De timbres y palomas

¡Había llegado el día de conocer a Cami08! Tres meses de conversaciones en Internet y finalmente nos veríamos los rostros. Aunque no habíamos compartido videochat ni intercambiado fotografías nos conocíamos muy bien.

Varias veces ensayamos el encuentro en nuestras sesiones de chat. Como nuestra atracción era muy física imaginábamos que su carpeta caería al piso en el primer abrazo y que, sin decir nada, mezclaríamos nuestros cuerpos rodando en el piso.

A ella siempre le interesaron los temas misteriosos, a mí la forestación. Ella quería reconectar su energía espiritual y sexual relacionándose conmigo. Yo prometí remover de su cuerpo las impurezas del pasado, trabajar la tierra y permitir que los árboles crezcan en un bosque de felicidad.

El esperado timbre sonó con urgencia. Abrí la puerta y con un gesto nervioso la invité a pasar. Era hermosa y más joven de lo que esperaba. Materializando el ensayo la apreté contra mi cuerpo y la besé. Sus labios estaban fríos, ella no colaboraba y terminó girando el rostro. Era comprensible, besaba a alguien por primera vez desde la experiencia del desengaño amoroso que la marcó, impidiéndole por años confiar nuevamente en un hombre. Consciente de que las imágenes de miedo deben borrarse con cariño y confianza, volví a abrazarla guardando su cabeza en mi hombro, acaricié su pelo y recorrí su espalda durante varios minutos. Luego sus labios me correspondieron y rodamos sobre la alfombra hasta ligarnos en un nudo hecho en el centro de nuestros cuerpos.

—No sé qué vas a pensar de mí –dijo mientras juntaba unos papeles y se ponía la ropa que había quedado desparramada en el piso.

—Pienso lo mismo que te dije antes: ¡sos maravillosa!

Sus ojos —que ella había descrito verdes y eran negros— me miraron extrañados al tiempo que el timbre, tan poco oportuno, volvió a chillar. Sólo me puse la camisa y abrí la puerta. Allí estaba Camila, con su apodo escrito en un cartel, colgando del cuello. Sentí mi frente ceñirse como un acordeón. Crucé las piernas intentando ocultar mi desnudez y ella aprovechó para entrar. La otra mujer, aún descalza, mientras terminaba de acomodarse la pollera, dijo en voz alta y muy apurada:

—Es una encuesta rápida, sólo llevará cinco minutos.

Miré a Camila, que sonreía sarcástica, disfrutando o sufriendo del silencio tirano que unía el sorpresivo triángulo.

—¡La confundí con vos! ¡vino por una encuesta! ¡mirá, tiene una carpeta! ¡prueba evidente del tipo de confusión! —le expliqué a Camila, evitando que la otra me escuchara.

Después, para que la encuestadora no se enoje conmigo y permanezca en estado de amor hasta la próxima visita, le susurré:

—Lo que hicimos fue hermoso, espero que vuelvas.

Se fue prometiendo —no muy convencida— que completaría la encuesta en otro momento. Camila quedó de brazos cruzados, con un gesto de decepción y con sus ojos verdes demandando explicaciones.

Tuve dos ilusiones en la mano, como pequeñas palomas; las apreté tan fuerte que quedaron heridas. Si alguna sobrevive será un milagro.

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Un paso más

—Es grave. Algo tenemos que hacer. Hablemos con tu hermano, ¡hoy mismo!

—Sí, ya lo llamo así llega antes de que Paola vuelva.

Sergio, luego de recibir la llamada, notó el tono de preocupación de su hermana. ¿Se habría enterado de algo? Enseguida tomó el auto y salió.

En su cabeza volvían uno a uno los recuerdos. Paola siempre fue muy cariñosa con él y desde que era chiquita salían juntos a la calesita, al cine, a pasear. Por eso no sorprendió a nadie que tomara el hábito de quedarse a dormir los viernes en su casa: él tenía computadora, playstation, un lindo jardín y muchas anécdotas que contar. Y a medida que los años pasaban y las hormonas adolescentes se despertaban, Sergio también se convirtió en su fantasía sexual. Además, sus compañeras del colegio no paraban de hablarle sobre lo fuerte que estaba su tío. Pero él nunca se dejó llevar por las miradas de interés que recibía de su sobrina.

Sin embargo, su respuesta empezó a cambiar el viernes en que volvió antes a su casa y encontró a Paola en su habitación mirando una película condicionada. Tenía el volumen tan alto que los gemidos le habían impedido oír su entrada a la casa. Eligió irse en silencio, dio un par de vueltas con el auto, y regresó a la hora de siempre.

Esa noche Paola lanzó una avalancha de preguntas sobre sus novias, qué hacían, cuánto tiempo estaban juntos, dónde. Con mucha paciencia y evitando los detalles, el contestó. Finalmente, por lo que estaba rememorando o quizá por la actitud demandante de Paola, y más aún, sabiendo que miraba sus películas condicionadas, Sergio tuvo una erección. Intentó disimular quedándose quieto pero enseguida encontró a Paola con la mirada fija en su entrepierna. Él la miró a los ojos mientras con una mano se acariciaba por sobre el pantalón. Luego de unos segundos tomó la mano de su sobrina y la hizo imitar el movimiento original. Ella accedió contenta y después la curiosidad pudo más: “¿Puedo ver?”. Él se puso de pie y ante la mirada de emoción y lascivia de Paola liberó su pene, que se mantenía erguido, y le pidió que volviera a las caricias originales. “¿Puedo hacer más?”. Sergio comenzó a guiarla. Hizo que su inexperta boca bese, saboree y succione hasta desarmar el helado caliente que sostenía en su mano. En unos instantes Paola no tuvo nada que envidiar a las mujeres de la película condicionada. Disfrutaba con los extraños gestos de su tío ante los vaivenes de sus labios y su lengua y luego se asustó cuando su boca casi explota al recibir el elixir del placer, que era sangre de su sangre, y que pronto aprendió a disfrutar como un licor cremoso, espeso, de sabor fuerte y muy adictivo.

La sesión continuó con una devolución de favores. Sergio quitó prenda por prenda la ropa de Paola, la recostó en el sillón y armó en su piel un camino de besos hasta llegar a su vientre. Con su rostro dibujó un espiral desde afuera hacia el centro hasta encontrar sus labios rosados. Allí se perdió y recorrió a ciegas con su lengua; luego se encontró, ayudado por sus dedos inquietos. Paola disfrutaba de la boca de su tío ignorando que había más. Él subió unos centímetros y sobre el botón que crecía escribió con saliva cada una de las respuestas que Paola estaba buscando. Y esa revelación hizo que ella conociera, por primera vez, una sensación exquisita, acompañada de un temblor suave, cosquillas en todo el cuerpo y sobretodo muchas ganas de gritar y morder. Luego se abrazaron y se besaron profundamente hasta quedar dormidos.

Las visitas se hicieron más frecuentes; varios días de la semana Paola lo esperaba lista para disfrutarse mutuamente.

Por eso la reunión lo atemorizaba: podría ser el fin de sus planes y el inicio de un montón de problemas.

—Te llamamos porque Paola no está pasando un buen momento y creemos saber la razón —el tío tragó saliva—. Nosotros la criamos con valores, le damos lo mejor. ¡Y no permitiremos que pierda el rumbo! —dijo el padre y miró a su mujer, cediéndole la palabra.

Sergio escuchaba y a la vez ensayaba su respuesta: de cuánto la quería, que también buscaba lo mejor para ella... Miró a su hermana.

—Desde hace más de un mes, las notas de Paola bajaron. Pensamos que está perdiendo mucho tiempo en tu casa, distrayéndose con la computadora y los juegos. Yo creo que tendría que ir menos o aprovechar para estudiar ahí, como hacía antes.

Sergio volvió a respirar. Respondió rápido, pero fue muy preciso:

—Bueno, a todos nos ha pasado alguna vez. Les propongo algo: yo hablaré con ella, acordaré que sólo use la compu y los juegos una vez a la semana y sólo si sus notas mejoran. También puedo ayudarla con las materias si tiene dificultades. Ah... y si quiere que venga a casa a estudiar con alguna amiga, así se distrae menos.

—Me alegro que entiendas Sergio —aprobó el padre, levantándose de la mesa—, voy a poner la pava que no te ofrecimos nada.

—Gracias hermanito. Prefiero que esté con vos antes que en la calle. ¡Pasan tantas cosas! Encima los jóvenes de hoy son un desastre —ella giró su rostro y miró hacia la habitación y cuando Sergio también observó la cama, continuó—. Sé que en tus manos Pao estará bien: siempre supiste como cuidarla.

Al ver la cama Sergio saboreó los planes para esa noche: darían un paso más, vivirían la experiencia completa. “Sentirte entrar en mi cuerpo”, decía Pao.

—Paola me cuenta todo, incluso... todo —remarcó su hermana, separando las manos y levantando las cejas.

Sergio sonrió satisfecho y siguió recordando las palabras de su sobrina: “...y me gustaría invitar a una de mis compañeras para que aprenda lo mismo que yo”.

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Disfrutar con los ojos cerrados

Ramiro era mi masajista desde hacía ya cuatro años. Siempre conversabamos mucho, aunque pocas veces logramos el nivel de conexión de aquella tarde.

Supo hacerme las preguntas justas y guardó silencio cuando correspondía. Parecía intuir todo sobre mí. Y me incentivó poco a poco a hablar de temas íntimos. Enseguida estuvimos hablando de sexo sin tapujos y sus manos en mi cuerpo comenzaban a tener un sentido más que relajante.

Yo estaba recostada en la camilla, boca abajo, los brazos al costado y con una toalla reposando entre mi cintura y el comienzo de mis piernas. Tenía los ojos cerrados y me había abandonado al contacto de sus manos llenas de crema resbalando por mi espalda.

— Hace tiempo que tienen problemas con tu novio… Entiendo que te cele: sos una mujer hermosa. Tendrían que hacer algo para estar mejor, ¿no?

Yo no respondía con mi voz, sino con suaves movimientos de mi cuerpo. ¡Estaba tan relajada que no quería levantar mi cabeza ni pronunciar palabras! Sólo escuchaba. Mi cuerpo dijo “sí”.

Bajó por mi brazo derecho lentamente, masajeándolo. Al llegar a mi muñeca saltó a la rodilla y fue hasta mis pies. Empezó a subir desde los gemelos hasta las ingles transmitiendo calor y fuerza. Friccionaba enérgicamente una pierna mientras pasaba el dorso de su mano por la otra, con una suavidad que me erizaba la piel y minimizaba el dolor de la fuerte presión muscular.

—Él tendría que aprender a realizar masajes. La relajación es la puerta de entrada a la pasión.

Sus palabras rebotaron en el pequeño consultorio y en la oscuridad del cielo estrellado que era lo único que yo veía. Sus dos manos se concentraron en mi pierna derecha. Avanzaban en movimientos circulares. Bajaban hasta la rodilla y subían nuevamente, cada vez más alto. Cuando sin querer se encontró con la toalla el contacto desapareció y volví a sentirlo en mis hombros. Se desplazó por mi espalda y mi cintura dibujando figuras como un patinador sobre el hielo. Luego de unos minutos sus dedos caminaron en la piel y fueron hacia las piernas empujando a su paso parte de la toalla.

—Tu piel es magnética, Raquel. Guía mis manos al recorrido que tu cuerpo pide.

La voz grave transitaba mi cuerpo y llegaba a mis oídos haciendo vibrar los lugares por donde pasaba.

Los movimientos del masaje se habían vuelto frenéticos y recorrían con velocidad mis piernas, mis muslos y por momentos subían hasta mi cintura. Una suave ráfaga de aire fresco alivió momentáneamente el calor. Segundos después me di cuenta de que la brisa la había generado la toalla cayendo al piso.

—No abras los ojos. Concéntrate sólo en disfrutar.

Se alejó un momento y volvió a mi cuerpo con caricias. Como si tuviera un mapa de mis sensaciones recorrió cada fragmento de mi piel. Yo sólo era un ente dispuesto al placer: me estremecía, estiraba las piernas y arqueaba la espalda. Las manos, en ese momento más frías —o al menos así las sentía— recorrían mi cuello, mi espalda, las piernas y la línea de mi cola, donde supo estar la toalla.

Tuve temor de lo que pudiera pasar, pero no quería que se detuviera, estaba disfrutando mucho. Estremecida levanté mi pelvis y al apoyarla nuevamente en la camilla su mano encontró mi sexo. Ya no había vuelta atrás. Podía sentir sus dedos rozándome y mi humedad lubricándolos. Descubrió cada lugar de mi entrepierna con el mismo nivel de detalle que anteriormente tuvo con mi cuerpo. Mis manos se abrían y se cerraban guardándose la diminuta sábana que cubría la camilla. Cuando sus dedos comenzaron a acariciarme por dentro mordí con fuerza la tela. Mi cuerpo respondía como un eco, obediente a sus exploraciones.

Después de que empezó a sonar la música sus manos se alejaron de mí por un segundo que fue una eternidad. Luego, con la facilidad con que se moldea la arcilla húmeda, arrastró mi cuerpo hacia el suyo y separó mis piernas. Apoyó una mano en mi espalda y acercó su cuerpo al mío. Con un permiso que dio mi cuerpo pero no mis ojos, él entró en mí. Me guió en un baile muy rítmico que tuvo el vaivén de las olas y la intensidad de la tormenta. Junto a mi respiración agitada se escaparon algunos gritos ahogados que supieron esquivar la tela e integrarse al aire del consultorio.

Cuando el quejido de mi placer se hizo más audible que la música y mi mundo estrellado se pintaba de colores, todo se detuvo. Mientras con su mano aún sostenía mi pierna sentí unas gotas frías cayendo en mi espalda. Decepcionada abrí los ojos y la confusión me sacó del trance inmediatamente: Ramiro, con su delantal blanco, estaba parado junto al equipo de música observando todo. Giré mi cabeza y me incorporé en la camilla asustada. Quién estaba detrás mío era Agustín, mi novio. Su rostro estaba fruncido y lleno de lágrimas. De un salto me levanté y fui al cambiador gritando con bronca:

—¡Hijos de puta!

Mientras me vestía escuchaba su diálogo entre murmullos:

—Boludo, ahora se enojó conmigo y yo no hice nada.

—¿Pero viste? —los sollozos entrecortaban las palabras— ¡Yo tenía razón! ¡Si vos seguías la tenías! ¡Es una turra!

Ya vestida, me acerqué hacia ellos, que estaban contra la pared. Me agaché, apoyé cada mano en una de sus piernas y fui subiendo lentamente. Recorrí la cintura de ambos y luego crucé los brazos haciendo que mis manos acaricien sus erecciones. Volví a cruzarlas deteniéndome en su zona erógena a punto de explotar. La caricia bajaba y y subía. Cuando en cada mano sentí el peso del escroto apreté con fuerza clavando además mis uñas. Quedaron agachados, tocándose y balbuceando. Apagué sus quejidos y la música melosa al cerrar tras de mí la puerta del consultorio.
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Volver a la naturaleza

La imagen era cada vez más nítida. Pude admirar el aspecto, sus formas, curvas y colores. Había rutas definidas y zonas vírgenes, sin explorar. La niebla cubría las zonas más sensuales.

En lo alto, el viento soplaba la cabeza de la montaña. Los cabellos eran un bosque. Divisé dos lagos con agua cristalina reflejando al sol brillante y redondo. Al costado de cada espejo nacían cauces de arroyos, como si en algún reciente deshielo se hubieran derramado lágrimas. Una montaña pequeña se erguía entre los lagos y mi camino. Allí, dos oscuros túneles mostraban la constante actividad del viento.

Con la absurda ambición de que mi voz recorriera y estremeciera el paisaje que estaba observando dije “Hola”. Sin embargo, sorpresivamente, algo respondió a mi saludo. Me refregué los ojos porque creí ver que dos lomas, antesala de la montaña ubicada entre los lagos, se movían. Descreyendo mi intuición y negando los riesgos de un sismo, caminé más rápido aún y abrí los ojos tan grandes que pude competir con los lagos al tomar la luz del sol.

Ante mí se extendía una larga planicie. Posé mi mano sobre ella. La superficie era suave y podía sentir un cosquilleo en la yema de mis dedos como respuesta de la tierra a mi contacto. A mi izquierda vi otra superficie igual y comprendí que era la parte superior de una loma en forma de tubo aunque no tan uniforme.

Mis pies descalzos se apoyaban con suavidad y permanecían estáticos unos segundos antes de abandonar la fresca piel de la tierra. Mis brazos y mi cuerpo abrazaban a la colina en forma de pierna uniéndonos bajo la brisa proveniente de la respiración de la montaña, allá en lo alto.

Levanté mi mejilla de la piel, separé mi cuerpo de la hierba, me puse de pie y miré alrededor. Las dos colinas se hicieron una. Avancé hacia delante y la izquierda. La tierra, menos firme que antes, rodeaba mis pies y dibujaba mis huellas.

Continué avanzando y encontré un pozo poco profundo. Había algo mágico en ese lugar. Una conexión con el pasado y el futuro. Era un lugar familiar. Como si esa depresión natural me llevara atrás en el tiempo, a los orígenes de la vida y a nueva vida.

Seguí mi recorrido yendo hacia dos montañas que había visto antes. Caminé de prisa y noté que la tierra se volvía agradablemente tibia. Embelesado llegué al lugar y quise trepar la montaña de la izquierda: imposible; la pendiente lo impedía. Giré alrededor de la montaña ovalada hasta encontrar un lugar más adecuado y pude ver con claridad el monumento que ante mí se elevaba: de textura sólida y color blanco como las nubes, de forma cónica y con una zona oscura en la cima.

Comencé a escalar a paso lento. Mis pies sentían un vivo calor a medida que subían. La temperatura llegaba a todo mi cuerpo en forma de cosquillas, como si alguien me acariciara por dentro. La sensación era exquisita, sabrosa: deseaba extender cada momento. Por eso avanzaba en zigzag. Recorría los costados y sólo de a un paso por vez hacia arriba. Cuando la forma de la montaña me lo permitió di giros completos sobre el lugar más blanco, puro y reconfortante del paraíso. Al llegar a la cima sentí un suave temblor; todo menos el cielo se movió: un estremecimiento de la tierra que duró sólo unos instantes. O quizá fue mi cuerpo que, embriagado de caricias placenteras, cedió su fuerza al viento agitado que expiraba la cadena montañosa.

La cima era un lugar delicioso y extraño; formado por pequeñas rocas oscuras, coloradas, era como una mora de aspecto flexible al principio y rígida luego de unos instantes. Sentí la tierra latiendo rápido y desde allí tomé conciencia del paraíso viviente que la naturaleza me regalaba: los lagos como ojos llenos de cielo con el bosque frondoso detrás; las lomas en forma de labios entreabiertos que permitirían ingresar a sabrosos laberintos con aliento humeante de quimeras de placer.

Luego de varios temblores más decidí bajar de la mística pirámide. Fui directo a sus labios y comencé a besar el suelo resquebrajado. Primero con suavidad y después con fruición. Empecé por las partes externas y seguí con las más cercanas al precipicio. No era tarea fácil porque los vientos allí eran más intensos y rápidos: una respiración agitada.

En ese momento sucedió algo increíble. Me alejé un segundo y sentí la necesidad de abrazar la tierra, en toda su extensión. Pasé mis brazos por las hectáreas de su cuerpo. Enfrenté mi rostro con sus ojos lagos, que empezaron a reflejar mi figura, la cual crecía en tamaño. Apoyé suavemente mi cuerpo sobre la hierba, la roca, la planicie y sus montañas. De los labios bebí el rocío y respiré su aliento. Recorrí con mis manos todas sus colinas y montañas sintiendo en mis dedos frescura, calor y suavidad. El viento echaba paños de frescura en la roca y la vegetación, y las aves volaban y nos cantaron victoriosas y alegres cuando pude, finalmente, entrar en su cueva prohibida. Así nuestros cuerpos se unieron haciéndose uno parte del otro y comenzaron los temblores: primero suaves y esporádicos, luego fuertes y rítmicos.

Meciéndonos en una cuna hecha millones de años atrás, la fuerza de los temblores creció hasta convertirse en un volcán que derramó su lava hirviente en un brusco y suave movimiento que nos estremeció, uniéndonos más y trayendo tranquilidad. Era la calma más bella, la resultante de la unión de la tierra y el agua, del fuego y la roca, de respiraciones mezcladas, alientos fusionados, miradas cruzadas y brazos y piernas perdidos entre sí. Era la brisa arrastrando gotas de rocío por doquier y el sol regalando ternura. Era la pasión, más allá de nuestros cuerpos, fundiéndose con la naturaleza. Entonces fuimos uno esperando que alguien nos explore. Desde entonces, respiramos viento y temblamos a veces –el llamado de la naturaleza– cada vez que alguien toca nuestra piel.
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Hospitalidad

Su auto se quedó sin gasolina. Tras dos horas de intensa caminata por la ruta desierta y empapado de sudor, Emilio distinguió unas casas en el horizonte. Llegaría transitando un angosto camino de tierra cuyo recorrido aliviaría sus pies doloridos.

En la calle ni siquiera había perros. Las casas parecían abandonadas. Tocó algunos timbres y nadie respondió. Desesperado, siguió repitiendo el ritual.

La última casa no tenía timbre, pero había movimiento en su interior. Golpeó la madera vieja y reseca de la puerta y un hombre abrió. Al ver el descuidado aspecto de Emilio, lo hizo pasar. Le pidió a Ely que trajera una palangana con agua para refrescar los pies del viajante. Ely, su hija, aunque era tímida y sumisa, vestía shorts y una camisa atada sobre el ombligo. Dejó el recipiente y luego se quedó en la oscuridad del garage, desde donde observaba todo.

Luis, el anfitrión, no tenía gasolina pero comentó sobre una lejana despensa donde la vendían. Se ofreció él mismo a buscarla para que Emilio pudiera descansar. Y se fue caminando con un bidón bajo el brazo.

Emilio masajeaba sus pies comprobando como una diminuta herida provocada por el calzado le causaba tanto dolor, cuando escuchó un ruido. Algo cayó al suelo del garage y Ely estaba levantándolo. Se quedó mirándola: la encontró muy atractiva. La llamó, le ofreció conversar y le pidió un vaso de agua, pero nunca respondió. Aunque después de unos minutos la curiosidad pudo más que la timidez y se acercó con dos vasos ¡de vino!

Apenas probaron el tinto e intercambiaron algunas palabras y ya estaban juntos; ella masajeándolo y él acariciándola. Enseguida los labios se encontraron y las manos recorrieron sus cuerpos. Hicieron desaparecer las incómodas ropas del verano y cuando él estuvo sobre ella la eventual pareja perdió la noción del tiempo.

Entraba y salía. El líquido salía con fuerza. La manguera goteaba. Se llenó el recipiente. El bidón estaba listo. El hombre volvía a su casa.

—Se lo ve mucho mejor —dijo Luis al entrar a la casa y notar brillo en el rostro de Emilio.

—Gracias a usted, y a su hija también —miró a Ely de reojo y luego, evadiendo la situación, volvió a su viaje—. ¿Consiguió la gasolina?

—Sí, con esto le alcanzará.

Los hombres fueron hacia la puerta. Emilio buscó en su billetera y entregó dos billetes a Luis, quién mostró un gesto de desaprobación.

—Por favor, tómelos..., sé que es mucho por un bidón de gasolina pero su hospitalidad lo vale.

—Gracias, pero esperaba un poco más, teniendo en cuenta también la hospitalidad de mi hija…

Emilio sonrió nervioso como un niño descubierto en travesuras; un seductor engañado; un macho dañado en su hombría.

Después de entregar unos billetes más se fue. Dio dos pasos y, aún sorprendido, giró y vio a Ely, que desde la oscuridad de la casa, detrás de su padre, agitaba su mano, saludándolo.

—¡Vuelva pronto! —les escuchó decir a dúo.

Malas noticias

Nunca me gustó recorrer esa avenida: interminable, con una pendiente pronunciada que obligaba a sostener todo el tiempo el carro; solitaria, rara vez en la noche había alguien más transitándola. Pero era era donde más papeles conseguía.

Retiraba diarios, revistas y cartones de los cestos de basura, como siempre, cuando me llamó la atención un periódico apoyado en el cordón de la vereda, doblado en tres, como recién comprado. Parecía llamarme. Lo tomé y lo vi prolijo, como si aún no hubiera sido leído. Lo desdoblé y comencé a hojearlo. Por supuesto que no leía todo lo que encontraba, pero ese diario, al ser nuevo, fue como un regalo para mí. Y festejaría leyéndolo.

Sostenía el carro con la mano izquierda y el diario con la derecha. Las noticias eran las habituales. Leía pronunciando internamente las palabras, aunque parecía como si otra voz me lo estuviera recitando. Cuando, vencido por el cansancio de mantener la mano en el aire, intercambié los brazos, sentí un pequeño dolor. Noté como los dedos en los que apoyaba el diario estaban manchados. De cerca pude ver una fila de letras que como hormigas avanzaban desde la punta de los dedos hacia la mano. Seguí leyendo y al rato todo mi brazo estaba lleno de letras y algunos dibujos. Lo froté para quitar la mancha pero fue imposible; la tinta estaba en la piel. Seguí enterándome de las novedades, ya sin leer el diario: las bolsas del mundo habían bajado, se agudizaba la pelea por la punta del campeonato, la oposición lanzó una dura crítica al gobierno, comenzaron los experimentos con impresión de tinta orgánica, géminis y tauro se favorecieron por la posición de los planetas.

Sentí cosquillas en el cuerpo. No pude continuar con el recorrido. En ese momento vi que mi pecho estaba lleno de noticias y lo mismo encontré en cada parte de mi cuerpo que examiné. El cosquilleo se transformó en un intenso dolor, que comenzó en las manos, siguió en los brazos y llegó hasta las piernas. Mi piel era un collage de titulares, copetes, fotos y textos. La combinación de asco, impotencia, dolor y desesperación me llevó a gritar enormes titulares, que se fueron apagando en subtítulos y explicando detalladamente en textos.

Una puntada en el estómago me obligó a agacharme. Sobre mis rodillas y caderas, quedé en cuclillas, doblado en tres, hasta que caí al piso, con la esperanza de que alguien me ayudara.

Poca gente pasaba por esa avenida desierta, pero al fin se acercó un cartonero. Lo llamé. Me miró con asombro y me tomó en sus manos. Con alegría empezó a husmear las noticias, las cuales recité una por una, con una voz negra, silenciosa y penetrante.

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La ausencia de las presencias

La casa de Alba estaba demasiado quieta. Tenía la tranquilidad del amanecer en los cementerios. Apenas un grillo por aquí, o un pájaro a lo lejos.

La anciana no entendía las razones. Hacía más de veinte años que los tenía como huéspedes. ¿Cómo podían desaparecer así como si nada importara? Alba se había acostumbrado tanto a ellos. Siempre los trató como si fueran parte de su familia. La convivencia era excelente: sin diálogos que dieran lugar a malas interpretaciones; solo movimientos, gestos y acciones de agradecimiento. Era gratificante levantarse a la mañana y encontrar la pava para el mate puesta al fuego. Saber que alguien estaba pendiente de abrir la puerta de la alacena justo cuando se necesitaba más azúcar. Y a su avanzada edad esas ayudas se habían vuelto imprescindibles.

Ellos solo exigían ser tenidos en cuenta. Que no los dejen en los callejones del olvido, en la calle de la ignorancia o perdidos en el más allá. Obtenían todo eso y más con Alba. Conseguían, además, afecto y valoración.

Los días se hicieron largos y grises. Como interminables nubes de una tormenta que no llegaba jamás. Alba fue enfermando y juntando rencor por la ausencia. Nunca había sufrido el abandono, así que estas eran sensaciones nuevas y difíciles de sobrellevar en épocas de vejez. Lentamente fue reduciendo sus actividades. Tosía mucho y se levantaba de la cama solo un par de veces al día. La habían abandonado y ella se estaba abandonando también.

Después de un tiempo que conviene contar en días, pero que ella vivió como noches, Alba, con una fuerza que no se sabe de donde provino, consiguió reaccionar, levantarse y pedir al médico del pueblo que la visitara. Así obtuvo atención médica y su sorpresivo diagnóstico. Tenía una incipiente tuberculosis, enfermedad que no detectada a tiempo, a su edad, hubiera sido fatal. Debería tomar una pastilla a diario, a la noche, antes de dormir, durante un mes. Comenzó ese mismo día, en el baño, luego de lavarse los dientes.

Un día, en la mitad del tratamiento, se despertó y al desperezarse notó que no había tomado la medicación en la noche anterior. Alarmada, se sentó en la cama y con sorpresa vio que en la mesa de luz reposaban un vaso de agua y la pastilla. Ingirió la medicina y se levantó más animada que de costumbre. Vivió ese día expectante, esperando encontrar una nueva señal de que su compañía había vuelto. Pero no sucedió; ella sola estuvo a cargo de las actividades de la casa y del cuidado de su salud. Con desilusión, pensó: ¿Qué tipo de amistad hemos cultivado? ¿Una que los hace desaparecer justo cuando me enfermo y los necesito?

Mientras ella vacilaba, el pasto se hacía altos yuyos en el jardín y la suciedad se asentaba en el resto de la casa.

No olvidó tomar la pastilla, cada noche, hasta finalizar el tratamiento. Para ese entonces se sentía sana y comenzó otra vez con la rutina completa que la amplia casa exigía. Como si se tratara de esos amigos o conocidos que solo aparecen cuando uno está bien, poco a poco, recuperó la ayuda externa. Sucedía como antes. La cortadora de césped se apagaba y luego ella encontraba que había levantado temperatura y el cable desenchufado evitó que se quemara. Entraba a la casa y tenía un refresco preparado y al final del día la bañadera llena. Volvió a disfrutar de la compañía, pero le llevó un largo tiempo comprender la razón por la cual en su momento se habían ido. Cuando lo hizo, se sintió más segura y agradecida que nunca. Era raro agradecer la desaparición de la ayuda, pero si no hubiera sido así el diagnóstico no habría llegado a tiempo. Entonces supo que los silencios y las ausencias dicen mucho más que las palabras y las complacencias.

Era un cachorro cuando Mariano me trajo, en una caja, a este hogar. Ese día festejaban su primer año de matrimonio. ¡Cuánto salté y cuánto ladré ese día! Recorrí la casa descubriendo cada rincón sin detenerme. Era un dúplex. En planta baja estaba la cocina y el living, y arriba la habitación y una sala que daba a la calle.

Mientras descubría mi nuevo hogar presté atención a las emociones de mis anfitriones. Cuando pasaba entre las piernas de Mariano noté que él sentía alivio. Pero aún habiendo lengüeteado las manos de Belén no pude precisar su reacción ante mi llegada. Había alegría en su cara pero decepción en sus ojos. ¿Sería porque esperaba un perro de otra raza? ¿Le preocupaba mi hiperactividad?

Luego de la bienvenida obtuve poca atención de Mariano. Pero sí de Belén. Jugábamos y nos mostrábamos afecto; ella acariciándome, yo recorriendo su rostro con mi lengua o simplemente estando a su lado cuando la veía triste.


Mi visión de la realidad cambió mucho cuando dejé de ser cachorro y pude subir las escaleras con mis propias patas. Descubrí cuánto me gustaba mirar el atardecer desde la ventana en planta alta, observando la gente y los perros pasear.

Aprendí rápido la rutina: cuando desde la ventana veía desaparecer la luz del sol volvía Mariano. Apenas sentía su olor corría escaleras abajo para recibirlo con efusividad y alegría. Aunque después de un tiempo la rutina cambió y ya no fue predecible el momento de su llegada ni oportuno el recibimiento.

Pasaron los años y todo seguía igual o peor. La casa dejó de recibír mantenimiento. Había rajaduras, humedad y musgo en las paredes y pintura saltada en las puertas. El ambiente se hizo oscuro; no había luz de sonrisas en ningún ambiente, en ningún momento.

Cuando estaba Mariano me tiraba a sus pies, aún sabiendo que él me ignoraba. Si al rato quería ir con Belén tenía que buscarla en la habitación o en el patio. Por suerte aún tenía energía para desplazarme con agilidad por la casa.

A veces bajaba las escaleras con la cola baja para dormir en planta baja porque en el dormitorio había gritos: ya había comprobado que mis ladridos no eran bien recibidos en esas circunstancias. Yo les ladraba para que se calmen, para que conversen, pero ellos me echaban.

Luego, al llegar mi vejez, cuando bajar y subir las escaleras se hizo un esfuerzo enorme, tuve suerte porque las visitas de Mariano se hicieron esporádicas. Belén estaba todo el tiempo conmigo, aunque ya no era cariñosa como al principio. Me miraba con los mismos ojos que a Mariano. A veces me hablaba de él. O como si yo fuera él. O como si yo fuera un niño. Ella se encargaba de subirme la comida y el agua hasta aquí, al lado de la ventana, donde pasaba mis días imaginando la vida de la gente que caminaba por la calle: seguramente mejor que mi vida de perro y mejor que la de los dueños de este hogar. Los miraba a través del aire que, cual reja carcelera, a tres metros del suelo, me separaba de una vida diferente.

Aquel día estaba tan absorto en esa contemplación que no presté atención a los ruidos. Cuando me di cuenta la casa estaba casi vacía y el camión de mudanzas lleno. Revisé la planta baja, volví a la ventana y ladré. Ladré fuerte y seguido, mientras saltaba de un lado a otro. El camión se fue achicando a lo lejos, como el sol del atardecer. Seguí ladrando sin pausa, quería llamar la atención de Mariano para avisarle que algo le sucedía a Belén. Ella estaba durmiendo en la cocina, desde donde venía un fuerte olor, como el que sentíamos cuando preparaba asado al horno. Luego de que el camión desapareció y cuando la cocina parecía subir como una nube, fui a despertar a Belén con cientos de lengüetazos, miles de ladridos y con mis patas en su pecho. Finalmente comenzó a toser y salimos de la casa que, en pocos minutos, luego de la explosión, perdió su humedad característica.

A la caza de la casa

—¡Riiing! ¡Riiiiiiing!

Conocía ese timbre más que a su propia voz. Veinticinco años viviendo en el mismo barrio de Buenos Aires, en esa casa que supo albergar su repostería, y que ahora era soledad y tristeza. Desde que Oscar falleciera, hacía ya dos años, Celeste quedó atrapada en una oscura depresión que la llevó a recluirse y dejar de lado sus sueños. Ella quería desarrollar sus actividades gastronómicas pero Oscar lo impedía porque veía la repostería como un pasatiempo y no como un negocio. Cuando él se fue, en lugar de obtener libertad, Celeste cerró la repostería.

Gracias a la terapia, estaba saliendo de la depresión. Sólo quedaba pendiente recuperar y materializar su sueño del bar boutique, un lugar donde servir sus exquisiteces a un público selecto.

Los perros ladraban a lo lejos y el timbre volvía a gritar la urgencia del llamado.

—¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiing!

—¡Ya va! ¡Ya va!

Celeste quitó la traba, dio vuelta la llave y empujó la puerta hacia dentro de la casa. Cuando lo vio, sus ojos se desorbitaron. La imagen venía del pasado, pero lo tenía frente suyo, como tantas veces. Sin soltar el picaporte dio un paso atrás y las piernas dejaron de responderle. Todo se hizo gris, un zumbido tapó sus oídos y terminó en el suelo, desmayada. Oscar, que seguía siendo gordo, pesado y torpe, la ayudó a incorporarse y la llevó al sofá.

—¡¿Cómo puede ser?! ¿Vos? —ella no entendía si estaba delirando, soñando, o si Oscar realmente había revivido.

—Entiendo Cely, que te sorprenda verme. Pasaron casi dos años —Oscar hablaba con parsimonia y seguridad, sin dejar de mirarla a los ojos.

—¿Qué pasó? ¿Dónde estuviste? —levantó los ojos y recordó los días grises, la sensación de que nada más importa, el dinero abundante e inútil en soledad, la dolorosa falta de compañía; todo volvía a la mente de Celeste—. ¡Yo estuve tan mal...!

—Cely, yo te di mi palabra; nadie nos quitaría nuestro nidito de amor, ¡éste es nuestro hogar! —dijo Oscar, mientras movía las manos, enérgico.

—¡No me mientas! —como un balde de agua fría el entendimiento cayó sobre Celeste—. ¡Fingiste todo! Y yo acá... ¡llorando por vos!

—Lo importante es que ahora estamos juntos, que salvamos la hipoteca y tenemos el dinero del seguro.

—¡Sos una basura! –gritó enfurecida. Hacía minutos estaba asombrada, quizá hasta contenta de verlo nuevamente, y ahora que veía sus reales intereses, Oscar estaba muriendo por segunda vez, frente a sus ojos.

—¡Por favor Celeste! Estuve fuera del país dos años, lejos tuyo; ¡yo también sufrí! —ella se puso de pie y caminó sin despegarle la mirada mientras él continuaba—. Ahora tenemos que aprovechar el tiempo. Mudémonos a Panamá: con la venta de la casa y la plata del seguro ¡estaremos muy bien!

—¡Ya veo que lo único que te interesa es la plata!

—No, quiero que estemos juntos.

Celeste se inclinó hacia él y con las manos en la cintura le gritaba, le reclamaba:

—¡Quedáte acá entonces! ¿No decías que esta casa es nuestro nidito de amor?

—Acá estoy muerto Cely. En Panamá tengo una identidad, podemos empezar de nuevo.

—No en la clandestinidad. Blanqueá tu situación y luego nos sentamos a charlar. Si no haces vos la denuncia, la hago yo.

—Eso no te conviene Celeste. Fuiste la única beneficiaria de mi muerte.

—¡No pienso ser parte de este chantaje! ¡Andáte ya mismo! Viví todo este tiempo sin vos, ¡puedo seguir así!

—¿Estás con alguien no? ¿Es por eso?

—¡Andáte ya!

—Me voy, pero vas a tener noticias mías. Esta casa aún me pertenece y el seguro también. ¡Voy a recuperar todo!

A pesar de la advertencia, Celeste fue a la comisaría a realizar la denuncia. Con una sonrisa contenida, el oficial se desentendió del tema:

—¿Su marido? ¿Pero si murió hace dos años? Quizá le convenga ver a un psicólogo, en estos casos...

Sin dejarlo terminar, Celeste salió y fue a la compañía de seguros, donde sí la escucharon. Preguntaron todos los detalles de la extraña visita, otros de cuando vivían juntos y algunos del período en que Oscar no estuvo. Iniciaron una investigación. La compañía fue querellante y Celeste declaró como testigo el mismo día en que viajaba.
Varios meses después, radicada en su nueva casa, se enteró que finalmente Oscar fue apresado y juzgado por fraude y falsificación de documentos. Y que ese día vencía el plazo para pagar fianza y evitar la prisión.

La nueva casa estaba llena de luz y de vida. Quedaba en Palmas de Mallorca y desde allí se veía el mar. Fue costosa, pero con la venta de la vieja casa y el dinero del seguro no solo resultó sencillo encontrar un buen lugar para vivir, sino que pudo disponer todo lo necesario para la próxima inauguración de su ansiada boutique de delicias dulces.

De pocas palabras

¡Qué situación difícil! La vida parecía ensañarse con él. Cada tanto lo ponía a prueba, exigiéndole más de lo que él podía dar. Encima, ese día el ambiente no ayudaba, ya que el lugar estaba lleno de gente.

A través de las ventanas aún se veía el sol. Y mientras se iba apagando, la gente, apurada, volvía a su casa. Todo pasaba como una película por sus ojos. Por esos ojos que eran pequeños y le impedían ver el cuadro completo de la realidad.

Él estaba sentado, ocultando su gran altura. Tenía los codos sobre la mesa y pitaba insistentemente un cigarrillo. Su piel oscura se hacía negra y brillante por el sudor. Quizá más brillante que la mesa. Las manos frotando sus nervios entre sí anticipaban el momento. “Todo llega” era lo que siempre decía. Y fue en ese instante cuando la vio. La siguió con la mirada, la observó, la analizó. La encontró más alta que de costumbre: notó que llevaba tacos. Su melena, llena de rulos, se escondía en un ramillete, pero dos o tres mechones se escapaban. Los rizos se paseaban sobre la piel de trigo como la cola de un perro alegre. Ella se movía de un lugar a otro sin notar su presencia. Él no hacía más que pensar como llamarla. ¿Usaría su voz? ¿Algún gesto? ¿Otra persona?

Su voz no. Siempre que estaba nervioso sus labios temblaban, como tiritando de frío. Y su garganta no podía armar palabras sin repetir sus partes, sin tartamudear un poco, como dándose tiempo para preparar las próximas sílabas. Usar la voz no era la mejor forma de llamarla.

¿Gestos?, tampoco. No era fácil dominar su cuerpo. Ya había resignado esa tarea. Como si se tratara del cuerpo de otra persona o de un animal. Un animal salvaje que no entiende de razones, sólo de sensaciones. Sus piernas titilaban; las manos con piel mojada agarraban y soltaban cosas, tocaban su pelo y su cara rápidamente. Las piernas, de a ratos estaban cruzadas, de a ratos golpeando impacientes el piso con los pies. Los ojos se movían a gran velocidad recorriendo todo y todos. Los gestos y la expresión corporal no eran su mejor aliado para tan importante empresa.

Otra persona: ¡menos aún! Si algo tenía en claro era que no contaría a otra persona lo que estaba pasando. Nadie lo entendería. Esa atracción enorme que lo llevaba a verla muy seguido, ese ahorro de palabras evitando el error, la sensación agradable de la contemplación y el abismo que significa cambiar ese estado de cosas. Tenía que actuar él. No por elección, sino por descarte. Y eso le generaba escalofríos. ¡Cuánto deseaba estar en la primaria, donde un compañero o compañera se encargaría de transmitir el gusto de una persona por otra! Pero, en ese momento, cada quien debía atender su juego. Tenía que sacar pecho, encontrar fuerzas y decir lo que había que decir.

El tiempo corría veloz sólo en el reloj, pero para él cada minuto era eterno. En instantes, toda una era se desarrollaba, tenía guerras, crecía y se recuperaba. Y él, mientras tanto, sentado, con la mirada indecisa, con el corazón como una ametralladora, con el cuerpo como un volcán y con un aire de pánico, pensaba en cual sería el momento más adecuado. Planificaba cada movimiento y lo vivía de antemano. Y el tiempo seguía avanzando.

El sonido de una gota de transpiración, que cansada de recorrer su cara se estrelló en la mesa, lo sobresaltó. Con sus ojos chiquitos observó el sudor desparramado y luego fue levantando la vista. Y ¡qué sorpresa! Ella estaba allí. Frente a él pero sin mirarlo directamente. Hacía otras cosas mientras parecía esperar que él le hablara. Era un cambio en los planes. No era así como lo tenía pensado. Tenía que hablar ahora. Un viento helado le cambió la temperatura al sudor. Un sismo recorrió el cuerpo desde el centro a las extremidades. Respiró profundamente, guardó aire como un atleta y repasó las palabras. Vinieron a su mente diccionarios, novelas, películas, relatos de sus amigos. Pero había que elegir rápidamente. Entonces, como pudo, titubeando, dijo:

—Ho, hola.

Ella, casi sin pausa, respondió:

—¿Se va a servir algo señor?

Aún sentado, con la mirada en el rostro de la mujer pero con su cara inmóvil, expresó la frase cotidiana.

—Lo, lo de siem. Lo de siempre.

Como una deseada lluvia después de una sequía, un manto de tranquilidad cubrió su cuerpo y el charco de transpiración que lo rodeaba. El sonido de huesos chocando se fue apagando. Sus movimientos corporales se serenaban. La camarera se fue. El miedo también. El hombre quedó sentado, con la espalda apoyada por completo en la silla, con su cabeza puesta en el respaldo, casi cayendo hacia atrás y con los brazos colgando. En esa posición de relax, con el cansancio que provoca el éxtasis, pensó: “La próxima vez, apenas se acerque, le pregunto como se llama”.


Un tsunami llamado Adrián

Era un poco más alto que yo; llevaba el pelo hacia atrás, atado y con una colita, como Steven Seagal. Caminaba con seguridad, con la frente en alto y sus pectorales a punto de hacerle explotar la camisa.

Mientras se acercaba no dejó de mirarme en ningún momento. Se paró frente a mí. No era su mirada. No eran sus ojos. No era su físico en general, sino su boca en particular lo que me atraía. Me hipnotizaba. Los labios eran como dos pinceladas de acuarela sobre el lienzo de su cara y dibujaban dos cuerpos levemente apoyados entre sí. Conté los dobleces del labio superior, hurgué con la mirada la zona donde el rojo carmesí se hacía morado, en la entrada de la voz, antes de la blancura de sus dientes.

Se dio cuenta de que miraba sus labios y me regaló una sonrisa. Los dientes se mostraban como credenciales de alegría, como pasaporte a la intimidad, al juego de la química, el que diluye azúcar al calor de cuatro labios.

No recuerdo cómo nos acercamos. Yo aún podía observar sus labios, y los veía venir hacia mi. Sentía su aliento cálido. Vi el rostro retraerse para iniciar una nueva búsqueda. Mis labios se predisponían, eran brazos abiertos a la fraternidad, absorbían su aire y lo devolvían como silenciosos gritos de deseo.

En esa búsqueda, en ese juego, por primera vez los labios se rozaron. Fue una descarga eléctrica, que nacía en la boca y viajaba a los pies, rebotaba y como una pelota iba perdiendo altura. El segundo contacto fue igual de efímero, con los cuatro labios empujándose en una pelea de sumo.

Dentro mío corrían cientos de hormigas que gobernaban mis actos. Giré mi cabeza hacia un costado y encontré, como un pié a su zapato, la horma justa para mi rostro. Abracé con fuerza su labio superior. Mi boca no lo soltaba. Saboreé la dulzura de su piel. Perdí mis células en las aberturas. Recorrí la comisura como si se tratara de la orilla del mar, acostumbrándome antes de zambullirme por completo. Sentí la humedad en mi voz, en mi suspiro, en mi cuerpo. Sentí el movimiento mutuo, no acordado, pero buscado. Conocí otras costas del mismo mar. Recorrí los muelles, me salpiqué con la bruma. Sentí los habitantes del mar recorriendo mi boca. La marea subía. Los océanos se mezclaban. Encontré una hilera de perlas y más allá seguí buceando. De la orilla al Atlantis, de la playa a la islas, la búsqueda era intensa, y ciega, se guiaba solo con sensaciones, gusto, intuición. Respiré el aire de sus pulmones y a cambio le dí latidos del corazón, que en ese momento me sobraban.

Atándonos con dos moños de regalo, mis manos se unieron en su espalda y las suyas tras mi cabeza. Con nuestros cuerpos anclados pudimos usar los labios para emitir sonidos. Yo no dejaba de observar su boca, que aún húmeda, brillaba con cada movimiento. Entendí claramente que me dijo su nombre. Las palabras se emitían crudas, llenas del viento del mar al atardecer, y en un susurro dijeron, “Me llamo Adrián”. Mis ojos brillaron y casi explotaron de la alegría. Luego nos perdimos en un tsunami que cubrió los continentes de temblores y derritió todo el azúcar del mundo. Mientras, como pude, en los escasos momentos en que la batalla del deseo liberaba nuestros labios, dejé el aliento de mi respuesta cerca de su garganta: “Por eso somos especiales. Tenemos el mismo nombre”.

_

Mariela dejó sus lentes de sol sobre la mesa, junto al celular. Claudia la miraba atenta y sonreía.

—Yo quiero un jugo de naranja y un tostado —miró fijo a Claudia y continuó—, y para ella lo mismo.

Trabajaban juntas hacía seis meses, pero recién en la noche anterior tuvieron oportunidad de conocerse íntimamente. Mariela vivía sola y la invitó a ver unas películas; y como Claudia no quería volver a su casa aceptó.

Claudia, en ese momento, en el bar, se sentía rara. Aún tenía en su cuerpo las huellas de los caminos que su compañera le hizo recorrer en busca del placer. Eran sensaciones nuevas para ella.

Luego de respetar su silencio durante la noche, Mariela preguntó:

—Clau, ¿por qué no querías volver a tu casa ayer?

Claudia tomó aire, la miró a los ojos sólo un segundo, y luego de suspirar, en voz baja le contó:

—Desde hace dos años, cuando vine de Mendoza, estoy viviendo en la casa de mis tíos. Ellos son jóvenes, apenas ocho años mayores que yo, por eso siempre nos llevamos muy bien. Por cuestión de horarios comparto más tiempo con él que con ella. Abel llega un poco antes que yo, y ella, como es médica, recién a la noche.

—¿Te estás comiendo a tu tío? —los ojos le brillaban y sonreía con lascivia.

—¡Mariela! No me digas así. No es tan divertido como parece. Empezamos de casualidad, conversando sobre cuando éramos chicos; me contó que yo le gustaba. Luego vimos una película que trataba sobre una relación prohibida, y nuestro tema salió. Charlamos mucho, decidimos no hacer nada, pero a la vez no parábamos de mirarnos y no pudimos resistirnos.

—Entiendo, ¿y tu tía qué onda?

—Nunca sospechó, aunque últimamente no deja de observarme o de buscar cruces de miradas. La situación es muy incómoda. Abel insiste en que ellos nunca hablaron sobre el asunto.

—¿Por eso no querías volver?

—Y porque mi tía tiene vacaciones esta semana. Están como en una luna de miel, y a mi no me gusta verlos así.

—O sea que él no planea dejar a su esposa —la miró fijamente y Claudia giró la cabeza en lo que fue una negación y un lamento—. Te está usando, ¡es un hijo de puta!

—Me prometió que más adelante la va a dejar.

El mozo interrumpió la charla para entregar el pedido. Siguió un cruce de opiniones banales, del tiempo, del lugar y cosas así, hasta que Claudia se quedó con la vista inmóvil y entre dientes dijo:

—Es ella, mi tía, viene para acá.

—¿Qué hace acá? —y Mariela giró el rostro para encontrar una cara conocida: Silvia. Tragó rápidamente y mientras abría los ojos como globos, fue recordando. Habían estado juntas en la adolescencia, ¡si se habrán rateado del colegio de monjas para divertirse! Vivieron su primera experiencia homosexual juntas. Luego tuvieron una discusión y no se hablaron más. Silvia, con una sonrisa enorme y mucho entusiasmo, llegó a la mesa.

—¡Hola Claudia! ¡Hola Mariela! ¿Como estás? ¡Tanto tiempo!

—Bien, bien, pasaron como diez años, ¿no?

—Sí. No sabés —y dirigiéndose a Claudia—, Mariela y yo hicimos la secundaria juntas, éramos muy amigas.

Silvia miró otra vez a cada una, y como un perro que huele carne a lo lejos, se animó, no a insinuar, sino a asegurar lo que había pasado:

—Ya veo Claudia, por qué no viniste a dormir anoche. Mariela, ¡siempre igual vos eh!

Claudia se puso colorada y clavó su vista en el hielo del jugo, que se estaba haciendo agua. Luego de unos segundos tensos, interminables, levantó la vista para encontrar una nueva sorpresa. Hacia la mesa se acercaba Abel.

—¡Hola Claudia! —y besó su mejilla—. ¡Hola Mariela!

—Hola Abel —respondió tímidamente Mariela, y sin querer buscó el rostro de las otras dos mujeres.

Silvia, mientras fruncía el seño y hacía desaparecer su sonrisa, escupió, instantáneamente, una flecha de duda, llena de celos venenosos:

—¿De dónde se conocen ustedes?

—Hicimos la secundaria juntos —se excusó demasiado rápido Abel, ignorando que su mentira, más que un salvavidas era un ancla.

El clima estaba feo, todos habían respirado el mismo aire y ahora eran un grupo de imanes y metales, que se atraían y rechazaban mutuamente. El silencio era, en ese momento, la peor de las opciones. Abel miró a Silvia a los ojos y apostó por dejar caer algunas palabras felices.

—Amor, ¿ya les contaste?

—No mi vida, contáles vos.

—Recién venimos del médico. ¡Vamos a tener un bebé!

Silvia miró a Mariela. Mariela miró a Claudia. Claudia no miró nada: quería desaparecer, estar en otro lado donde pudiera gritar o llorar y no morderse los labios escondiendo la cara, como hacía en ese momento. Abel sentía que la soga que lo ataba a Claudia en la actualidad, y que alguna vez lo enlazó a Mariela, se rompería pronto si seguían con ese juego de silencios, y preguntó, buscando una aceptación como cierre de la conversación:

—¿No es buenísimo?

Nadie respondió. Silvia tomó del brazo a Abel, y arrastrándolo propuso:

—Amor, sentémonos con ellos y les contamos bien nuestros planes para el bebé, ¿si?

Silvia relató con detalle planes reales e inventados, para cachetear con ellos a Mariela, sin saber que en realidad estaba inflamando de dolor las mejillas de Claudia, quién, abstraída, observaba sin acotar nada. Abel solo miraba los labios de Silvia, y asentía todo. Menos Silvia, todos rogaban por un llamado en el celular que corte el calor que dos jarras llenas de hielo no podían controlar. Cuando el silencio volvió a dominar el ambiente, Abel intentó levantarse, pero Silvia quería seguir conversando.

—Abel, ¿por qué no nos contás alguna anécdota del secundario con Mariela?

—Yo también quiero saber lo mismo —habló por primera vez Claudia, ante la extraña sonrisa de Silvia. Y, como ella siempre quiere ser la última en agregar algo, Silvia apuntó:

—¡Ah! ¡Si! Claudia y Mariela tienen algo —intencionalmente dejó pasar unos segundos—. Tienen algo que contarnos.

Pura

Mientras intentaba olvidar a Pura, mi gran amor, trabajaba de mozo en un restaurante. En esa época conocí a Ludmila en un boliche; pasamos la noche juntos y me olvidé de ella al día siguiente. Sin embargo Ludmila comenzó a reclamarme una relación formal. Me visitaba en el restaurante, me llamaba a casa. Nos volvimos a ver y pensaba decirle que no debíamos seguir, pero su entusiasmo, su rostro inocente, su cariño y su gran compañerismo me lo impidieron. Continuamos así durante un mes hasta que me invitó a su casa. En realidad se trataba de una enorme mansión. Era domingo a la mañana y me encontré con la sorpresa: la familia estaba organizando un almuerzo ¡para recibir al novio de Ludmila! Quería escapar de allí; me sentía engañado por “mi novia”, que me miraba con picardía, esperando que su sorpresa me llenara de alegría.

Encontré en su padre a una persona encantadora, conversador y divertido; nos llevamos bien desde el primer apretón de manos.

Mientras volvía a mi casa sentí una enorme confusión. Yo no quería ser el novio de Ludmila, pero había pasado un buen día con su familia. Aunque, sabiendo que ella era una chica rica, y yo sólo un mozo, seguramente no llegaríamos a buen puerto juntos. Además yo no lograba olvidar a Pura, quién me había dejado hacía ya tres meses.

Pero Ludmila me sorprendió nuevamente.

—Mi papá quedó encantado con vos. Me dijo que eras buena persona, entretenido y responsable. Pero...

—¿Pero qué? —consulté apurado, un poco preocupado por la objeción.

—…dijo que deberías tener un mejor trabajo —y si, lo suponía, el novio de la nena debe ser profesional o empresario—, así que está dispuesto a nombrarte gerente de una de las sucursales de su empresa.

—¿Qué? ¡Pero yo no podría...!

Finalmente acepté: enseguida estuve a cargo de la sucursal más rentable y claro, me comprometí con Ludmila. Comencé a disfrutar de tiempo libre y dinero, además de recibir, obligado pero gustoso, un nuevo proyecto de vida. Por eso me preocupé mucho cuando, en una entrevista con inversores extranjeros, encontré que la intérprete era Pura. Estaba más bonita que nunca, y mantuvimos un diálogo entre líneas. Cada vez que yo decía algo a los coreanos agregaba un mensaje para ella, y luego con la respuesta de los orientales, y de sus labios, obtenía contestación. Terminamos el juego junto con la reunión, pero quedamos en vernos horas más tarde.

Pura y yo teníamos una química increíble. Esa atracción que se lleva en la sangre, se siente en la piel y que explota al primer contacto. Luego de actualizarnos sobre nuestras nuevas vidas, y reírnos de los vaivenes del destino, inundamos de pasión la habitación de su casa y de gritos el edificio, según se quejó luego su vecina, una adorable viejita. Pura y yo seguimos viéndonos dos y hasta tres veces por semana.

Con Ludmila continuábamos divirtiéndonos cuando la pasábamos con su familia, aunque a solas no hacía más que presionarme con el casamiento y la cantidad de hijos que tendríamos. Sin embargo la relación era estable y en realidad así debía ser, ya que de otra manera perdería el empleo y el excelente nivel de vida que llevaba.

La naturaleza de mis actividades me permitía esconder con facilidad en la agenda laboral los encuentros con Pura. Además, ella no me llamaba al celular, así que no tenía problemas. Pero luego del quinto mes las cosas se complicaron. Pura me exigía más tiempo y con la excusa de un viaje de negocios pasamos un fin de semana juntos y me dio la noticia: estaba embarazada. Ni siquiera pude sugerir la posibilidad de un aborto. Al contrario, le prometí que hablaría con Ludmila, renunciaría al trabajo y nos iríamos juntos a otra ciudad. Pero ni yo me lo creí.

El tiempo, como un aguijón clavado en la piel, iba inflamando la situación. El veneno estaba sembrado y el fruto venía en camino. Reduje la frecuencia de mis encuentros con Pura, y entonces su cordialidad se terminó. Comenzó a llamarme al celular a cualquier hora y a amenazarme diciendo que contaría ella misma a Ludmila y su familia lo que había pasado. Las excusas de mucho trabajo, viajes y problemas de salud solo lograban estirar una soga que, tarde o temprano, se rompería.

Me enteré de la triste noticia, ¡por suerte!, de boca de Ludmila, que leía el diario mientras desayunábamos: durante la noche anterior hubo un robo y asesinato de dos personas. "Qué insegura está la ciudad" coincidimos con mi mujer, y nos sugerimos tener cuidado.

Fue al día siguiente que me visitó la policía. Me contaron que el delincuente entró a la casa de una mujer mayor, robó varios objetos de valor, luego la mató, y también mató a su joven vecina, cuando ella llegaba a su casa. Fingí no entender en qué se relacionaba conmigo ese hecho terrible mientras movía las manos inquieto, transpirando igual que en aquella noche. Y la respuesta del oficial cayó como un balde de agua: Pura llevaba un diario íntimo y allí dejó registrada nuestra relación, su embarazo, sus presiones y mis negativas. Había un móvil y había un sospechoso, dijeron los oficiales, pero no había pistas. Prometieron guardar silencio sobre la delicada situación de desliz romántico dado mi próximo casamiento, excepto que aparezcan pistas me impliquen más en la causa.

Luego llegó el casamiento. Fue una fiesta fabulosa. Y fue allí donde, junto al comisario, que vino sin ser invitado, definimos las características de mi colaboración filantrópica a la comunidad: el instituto Policías Unidos de la República Argentina, “P.U.R.A.”, institución a la que aportaría capital todos los meses y que se dedicaría a perfeccionar los métodos de investigación de crímenes y capacitar a la fuerza policial.

Más tranquilo, un año después, con enorme felicidad, tuve mi primer hijo con Ludmila.

A una cuadra de rob-arte

Después que Juan tomara una pastilla de reynol y Marcos terminara de un sólo trago la petaca de whisky, tuvieron la valentía suficiente para su primer atraco. El Pelado les vendió el dato de un banco interno, ubicado dentro del edificio de una empresa, con poca gente y que no se veía desde la calle. Tenían que ir al otro barrio, el de tango, y entrar en el 850 de la calle Castro Barros.

Llegaron al lugar caminando. En la recepción no había nadie, sólo una gran puerta de blindex oscuro invitándolos a entrar.

—Se hace la hora, empecemos de una vez —apuró Juan, el más experimentado, al ver que Marcos vacilaba.

Tomaron las pistolas del bolsillo de sus sacos y empujaron la puerta. Permanecieron quietos, extrañados. Maldijeron al Pelado en silencio mientras descubrían que todo era oscuridad y que azarosamente se iluminaban partes de las paredes y el techo.

—¡Ésto no es un banco! —exclamó asombrado y un poco temeroso el pequeño.

Antes que Juan respondiera a la obviedad de su cómplice, se escuchó un chillido agudo, insoportable y ensordecedor, que los hizo correr en direcciones opuestas, perdiéndose en la enorme sala y sus pasillos. Finalmente se encontraron en un codo del laberinto, ambos listos para disparar.

El chillido no se había apagado y se comenzaba a oír ruidos de golpes metálicos y sonidos de cadenas arrastrándose. Así fue que vieron varios cuerpos desplazándose o siendo arrastrados por sogas de acero. Los cuerpos estaban formados por frutas en descomposición, y el hedor les llegaba. Por las dudas se fueron a una sala contigua, y presenciaron otro espectáculo: un hombre disparaba hacia un reloj, que al recibir el impacto se derretía como un helado mientras uno nuevo aparecía en su lugar. La escena se repetía cíclicamente.

—¿Y si disparamos nosotros? —propuso Marcos, con humor desubicado, y no obtuvo respuesta.

Se fueron por otro pasillo. Y así, iban y venían de una sala a otra, buscando la salida a esa locura y echándose en cara mutuamente el efecto que las pastillas y el alcohol les estaba provocando.

Ningún sonido se apagaba. Aún oían, al mismo tiempo e igual de fuerte y nítido que al descubrirlos, las cadenas, los golpes, los disparos y de fondo el molesto chillido. Era desesperante.

Finalmente encontraron en una pared las líneas de luz que dibujaban el rectángulo de la salida. Casi corriendo llegaron a la calle. La claridad quemaba sus ojos, la confusión aún resonaba en su cabezas, el trafico era apenas un murmullo y así ambos miraron el frente del edificio y repararon en un cartel revelador: "Viví la experiencia de los sueños. Del ominoso surrealismo al moderno Pop Art" y abajo, en letras chicas, "Castro 850".

Juan se quedó mirando el texto embelesado, pero era un simple cartel. Luego, con bronca, gritó, ¿A quién carajo se le ocurre ubicar dos calles casi con el mismo nombre, en el mismo barrio, paralelas y a una cuadra de distancia?

A la cabeza

Realmente no le deseo a nadie estar en un lugar así. Por eso cuando traen a alguien más se mezcla la sensación de tristeza y dolor solidario, con un soplo de alegría al recibir un poco de efímera compañía. Me llamó la atención que el nuevo huésped haya llegado a la mañana ya que habitualmente los traen de noche. Dos soldados lo acompañaron a esta celda multitudinaria. El hombre se acercó a mí, supongo, por encontrar similitud en nuestra edad: ambos pasábamos los cincuenta.

Lo ayudé a acomodarse y consulté, en voz baja, lo mismo que pregunto a todos cuando llegan: ¿Por qué te trajeron acá?

—No lo sé —me dijo, también en voz baja—. Yo era apenas un quinielero. Me sentaba todos los días en la misma mesa y esperaba que vengan a apostar por los números a la cabeza, o que llenaran una boletita con cinco números para buscar suerte entre los veinte de la lotería. Nunca imaginé que mi vida cambiaría así a partir de esa noche.

Tenía en su cara el miedo de lo desconocido. Seguramente aún no vivió nada de aquello a lo que nosotros estamos acostumbrados, porque su mirada carecía de dolor. Que los milicos solo lo hayan acompañado, sin ningún signo de violencia, hablaba de un preso por error o por algún delito común, pero no político. Levantando mi ceja lo incentivé a que siga contando.


—Era una noche como todas, antes de navidad. Ya había entregado los números al quinielero y volví al bar de Callao y Lavalle, donde paraba siempre, para cenar y esperar que la radio cante la suerte. Ya estaba cerrado, pero el Gaita me atendía igual, de años que yo era su cliente. Me entretuve viendo pasar los colectivos, no era más que eso lo que ofrecía la avenida. Luego me llamó la atención una camioneta, circulando marcha atrás desde Tucumán y que se detuvo casi llegando a Lavalle, frente a mi ventana y mi mesa, al otro lado de la avenida. Además del chofer había cuatro personas que se bajaron rápidamente. Uno se quedó en la esquina, mirando hacia las cuatro direcciones. Los otros blanquearon la pared muy rápido, con un rodillo, desprolijos, tomando pintura o algo así de un tacho enorme. De esos, uno se separó y con un pincel fue dibujando bordes huecos de letras. El motor de la camioneta seguía encendido. No pude entender lo que escribían porque ya era de noche y ese paredón del colegio tiene poca luz. Después de unos minutos empezaron a llenar de pintura los moldes de letras. "¿QUE PASO CON" llegué a leer. Luego me di cuenta cuando pintaron de rojo la clásica hoz y el martillo que eran terroristas, subversivos, escondidos ahí en la oscuridad, parapetados y listos para escapar.

Noté cierto gesto de desagrado en su rostro al mencionar algunas palabras. Parece que sentía más simpatía por las botas que por los martillos, por el verde que por el rojo. Respiró pausado, se acomodó mejor, y continuó.

—Seguían pintando todo de rojo y me sentí cómplice. Al día siguiente, sabiendo que siempre estoy aquí a la noche, me llenarían de preguntas. Así que, aunque el Gaita me dijo que no me metiera, salí del boliche y enfilé derechito por Lavalle a contar lo que pasaba y me quité un peso de encima. Volví y cuando entraba al bar el de la esquina me miró. Me miró con curiosidad y desconfianza. Ya cuando me senté a la mesa estaban subiendo a la camioneta y justo el Falcon doblaba en la esquina. Se escuchó el ruido de los motores pisteando y unos disparos lejanos, tapados por el colectivo 60, que seguía pasando como si nada.

—¿Y qué pasó con la pintada al final? —en realidad quería saber de los compañeros de la camioneta, pero me parece que no estaba indagando a la persona adecuada.

—No terminaron de pintar la última frase. Me quedé mirando pero se me venía la cara del esquinero, el que hacía de campana. Hasta que me acordé: era el hijo mayor de Don Miguel, el fletero. Ahí nomás volví a la comisaría. Algo tenían que hacer. Le expliqué la situación al comisario, que me conocía bien, porque me cobraba mes a mes el permiso para laburar. El me tranquilizó. Prometió ayudarme y así fue. Me acomodó como director de "Quiniela nacional" con una nueva identidad. Pero cuando me negué a arreglar el resultado del gordo de reyes me trajeron acá. "Desagradecido, sos igual que ellos" me dijo un militar, pero debe ser un error, supongo. Y vos, ¿por qué estás acá?

—Yo también, como vos, me ganaba la vida con una lapicera y un papel. Aunque antes tuve otros trabajos, hice de todo. Pero supongo que estoy aquí por escribir sobre las miserias humanas. Sobre el mal que el hombre puede causar a sus pares. Cómo, por salvar el propio pellejo, se puede ensuciar de sangre más que una vida. Vos debes saber de eso, lo viviste de cerca, ¿verdad?

—Bueno, sí, no me esperaba terminar así.

—¿Terminar? Bueno, aquí no se sabe cuando uno termina. Pero no perdamos más tiempo. Tengo cuatro amigos, que están aquí hace unas semanas, y que estarán gustosos de conocerte. Tenemos que apoyarnos entre todos, como vos lo hiciste en su momento, ¿no?

Se acabaron los cobardes

Como todas las tardes, estaba con los gomías en el bar. El gaita nos sirvió vino y hablamos de lo de siempre. Yo no me apiolé que Ramón, el lungo, estaba en otra mesa. Por eso entré a ventilar de la Matilde a calzón quitao. Y bué, me fui de jeta. Dije que él era un gallo de riña y ella ponedora de críos, que ya tienen como nueve gurises, y solo un par son suyos. Que a él ni le importa porque anda en el guapeo político. Ahí todos callaron. Y como una sombra apareció atrás mío el Ramón, con los brazos cruzados y espiándome fijo desde arriba.

—¿Ah si que só compadrito vó? De la bruja sólo hablo yo, de los gurises también. Tomá un trago más y vení al campito que lo arreglamo bien.

¿Un trago? ¡me bajé todo el vaso de un sorbo! Me metí en camisa de once varas por bocón. Mi único berretín era no parecer cagón ante los demás, pero por dentro se me revolvía todo. El último al que vi fue el gaita, decía que no con su cabeza y su boina.

Mientras caminaba tras el que tenía fama de haberse diligenciado varios matones, mi mano toda transpirada iba tomando el cuchillo. Ramón ni se daba vuelta a mirarme. Pensé en atacarlo ahí mismo y cuando las piernas me temblaron me di cuenta que estaba chiflado si me la cría tan fácil. Pero algo tenía que hacer. ¡Quería ser yo quien vuelva al bar!

Y así lo hice. Más tarde, cuando la noche se hizo fría, volví al boliche. Me recibieron como si nada y esperaban que entre el lungo. Pero cuando confirmaron que venía "solo" me palmearon, me invitaron tragos y se sentaron en rededor mío, todos lujos a los que sólo los guapos están acostumbrados. No podían creer que el Ramón estaba muerto. “Quedó pa juntar moscas en el campito”, les dije, orgulloso.

Pero no pude mantener el chamullo por mucho tiempo. Para seguir siendo honesto tuve que contar la verdá de la milanesa: yendo para la plaza, al pasar por la garita donde siempre se escuchan las comunicaciones, le hice seña al yuta, que se la tenía jurada al lungo. “Si le ofrezco un trato me salvo” pensé, y le hice un gesto que entendió, porque se vino atrás mío, medio escondido.

En el campito, Ramón, cansado ya de caminar, paró y sacó el cuchillo. Así que manotié el mío y lo levanté. Estábamos enfrentados con el filo brillando en alto cuando el Ramón empezó a bajarlo. Puso cara de julepe y ahí se escuchó como un trueno. Yo no sabía si me habían matado a mí o a los dos, pero el lungo cayó al piso; yo guardé mi cuchillo y el yuta quedó echando humo.

Fue terminar de contarlo y me dejaron solo. Ahora tengo frío y ni siquiera un vaso de soda en la mesa.

¿Quién haría una cosa así?

El lugar parecía una casa como cualquier otra. Me recibió una mujer vestida de enfermera. Esperé hasta que me avisó, estirando su brazo y apuntando con el dedo índice al final del pasillo, que el "Pai" estaba listo para recibirme. El aire se hacía cada vez más espeso, el olor a incienso era muy fuerte y cuando llegué al final del corredor me encontré con el brujo, sentado tras una mesa y casi oculto entre tinieblas de humo de diversos colores. Me invitó a sentarme con un gesto.

Quise contarle mis problemas pero me pidió que sólo mirara el oráculo. Era una bola traslúcida girando en una fuente de agua ubicada en el centro de la mesa. Ahí se reflejaban las luces de colores. Él también miraba con mucha atención.

Sobre una música llena de tambores y gritos en un idioma desconocido para mí, y con gran asombro, escuché su relato de mi vida. Nunca despegó la mirada del cristal y, con voz suave y siempre en el mismo tono, me dijo:

—Tienes dos hijos. Estás separada hace doce años. Siempre has tenido discusiones con tu ex marido, Rogelio. Además te sientes mal contigo misma por los cambios propios de la edad. Aún no te repones de la muerte de tu padre. Tu familia no te acompaña; te sientes sola.

No podía creer el nivel de certeza de sus palabras. Los hechos, las fechas, las sensaciones y sentimientos. Había acertado en todo.

—Sin embargo, estás aquí por problemas económicos. Tienes un comercio minorista y no está yéndote bien. Aunque invertiste dinero en mejorarlo, los ingresos no acompañan. Y creo que ése es el problema.

—¿Cuál es el problema? —consulté, un poco confundida.

—Alguien hizo un trabajo para trabar tu progreso. Y lo hizo sobre la herencia de tu padre, la misma que estás usando poco a poco; para el negocio, para tu casa, para los gastos cotidianos. Esa plata está maldita. No deberías seguir usándola. Nada bueno puede salir de ahí. El trabajo está hecho sobre los billetes.

—¿Quién haría una cosa así? —increpé con bronca, buscando saciar mi curiosidad.

—Cuando tengamos los billetes lo sabremos. Hay que hacer dos trabajos para revertir el maleficio; uno para limpiar el dinero que pusiste en circulación, o que ya usaste para comprar cosas, y otro trabajo para quitar la mala onda de los billetes que aún tienes. Habría que empezar por este último para evitar que siguas expandiendo la mala energía.

—¿Qué hay que hacer entonces? —estaba dispuesta a hacer lo que sea total que mi vida vuelva a su cauce.

—Rápidamente hay que traer el dinero, pasto del patio de tu casa, velas de diez centímetros blancas y verdes, papel manteca, dos rosarios y una infusión con ruda, menta, hojas de paraíso y un limón cortado al medio.

—Muy bien. Mañana estaré aquí con todo. ¿Cuánto le debo por la consulta?

—Prefiero que no me pague ahora. Ese dinero está maldito. Por favor, págueme después que hagamos la limpieza. Luego veremos como bendecir la casa y el negocio.

Aquel gesto cerró toda posibilidad de dudas. Si fuera un simple comerciante se aseguraría al menos el valor de la sesión. Esa misma tarde visité herboristería y santería para armar mi arsenal de lucha contra el gualicho de alguien. Ya averiguaría de quien se trataba.

Al día siguiente, con mucho temor por andar con todo mi dinero en la calle, fui a ver al brujo. Me hizo servir parte del té en un vaso pequeño, agregó un polvo que extrajo de un mortero, dijo unas palabras extrañas y me pidió que lo tomara a sorbos. Dibujó un óvalo de sal en el piso, detrás del escritorio, donde antes estaba su silla. En el centro colocó el papel manteca, sobre él acomodó los billetes y luego encendió las velas. El ritual del brujo incluía una rara danza, muchas palabras y rezos, con uno de los rosarios. El otro rosario estaba enrollado entre mis manos.

Cuando terminó sus oraciones pidió algo que me sorprendió: que vaya al baño y moje cada parte de mi cuerpo con el resto del té que había preparado. Seguí sus indicaciones, que incluían secarme con un paño de seda apoyándolo en la piel, sin frotar.

Al volver lo encontré sentado, con las piernas cruzadas, detrás del papel manteca y el dinero. Cuando se consumió la primera vela comenzó a envolver el dinero con el papel manteca, como si fuera un fiambre de almacén. Luego usó el rosario para atarlo y dejó caer las últimas gotas de té del vaso sobre el envoltorio. Me pidió que no abra el paquete hasta que la luna vuelva a su fase nueva.

—¿Y quién hizo el trabajo al final? ¿Fue mi ex marido?

—Se ve la mano de una mujer, de pelo oscuro, no tengo más datos. El oráculo jamás revela un nombre.

Sólo algunas cosas cambiaron a partir de ese momento. Mi ex marido trajo el dinero de la manutención del mes actual, y se puso al día con los meses anteriores. Empezó a compartir más tiempo con nuestros hijos y se hizo cargo de los gastos de educación. Por ese lado obtuve tranquilidad. Pero el resto de los problemas seguían igual. ¿Habría que esperar a la limpieza de la casa y el negocio?

Cuando se fue la luna menguante fui impaciente a deshacerme del papel y a guardar el dinero nuevamente, dejando separado lo necesario para el mes. El rosario dejó su marca en el papel quedando grabado como un sudario. Cuando quise separar el dinero comprobé el precio que pagué por crédula: solo los primeros billetes eran tales, el resto era papel de diario cortado en el mismo tamaño. Entonces recordé una de las discusiones más comunes con Rogelio; el decía que el dinero de mi padre era de ambos, y que así sería a la larga, nos separáramos o no. Y entendí porque el pai, que no veía nombres en el oráculo, conocía el nombre de mi ex marido.

Ser o no ser

El tren llegó a la estación al atardecer. Al pisar el andén el viento frío abofeteó mi rostro. Seguí la multitud hasta encontrar la salida. Tomé del bolsillo la nota con la dirección y consulté a un portero. Debía caminar quince cuadras para llegar a la casa.

Cuando decidí tomarme unos días de descanso y elegí este pueblo alejado, tranquilo y casi sin turismo, buscaba un alojamiento económico. Pero en este lugar no hay hotelería. Así que conseguí hospedaje en un "bed and breadkfast" a un precio muy económico. Si bien no me entusiasmaba la idea de compartir la casa con alguien más, no tenía opciones, y serían sólo cuatro días.

Cobijado en mi campera y con la mochila a cuestas recorrí cada una de las cuadras viendo como se apagaba el color de las casas a medida que el sol se escondía tras las montañas. Todos los frentes mostraban jardines y generalmente contaban con fachadas cuidadas. En todas había duendes de jardín o ángeles. Pero la casa de mi hospedaje era diferente. El jardín estaba descuidado, no había esfinges, las paredes tenían la pintura descascarada y se adivinaban fisuras en varios lugares. Solo esperaba que el interior no fuera reflejo de la vista externa. Golpeé la puerta dos veces con mis nudillos helados y, antes de bajar la mano, la puerta estaba chirriando y abriéndose lentamente. Una mujer mayor, de pelo blanco recogido y ropas oscuras, me miraba fijamente sin decir nada.

—Yo soy Marcelo, reservé unos días para quedarme aquí.
—Ah si, Alberto, por favor, adelante.

Ya tendré tiempo para aclarar mi nombre, quizá por su edad no escuche claramente, pensé.

La casa se veía amplia y confortable. La sala de estar albergaba un hogar a leña rodeado de sillones de estilo entre los que descansaba un perro. A un costado, la escalera llevaba al primer piso donde estaban las habitaciones. Había en el aire un aroma extraño.

—Éste será su cuarto, como siempre. Acondiciónelo para una larga estadía —encendí la luz y mi cara de asombro por la extrañez de sus palabras se hizo visible—. Seguramente le gustará tomar té antes de dormir, no va a salir con este frío, ¿no Alberto?
—¡Me llamo Marcelo!

El cuarto estaba descuidado. Un manto de polvo cubría la cama y los muebles. Acomodé mis cosas en un modesto placard que rechinaba al abrir sus puertas. A pesar que mis pies sentían frío abrí las ventanas para que ingrese aire fresco, ya que el encierro había convertido en denso y húmedo cada rincón. El té caliente sería una buena idea para ahuyentar el frío corporal mientras la habitación se ventilaba.

Mis pasos en la escalera cortaban el silencio sepulcral que sólo era interrumpido por los leños quemándose. Me senté en uno de los sillones con dudas sobre el perro, que por su tamaño asustaba, pero ni notó mi presencia. Enseguida la mujer bajó sosteniendo una bandeja con porcelana fina y los tés ya servidos, que apoyó en la mesita ratona de roble, sentándose en el sillón frente a mí.

—¿Azúcar Alberto?
—Dos, por favor. ¿No tiene muchos huéspedes habitualmente, no?
—Este es un lugar para quedarse, y no cualquiera cumple los requisitos. Además, me gusta esperar a los voluntarios con las comodidades correspondientes.

Evidentemente me estaba confundiendo con otra persona. Sólo me preocupaba que su falta de cordura no afectara el precio del hospedaje; al fin y al cabo no pensaba estar en la casa más que para dormir.

—Entonces, ¿la tarifa es de 20 dólares la noche, con desayuno?
—Si, con desayuno, almuerzo, merienda y cena incluida. Y por supuesto, con todos los rituales de siempre también —guiñó un ojo y esbozó una sonrisa cómplice que no devolví.
—Señora, voy a descansar. Viajé mucho y estoy cansado.

Me fui caminando despacio, algo intrigado, y giré la cabeza para encontrar que me miraba fijo. Me saludó agitando la mano y dijo algo como "ya empezamos entonces".

Creí que me costaría conciliar el sueño pues la habitación era fría, pero en un momento devino la pesadez, los ojos se hicieron montañas que se desvanecieron rápidamente como un alud y quedé dormido. Me desperté con los últimos rayos del sol colándose por la ventana, con la noche llegando nuevamente. Mi vista estaba nublada y sentía un fuerte dolor de cabeza. ¿Cómo es que anochecía nuevamente? ¿Cuánto dormí? ¡Ese té que tomé!

Cuando ya todo era oscuridad, con gran esfuerzo y tanteando me levanté. Caminé hacia la pared y encendí la luz. Entonces abrí completamente mis ojos. No por el golpe lumínico, sino por lo que la lámpara descubrió: alrededor de mi cama había un círculo de sal y esparcidos por la habitación, restos de velas ya consumidas. La sal estaba desparramada en partes, quizá por mis pisadas o por las de otra persona.

Corriendo bajé las escaleras, saltando escalones y generando un ruido ahogado y seco por el corto contacto de mis pies con la madera. La puerta de salida estaba cerrada con llave. Volví al living y me acerqué al perro. Lo empujé con el pié y no reaccionó. Me agaché, acaricié su lomo a contrapelo y sólo obtuve más del raro olor ambiente, que ahora comprendía: era formol, ¡el perro estaba embalsamado!

—Veo que ya recuerdas a nuestro Bobby. Es un avance, Alberto.
—¡Yo no soy...! —y me quedé sin fuerzas para terminar la frase. Todo se oscureció y sentí mi cuerpo tambaleando unos segundos. Luego, como si aterrizara, fui estabilizándome otra vez.
—¡Alberto! —la voz era suave, mostraba sorpresa y algo de emoción. Abrí los ojos y la vi: el pelo recogido como siempre, delgada, con el vestido azul que siempre guardé en mi memoria.
—¡Caty! ¡Cuánto deseaba verte! —dije, y en sólo tres pasos estuve frente a ella. La abracé con la fuerza de la juventud y ella me respondió con el beso de siempre, el que nos une cada vez que un voluntario duerme veinte horas entre sales y luces, en lo más crudo del invierno.

Alma mía

Empezó como un juego, cuando era chica. Si alguien se burlaba de mi le deseaba cosas feas; todos los niños lo hacen. Pero yo me quedaba con esa idea rondando en la cabeza y a la noche no hacía otra cosa que pensar y pensar en ello, desearlo con fuerza y pedirle al supremo que lo haga. Hasta que un pedido fue oído, y una de mis compañeras -que me hostigaba verbalmente- quedó afónica durante una semana.

Hablé del tema con mi abuela, quien me aconsejó ser cuidadosa, usar los “poderes” lo menos posible, sólo hacer el bien y no dejarme “tentar”. Lo que más me tranquilizó -porque este descubrimiento me llenó tanto de entusiasmo como de miedo- fue que se ofreció a ser mi guía, admitiendo que ella también tenía “capacidades especiales”. Pero no sucedió, falleció al mes siguiente dejándome sola, ya que mi madre murió cuando yo tenía cuatro años.

Intenté olvidar el tema pero no podía. Además, empezó a funcionar de forma inconsciente. Como en la famosa frase “ten cuidado con lo que deseas porque puede hacerse realidad” debía revisar mucho cada pensamiento o deseo. Pero en la adolescencia no pude controlarme más. Logré popularidad entre mis compañeras, y pude salir con los chicos más lindos del colegio. Claro que esto a su vez trajo problemas, muchas chicas me envidiaban y empezaban a hablar a mis espaldas. Y yo no podía evitar castigarlas en mi pensamiento, que luego se transformaba en escarmiento real.

Todo funcionaba perfecto hasta que comencé a salir con Santiago y su ex novia, Dalila, se enojó. Y a partir de ahí no pude seguir con mis poderes. Además empecé a tener problemas de salud y malestar anímico, y la gente empezó a alejarse de mí. En menos de un mes mi vida se había hundido en la soledad y la depresión. Y Santiago volvió con ella.

Entonces empecé a investigar la hechicería. No pude recuperar mis capacidades originales, aunque conseguí herramientas más poderosas. Pero claro, para obtener más poder no podía trabajar yo sola. Así fue que, amparada en la oscuridad de la noche, dentro de un círculo de sal y velas rojas, comencé a pedir ayuda a diferentes entidades. Conseguí mejores resultados, pero cada vez el esfuerzo era mayor y debía favores a más y más entidades.

Ya en la facultad recuperé a Santiago y nos enamoramos. Estuvimos más de un año juntos y con gran entusiasmo decidimos irnos a vivir juntos. Diariamente buscábamos un lugar para construir nuestro nidito de amor. Hasta que se enteró Dalila y la situación se complicó nuevamente. Esa vez sus métodos fueron diferentes; buscó pleito conmigo todo el día, a la salida me provocó y terminamos discutiendo fuerte. Luego me tomó del pelo y al mismo tiempo me empujó al piso. Desde el suelo la vi con un mechón de mi cabellera en sus manos y esa sonrisa igual de irónica como de falsa, que dibujaba automáticamente cuando hacía una maldad.

Aquella noche en casa, llena de furia y con miedo por lo que Dalila fuera a hacer, invoqué a los espíritus. Y no tuve respuesta. Lo intenté varias veces sin resultados. Angustiada decidí pasar al siguiente nivel, contactar entidades más elevadas, algo que era peligroso, pero también mi única opción. Quién me respondió no quiso revelar su nombre y me llenó de preguntas, como quién era yo, por qué hacía invocaciones, a quienes había pedido ayuda y, con voz más grave, firme y amenazadora, consultó si había devuelto favores a cada una de las entidades.

Sin embargo rara vez mantenía un diálogo así con una entidad. Normalmente pedía fuerzas, colaboración para determinadas tareas, pero nunca una entidad me habló del “precio” de esa ayuda.

La voz oscura me dijo que el precio era “trece”. ¿Trece qué? le pregunté. Y la respuesta me dejó helada:

-Trece almas; la tuya y doce más.

Mientras en mi mente retumbaban esas palabras, recordé que había leído -aunque no en profundidad porque no era mi intención llegar a esos límites- que entregar el alma a una entidad implicaba perder la voluntad de acción. A partir de ese momento todo sería gobernado por alguien en el más allá. Y que con el tiempo, y reclutando almas de otras personas, se recuperaba la voluntad y se conservaban los poderes. La forma más común de conseguir almas era con la uija o el juego de la copa, estando la entidad presente.

—¡Tienes que decidir ahora! —me gritó soplando con el viento. Yo no sabía qué hacer.

Era difícil negarse porque no se puede cerrar una puerta abierta hacia los espíritus. Con esto ellos presionan muchísimo, nos empujan y encierran en una única decisión. ¡Pero yo quería seguir siendo yo! ¡Quería ser dueña de mi vida! Ahora, recién ahora entiendo cuanta razón tenía mi abuela con su advertencia.

—Espero que aceptes y no seas ingenua, como tu madre —su aliento quemaba mis pocos recuerdos infantiles. ¿Acaso mi madre pasó por la misma situación? ¿Será por eso que murió tan joven?

Tengo que tomar la decisión más importante de mi vida: aceptar la ayuda del ser superior y conseguir doce almas más, o resignarme a vivir atormentada por él y por Dalila u otras personas que noten mi debilidad. Mientras pienso, en el espejo veo, cada vez que la velas que cortan la oscuridad de mi cuarto se reencienden, un rostro diferente. Primero a mi madre, luego mi abuela, después a Santiago ¡y hasta a Dalila! Y lo único que puedo decir en voz alta es ¡voy a vencerte Dalila!

Fraternidad

A través de su rostro, lleno de marcas del tiempo, se veía la estación de trenes. Sus ojos guardaban el frío de varios inviernos. La mirada deambulaba perdida en algún lugar lejano del recorrido de las vías. Siempre estaba cobijado bajo una manta que en forma de carpa lo protegía del invierno actual.

Los pasajeros lo ignoraban, como si fuera parte de un paisaje detestable al que se acostumbraban con desgano, como si fuera una mancha más de humedad en la deteriorada estación. Él tampoco quería ver a la gente porque veía en cada uno de ellos el reflejo de lo que no pudo ser. Si eventualmente los miraba, si se dejaba llevar por la primavera de sus vidas, terminaba derramando lágrimas que nadie veía, que corrían por surcos bien marcados en su cara y que caían al vacío que era su hogar.

Sólo se alegraba cuando venía un tren, porque con cada formación volvían los recuerdos de su época de trabajador ferroviario. Y más aún cuando estaba junto a su ex compañero.

Su amigo le ofrecía una mirada cómplice y le hablaba sin pronunciar palabras, en un lenguaje que los años saben resumir en señas. Se sentaba a su lado y con gestos y movimientos recordaban su trabajo en el ferrocarril; cuando se inauguró, cuando se expandió y como cambió el pueblo con su crecimiento.

A lo lejos se escuchó el tren cabalgar sobre las vías y los durmientes de quebracho. Llegaría en algunos segundos. Entonces su compinche, recién llegado, levantó las cejas e inclinó la cabeza hacia un costado. Acto seguido, con parsimonia, fueron cada uno a su puesto. Uno fue a la obsoleta palanca de cambios de vías y el otro se detuvo, los brazos en alto, al costado de las vías para tomar la posta, mientras el tren, apresurado, llegaba a la estación.

Después que el malón bajó al andén, el convoy se fue tan rápido como vino. Los dos ancianos volvieron a su lugar de reposo, con una sonrisa de satisfacción en los labios. El visitante antes de irse indicó, moviendo un dedo índice alrededor del otro, que la próxima vez intercambiarían roles. Se fue caminando por la vía. El próximo tren llegaría al día siguiente.

El hombre se sentó y apoyó su mirada en el horizonte lleno de piedras, madera y acero. Volvió a guardar el frío del invierno en su manta, esperando paciente que el calor de los motores a gasoil le de una nueva oportunidad de jugar a estar vivo y salvarse mutuamente con su amigo, cambiando oportunamente la vía por donde irá el tren.

El primero

Siempre sueño con la primera cereza del verano; disfrutándola, deshaciéndola en mis labios, y con todos sabiendo que yo inauguré la temporada. Es importante ser el primero, ¿acaso alguien recuerda al segundo de una carrera? ¿alguien sabe el nombre de la segunda persona que pisó la luna? Sólo los primeros trascienden.

Yo fui el primero en graduarme con honores. Fui el primero en crear una empresa de servicios de seguros y llevarla al tope de ventas. El primero en implementar trabajo en equipo diciendo personalmente a cada empleado, “El lema es que cada uno haga su trabajo y valore el de los demás”.

Por eso, cuando en el cóctel de corredores de seguro, entró esa mujer tan bella que acaparó la vista de todos, no dudé en ser el primero en acercarme. Y luego de una animada charla nos fuimos de la fiesta, ante la mirada envidiosa de los demás.

Fuimos a un hotel y luego de servir unos tragos, empezó a bailar. Se me acercó meciendo rítmicamente la melena y la falda, mientras tambaleaba dos copas de whisky en sus manos.

Quise ser el primero en desvestirme, pero apenas atiné a quitarme la corbata ella se había desnudado; lo hizo en un santiamén, dejándome atónito, ¡era perfecta! Mientras continuaba quitándome la ropa ella retrocedía contoneándose sensualmente. Ni el whisky helado logró apagar el fuego que ella había encendido. Finalmente cayó sobre la cama y me esperó con las piernas separadas. Cuando estuve a punto de apoyar mi cuerpo sobre el suyo repentinamente se apartó, tapó su cuerpo con las piernas, y con voz suave me dijo:

-Antes de empezar necesito saber si quieres ser el primero.
-¡Siempre soy el primero! -respondí, apurado por dejar los trámites y pasar a la acción. Aunque luego sentí curiosidad- ¿el primero en qué?
-El primero en pagar.
-¡Por supuesto! Yo pago siempre.

Con mi respuesta volvió su sonrisa y por fin comenzamos a disfrutar de nuestros cuerpos. Mientras lo hacíamos, ella me hablaba. Recuerdo poco; me contaba de su madre, que falleció en la pobreza por culpa de un dinero que nunca llegó, y otras cosas más.

Al terminar me pidió volver al cóctel, pero quería ir a pié. Mientras caminábamos me felicitó por estar dispuesto a pagar mis errores. Ante mi asombro detuvo su marcha y se paró delante mío. Su mirada era una eterna reprimenda y, gritando, me recordó que fue mi empresa la que no pagó el seguro a su madre. Preocupado, quise conciliar:

-Lo siento mucho, ¿que puedo hacer para...?
-Nada. ¡Ya lo hiciste! Aceptaste ser el primero en pagar.

Dio pasos rápidos y cuando quise alcanzarla un fuerte dolor en el estómago me obligó a agacharme. Sentí nauseas y mucho dolor. Sonriendo me dijo “besa y consuela a mi madre; dile que ya la vengué del primero, ahora faltan los otros dos cómplices”.

Retorciéndome de dolor la veo yéndose a buscar su próxima víctima. Deja atrás un corredor de seguros en la calle, muriendo. Sólo cuento con la certeza, pero no el consuelo, de ser el primero.

La casa de cristal

A mil kilómetros de la ciudad, en el medio de un lago ubicado en lo alto de las montañas se emplazaba la casa. Tenía tres plantas y solo el último piso sobresalia a la superficie. Fabricada íntegramente en cristal y acrílico permitía ver a través de todas sus paredes. También los muebles eran transparentes. Allí vivía sólo una persona, María Luz. Era la participante del reality show “La casa de cristal”. ¿El desafío? Vivir en soledad cien días sin otra cosa para ver más que el agua alrededor, sabiendo que hay cámaras en cada pared y que todo es transmitido en vivo por televisión e internet.

Las cámaras eran controladas remotamente, desde el canal de emisión, en la ciudad. A diferencia de otros realitys, no había diálogo entre la participante y la producción del programa: sólo un televisor que mostraba mensajes, los micrófonos y cámaras.

El programa era un éxito. Miles de personas seguían de cerca el espectáculo; la luz artificial rebotando en la noche y mezclándose con los colores de la televisión, la ruptura del sol en múltiples arco iris al amanecer, la rutina y los sobresaltos a los que se enfrentaba María Luz, así como el morbo de verla duchándose tras un cristal apenas empañado.

Con el éxito vinieron los detractores. Cientos de críticas atacaron al programa; sobre el sufrimiento del encierro y la vida en soledad; sobre posibles fallas estructurales en la construcción de la casa; y sobre la acentuada promoción de exhibicionismo físico. Aún así el programa marchaba sobre ruedas.

Sin embargo el peligro real no eran las críticas, sino la casa misma. Todo comenzó cuando María Luz encontró una gotera. Inicialmente lo solucionó con un recipiente cuyo contenido luego vertía en el desagüe del baño. Pero la cantidad de goteras aumentó y la convivencia con el agua se hizo permanente. Ella se quejó de la situación aunque desde el televisor le advertían que no había riesgos.

Pero cuando el espectáculo estaba en su punto máximo el problema se agravó: con la llegada de la primavera, vino también el deshielo, que aumentó considerablemente el nivel de agua del lago. El piso que se encontraba sobre la superficie no estaba preparado para soportar la presión del agua, y parte de una de las paredes cedió. La ya acostumbrada humedad de las goteras se transformó en manantiales de agua fría que recorrían cada piso hasta estancarse en la planta baja. La imagen era espectacular y bella: era difícil descubrir donde había agua ingresando, donde muebles acrílicos mojados y donde sólo se veía la profundidad del lago a través de las paredes. Cada tanto aparecía un reflejo de luz de cámara que empezaba en rojo y se desvirtuaba en diferentes tonos de naranja. Pero era tanto de bella como de trágica: la casa se iba llenando de agua como un reloj de arena mortal, mientras María Luz dormía plácidamente.

Todo el mundo seguía las imágenes esperando el ansiado momento: el agua llegando a la superficie de la cama. Mientras la producción del programa enviaba un avión a las montañas para resolver el problema, el agua inundaba el colchón.

Durante los primeros días en la casa la participante se acostumbró a despertarse y ver agua alrededor a través de las paredes. Después, humedad constante. Pero en ese momento, cuando se acurrucó y en cuclillas sobre la almohada, vio que el agua llegaba al nivel de la cama y a su cuerpo, gritó. Fue un grito profundo, desesperado, que se repitió al darse cuenta que el agua venía desde arriba, y que el nivel subía rápidamente.

Todos apretaban los puños esperando que María Luz salga de la cama y suba al piso siguiente. Y pronto se sintieron los chirridos al levantar un pié y volver a meterlo en el agua. La sorpresa fue enorme: el líquido bajaba por la escalera. Con gran esfuerzo, peleando contra la potencia del agua, los resbalosos escalones de plástico mojado, y después de caerse dos veces, llegó al primer piso, mojada por completo.

Los noticieros, consultando especialistas, especulaban la cantidad de tiempo faltante hasta que la casa se llenara de agua.

Un plano lejano mostraba a la chica agarrándose la cabeza. Fue cuando vio que el último piso ya estaba lleno de agua. No solo los noticieros se silenciaron. La gente en los hogares quedó boquiabierta. No había salida.

Detuvo su histeria momentáneamente, como un maratonista frena su marcha para tomar aire antes de continuar. Se quedó mirando el televisor, el mismo que aseguró lo inofensivo de las goteras y sintió furia. Era, junto a las cámaras y micrófonos, su único medio de comunicación con el exterior. Temblando de frío, de bronca y de miedo, tomó el aparato y con esfuerzo lo levantó. Aumentó la fuerza hasta desenchufarlo y corrió chapoteando hasta arrojarlo sobre una de las paredes. En pocos segundos la pecera se llenó de agua y luego, en un instante, la casa se desvaneció. Las cámaras inalámbricas al estar encerradas en cubos herméticos siguieron transmitiendo: solo se veía caos, imágenes confusas, aguas tumultuosas, a veces calmas y también partes de muebles apenas identificables entre los reflejos del sol que empezaba a asomar detrás de las montañas.


Pero de María Luz no se sabía nada. Hasta que pasó casi una hora de videos grises y traslúcidos y las aguas calmaron sus nervios. Entonces, una de las cámaras, trabada con un mueble, mostró a la valiente participante, como prolongando su sueño interrumpido, boca arriba, con su ropa de cama, asomando parte de su rostro en la superficie pero sin despertarse por los rayos del sol. Lucía en su mano derecha un reloj especial, el que indicaba los días y horas de estadía que le quedaban en la casa para ganar el juego. Al llegar el avión desde el aire vieron su rostro, y el mundo entero observó el féretro de agua donde María Luz reposó en su última despedida, hasta ganar el juego.

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