Metamorfosis

Era viernes y la reunión comenzó puntualmente, a las diez de la noche. El objetivo lo conocían todos y fueron exponiendo, uno a uno, sus motivos.

-Vivir siendo el menor de siete hermanos ya es bastante difícil, pero lo realmente complicado es soportar las supersticiones de que a medianoche nos convertimos en lobos y deambulamos atacando humanos en el monte. Así nos discriminan y nos culpan de cuanto problema de origen desconocido suceda en la noche.

-Sí, y si bien que el presidente sea nuestro padrino nos da un montón de ventajas se termina convirtiendo en la carta de presentación de nuestra condición. Es una mochila pesada que legaliza la leyenda.

-Lo peor es que la creencia dice que al salir como lobizones nos alimentamos de excrementos ¡Imperdonable! Y es común ver como pretenden confirmar, cada vez que tenemos un simple problema estomacal, su injuriosa teoría.

-Nunca me gustó ir a bailar, pero cuando fui adolescente me sentí obligado a salir varios viernes solo para demostrar mi condición humana. ¿Por qué no podemos decidir y actuar como cualquier persona?

-Además estamos sobrepasando los límites. ¿Sabían que aumentó la venta de balas de plata? Y las iglesias no dudan en bendecirlas.

Luego de varias intervenciones similares, y como se estaba acabando el tiempo, fueron definiendo los pasos a seguir.

-Entonces armaremos un petitorio para derogar el decreto 848/1973 que establece el padrinazgo presidencial de los séptimos hijos varones. Por falta de tiempo dejaremos pendiente para más adelante los reclamos a la iglesia y algunos músicos que se esfuerzan en avivar en la gente el fuego de este mito infame. ¡Queremos desarrollar nuestras actividades de forma anónima!

Pasada la medianoche los participantes se fueron retirando apurados. Bajo la tenue iluminación de la luna llena se veían sus negras figuras alejándose y, solo de a momentos, quizá por la alegría de materializar sus reclamos, se los oía aullar.

La herradura

Sosteniendo la herradura, Ramón fue golpeando con el martillo hasta insertar el clavo en la madera. Quedó sujeta al tirante del frente de la casa, arriba de la puerta. Tomó un nuevo clavo y repitió el golpeteo.

Atraído por los ruidos como los insectos a la luz, llegó Oscarcito, corriendo y saltando, al tiempo que jugaba carreras con Charly, quien imitaba los martillazos con ladridos. El pequeño miraba la tarea de su padre y por unos segundos intentó adivinar sus razones, pero finalmente consultó:

-Papá, ¿para qué ponés ahí una herradura?
-Es para que no entre el diablo en la casa, hijo.
-¿Pero si la puerta igual puede abrirse?

Ramón sonrió y comprendió que tendría que narrar la historia, o la lógica inocente de su hijo no lo dejaría continuar. Dejó el martillo, se agachó, y contó:

-Hace mucho tiempo, como mil años atrás, en un castillo vivía un cura que se dedicaba a trabajar con metales. Era una persona muy buena y ayudaba siempre a quien lo necesitaba. Se llamaba Dunstan. Una vez fue a su castillo un hombre pidiendo ayuda porque a su caballo le faltaba una herradura y así no podía andar. El cura enseguida tomó una herradura, martillo y clavos y se arrodilló para tomar la pata del animal. En ese momento vio que el hombre en lugar de pies tenía pezuñas. Entonces se dio cuenta que en realidad era el diablo disfrazado, que quería engañarlo. Rápidamente clavó la herradura ¡pero en la pezuña del diablo!

Oscarcito cambió su rostro de preocupación y esbozó una sonrisa pícara, traviesa, y enseguida preguntó: -¿Y después?

-El diablo gritaba de dolor y terminó pidiendo a Dunstan que por favor le quite la herradura de su pie. El cura, antes de sacarla, le hizo prometer que jamás entraría a una casa que tuviera una herradura en la entrada. Y dicen que hasta ahora el diablo cumplió con la promesa.

-¡Qué bueno Pá! ¿Puedo ayudarte?

-No hijo, esto es muy alto. Pero ¿podrías guardarme la caja de herramientas?

El niño tomó la caja y con algo de esfuerzo, el cuerpo hacia un costado, entró en la casa. Ramón se quedo viéndolo y en sus ojos se mezclaban las imágenes de su propia infancia, y su misma curiosidad por las leyendas, que incorporaba como una esponja, y que fue poniendo en práctica cada vez que llegaba el momento.

Cuando Ramón llenó de clavos todos los agujeros de la herradura ingresó a la casa y no encontró a Oscarcito. Fue a la cocina y desde allí vio, a través de la ventana, a su hijo caminando, con una sonrisa de oreja a oreja, martillo en mano, mientras el sol hacia brillar una herradura débilmente amarrada al techo a dos aguas de la cucha de Charly. Ramón sintió un nudo en su garganta, que no permitía salir de su pecho el enorme orgullo que sentía por su hijo, y que explotaría tan solo unos segundos después, en un gran abrazo, al que seguramente se uniría Charly.

La caja negra

-¡Es muy pesada la caja! ¿Qué tiene dentro?
-Tiene una hermosa joya, cubierta de cristal. Así que, por favor, con mucho cuidado que al menor golpe se puede romper. Recuerda: Parque Industrial Norte, torre 4, piso 29, entregarlo al señor Domínguez.

Para evitar que el movimiento natural de la moto en la calle afecte al cofre lo colocó en una mochila que ubicó delante de su cuerpo, llevando la joya cerca de su corazón, que latía fuerte por la responsabilidad que había asumido.

A ritmo lento le tomó casi una hora llegar a destino. Al entrar al parque industrial se quedó vislumbrando las torres unos instantes: eran como bestias imponentes que iban comiendo y escupiendo la gente que pasaba por la entrada de cada edificio.

Ingresó a la torre 4 detrás de una mujer muy atractiva, quizá una secretaria o recepcionista, que él observaba disimuladamente al mirar hacia delante. Hasta los dos policías que custodiaban la entrada la siguieron con la mirada. Luego los oficiales, observándose mutuamente, dibujaron en su rostro un gesto de babosa complicidad. Por eso pudo ingresar tras ella sin perder tiempo en controles.

Tan solo catorce segundos después de haber subido al ascensor estaba en el piso 29. Y luego de esperar unos minutos lo recibió una secretaria. Era la mujer había que caminado delante suyo; ahora desplegando su belleza y elegancia con mayor soltura. Fue ella quién recibió el cofre que tenía una cruz tallada en la tapa. Se despidieron con cordialidad, aunque él hubiera preferido algo más cercano; un beso, un gesto de esperanza para una posible relación.

Salió de la torre y caminó por el parque de entrada con mucha tranquilidad por haber cumplido su trabajo. Se quedó pensando en la suerte de quienes trabajan con mujeres tan hermosas cuando de repente sintió un soplo de aire, un estruendo lejano que fue creciendo como una bola, un quejido en el aire y en la tierra, desde sus entrañas, desde la ciudad misma. Giró su cabeza y confirmó lo que el calor anunciaba: la torre estaba en llamas.

Tras unos segundos de confusión y al ver la gente gritando desesperada comenzó a correr hacia el edificio. Solo se detuvo cuando el ruido de vidrios rotos salpicó de cristal y luego de sangre los alrededores. Siguió corriendo y observó en el hall personas tiradas en el piso, intentando alcanzar la salida. Saltando sobre el fuego entró a la recepción y tomó de los brazos a una persona que arrastró hacia fuera. El crepitar del fuego, las explosiones y los gritos se acallaron un instante y él escuchó un maullido. Giró y vio un gato negro, con el lomo en alto, caminar lentamente y reflejar, en sus ojos rojos, la torre en llamas. En ese momento comprendió cual fue su papel en la dramática historia: él llevó a la torre la supuesta joya, tan pesada y misteriosa. Se levantó y corrió nuevamente hacia el edificio en ruinas.

La frialdad de la roca

No era esta la imagen que quería captar. Era en Febrero y por primera vez habíamos ido juntos de vacaciones. Estábamos asombrados; decenas de saltos de agua teñían nuestros ojos de blanca espuma; llenaban nuestros oídos de un murmullo suave, como una respiración, como un jadeo; inundaban nuestra piel con la bruma que como brazos de la cascada nos arrullaba tiernamente.
Entiendo que hayas pensado que era el marco ideal, aunque quizá no era el momento justo. ¿Qué mejor que la naturaleza alrededor para la propuesta? Los colibríes bailaban indecisos una música más rápida que la del medio ambiente, orquestada por grillos, búhos, tucanes y cigarras.

Nuestros rostros brillaban por la emoción, por el sol que castigaba y por la humedad que compensaba.

Habíamos llegado al puente que, pasando sobre el río, llevaba a la Isla San Martín; una enorme roca casi sin fauna ni vegetación y cuyo único atractivo era la vista panorámica que, desde la cima, permitía identificar los ríos, lagos y cascadas en un multicolor mapa viviente.
Así que decidiste hablarme ahí, antes de cruzar, antes de alejarnos de la naturaleza colorida, vívida.

Recuerdo que tomaste mis manos, me miraste a los ojos y comenzaste a hablar, mientras una sonrisa nerviosa se te mezclaba con las palabras de vez en cuando. Con los ojos a punto de desbordarse hiciste la propuesta. Yo no podía decir nada. Los segundos pasaron lentos y sinuosos, como una hoja seca apenas arrastrada por la brisa otoñal. Tuve que quitar mi mirada de tus ojos y sentí como tus manos dejaban de sostener las mías. Siempre supuse que lo entenderías, pero cuando tus ojos se mimetizaron con las cascadas arrojando su frío caudal de lágrimas, te diste vuelta. Creí que para secarte el rostro, pero empezaste a caminar. Sabía que apenas ingresaras al puente girarías y con una sonrisa me llamarías para que continuáramos el recorrido juntos. Por eso quise guardar el momento. Tomé la cámara y comencé a fotografiar para inmortalizar tu mirada de comprensión, tu sonrisa de esperanza. Como bien sabés, no sucedió. Nunca giraste. Te fuiste sin mirar atrás.

Yo quería captar otra imagen. Esto es lo único que me permitiste. Por eso te la envío, para que seas vos mismo quien te ve yéndote.


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