El desafío? Vivir en soledad cien días sin otra cosa para ver más que el agua alrededor, sabiendo que hay cámaras en cada pared y que todo es transmitido en vivo por televisión e internet.

Las cámaras eran controladas remotamente, desde el canal de emisión, en la ciudad. A diferencia de otros realitys, no había diálogo entre la participante y la producción del programa: sólo un televisor que mostraba mensajes, los micrófonos y cámaras.

El programa era un éxito. Miles de personas seguían de cerca el espectáculo; la luz artificial rebotando en la noche y mezclándose con los colores de la televisión, la ruptura del sol en múltiples arco iris al amanecer, la rutina y los sobresaltos a los que se enfrentaba María Luz, así como el morbo de verla duchándose tras un cristal apenas empañado.

Con el éxito vinieron los detractores. Cientos de críticas atacaron al programa; sobre el sufrimiento del encierro y la vida en soledad; sobre posibles fallas estructurales en la construcción de la casa; y sobre la acentuada promoción de exhibicionismo físico. Aún así el programa marchaba sobre ruedas.

Sin embargo el peligro real no eran las críticas, sino la casa misma. Todo comenzó cuando María Luz encontró una gotera. Inicialmente lo solucionó con un recipiente cuyo contenido luego vertía en el desagüe del baño. Pero la cantidad de goteras aumentó y la convivencia con el agua se hizo permanente. Ella se quejó de la situación aunque desde el televisor le advertían que no había riesgos.

Pero cuando el espectáculo estaba en su punto máximo el problema se agravó: con la llegada de la primavera, vino también el deshielo, que aumentó considerablemente el nivel de agua del lago. El piso que se encontraba sobre la superficie no estaba preparado para soportar la presión del agua, y parte de una de las paredes cedió. La ya acostumbrada humedad de las goteras se transformó en manantiales de agua fría que recorrían cada piso hasta estancarse en la planta baja. La imagen era espectacular y bella: era difícil descubrir donde había agua ingresando, donde muebles acrílicos mojados y donde sólo se veía la profundidad del lago a través de las paredes. Cada tanto aparecía un reflejo de luz de cámara que empezaba en rojo y se desvirtuaba en diferentes tonos de naranja. Pero era tanto de bella como de trágica: la casa se iba llenando de agua como un reloj de arena mortal, mientras María Luz dormía plácidamente.

Todo el mundo seguía las imágenes esperando el ansiado momento: el agua llegando a la superficie de la cama. Mientras la producción del programa enviaba un avión a las montañas para resolver el problema, el agua inundaba el colchón.

Durante los primeros días en la casa la participante se acostumbró a despertarse y ver agua alrededor a través de las paredes. Después, humedad constante. Pero en ese momento, cuando se acurrucó y en cuclillas sobre la almohada, vio que el agua llegaba al nivel de la cama y a su cuerpo, gritó. Fue un grito profundo, desesperado, que se repitió al darse cuenta que el agua venía desde arriba, y que el nivel subía rápidamente.

Todos apretaban los puños esperando que María Luz salga de la cama y suba al piso siguiente. Y pronto se sintieron los chirridos al levantar un pié y volver a meterlo en el agua. La sorpresa fue enorme: el líquido bajaba por la escalera. Con gran esfuerzo, peleando contra la potencia del agua, los resbalosos escalones de plástico mojado, y después de caerse dos veces, llegó al primer piso, mojada por completo.

Los noticieros, consultando especialistas, especulaban la cantidad de tiempo faltante hasta que la casa se llenara de agua.

Un plano lejano mostraba a la chica agarrándose la cabeza. Fue cuando vio que el último piso ya estaba lleno de agua. No solo los noticieros se silenciaron. La gente en los hogares quedó boquiabierta. No había salida.

Detuvo su histeria momentáneamente, como un maratonista frena su marcha para tomar aire antes de continuar. Se quedó mirando el televisor, el mismo que aseguró lo inofensivo de las goteras y sintió furia. Era, junto a las cámaras y micrófonos, su único medio de comunicación con el exterior. Temblando de frío, de bronca y de miedo, tomó el aparato y con esfuerzo lo levantó. Aumentó la fuerza hasta desenchufarlo y corrió chapoteando hasta arrojarlo sobre una de las paredes. En pocos segundos la pecera se llenó de agua y luego, en un instante, la casa se desvaneció. Las cámaras inalámbricas al estar encerradas en cubos herméticos siguieron transmitiendo: solo se veía caos, imágenes confusas, aguas tumultuosas, a veces calmas y también partes de muebles apenas identificables entre los reflejos del sol que empezaba a asomar detrás de las montañas.


Pero de María Luz no se sabía nada. Hasta que pasó casi una hora de videos grises y traslúcidos y las aguas calmaron sus nervios. Entonces, una de las cámaras, trabada con un mueble, mostró a la valiente participante, como prolongando su sueño interrumpido, boca arriba, con su ropa de cama, asomando parte de su rostro en la superficie pero sin despertarse por los rayos del sol. Lucía en su mano derecha un reloj especial, el que indicaba los días y horas de estadía que le quedaban en la casa para ganar el juego. Al llegar el avión desde el aire vieron su rostro, y el mundo entero observó el féretro de agua donde María Luz reposó en su última despedida, hasta ganar el juego.

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