La rosa robada

Esperaba paciente que el sol se transforme en brasas, que la luna esté aún desperezándose y que ningún farol esté encendido. Ese era el momento del cambio de turno del personal de seguridad; el instante más adecuado para ingresar de improvisto en la mansión.

Las señales gritaron al unísono la llegada de la hora. Sus pequeñas manos levantaron el tejido y como un roedor se arrastró en el piso. A pesar de algunos raspones pasó bajo los alambres. Cuando se puso de pie y vio el horizonte morado –más como uva que como naranja- sintió urgencia. Temiendo que la noche lo sorprenda corrió sin pausa por un camino de tierra. Agitado llegó al jardín de la casa y se quedó detrás del rosal. Había gente cerca así que permaneció agachado, acurrucado, en cuclillas, como un bicho bolita. Luego, con movimientos suaves, buscó la rosa más colorida. Muchas habían cerrado sus alas pero otras aún buscaban el último beso de febo. Tanteando el tallo buscó un lugar sin espinas en la rosa y aplicó presión. La miraba unos segundos y decidía si quedársela o ir por otra. Habitualmente cortaba cuatro o cinco flores hasta encontrar la que él consideraba más bonita.

En la garita de seguridad, los guardias repitieron el diálogo diario: -¿Alguna novedad? –No, la tarde fue tranquila, como siempre.

Finalmente la rosa de labios abiertos, de aroma fuerte y colores intensos, la elegida, era la única aún en sus manitos. Amparado en la ausencia de luz se alejó paso a paso, mezclándose sigilosamente entre los arbustos, a la par del camino empedrado, hacia la salida.

Uno de los guardias lo vio y, alarmado, le comentó a su compañero: -¡Me parece que ahí está el guacho otra vez!
-Ojo, el chico tiene madre, ¡no está solo eh! –aclaró Juan.
-Ah, si, Natalia, yo la “conocí” hace como cinco años ¡linda mina! –Sonrió e hizo un gesto grosero moviendo las manos. Juan clavó la mirada en su compañero y giró la cabeza intentando negar lo pasado, rechazando su actitud-. Me quiso encajar un pibe y rajé.
–Bueno, firmemos el libro de novedades. –apuró Juan, que no quería seguir con el tema.
-Si, pero esperá que esta vez lo voy a agarrar al mocoso.
-No, dejá que yo lo voy a buscar, vos revisá el libro. –Juan sabía muy bien el camino que el chico elegía para salir, y fue en su búsqueda por otro lugar.

El niño continuaba avanzando a paso lento, despreocupado, y se detenía tras cada arbusto que encontraba. Entre la vegetación se cercioraba que nadie esté cerca, y volvía a caminar.

Al volver, Juan, sin querer, lo descubrió con su linterna, dejándolo expuesto, con sus ojos frescos observándolo, inmóvil, y con la rosa de siempre en la mano. El hombre, sabiendo que la rosa era para su madre, le indicó con la mano que siga su camino, y luego cambió la dirección de la interna. ¿Cómo no dejarlo ir? Si deseaba ser él mismo quien alcanzara una rosa hasta las manos de esa mujer.

-Se escapó de nuevo –dijo Juan, y cuando su compañero lo miró desconfiado encontró en sus ojos la misma mirada del niño-, tiene mucha habilidad para escaparse, casi como vos.
-Ja, ja... vos nunca te escapas y ni siquiera buscás lo que querés. Si te ponés las pilas vas a conseguir lo que quieras. Y si no te escapas como yo, ¡lo vas a conservar!

Juan se acomodó en la garita, y miró el parque, deteniéndose en las rosas caídas, iluminadas por faroles y luna, las que no llegarán a las manos de su mujer.

Esa noche pasó lentamente. Deseaba llegar a su casa más que nunca. Y regocijarse al encontrar a su mujer despierta, esperándolo para desayunar, a su hijo de soltera aún durmiendo, y la rosa en la mesita de luz, que durante una semana regalaría color y aroma a la secreta familia.

A la caza de la casa

¡Riiing! ¡Riiiiiiing!
Conocía ese timbre más que a su propia voz. Treinta años viviendo en el mismo barrio de Buenos Aires, en esa casa que casi fue rematada, y que ahora estaba llena de soledad. Desde que Oscar falleciera, hace dos años, Ana quedó inmersa en una oscura depresión de la que recién ahora estaba saliendo gracias al tiempo y la ayuda psicológica.

Los perros ladraban a lo lejos y el timbre volvía a gritar la urgencia del llamado.
¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiing!
-¡Ya va! ¡Ya va!

Ana quitó la traba, dio vuelta la llave y empujó la puerta hacia dentro de la casa. Cuando lo vio sus ojos se desorbitaron. La imagen venía del pasado, pero ahora lo tenía frente a frente, como tantas veces. Sin soltar el picaporte dio un paso atrás y las piernas dejaron de responderle. Todo se hizo gris, un zumbido tapó sus oídos y terminó en el suelo. Oscar, que seguía siendo gordo, pesado y torpe, la ayudó a incorporarse del repentino desmayo y la llevó al sofá.

-¡¿Cómo puede ser?! ¡Vos! –Ana no entendía si estaba delirando, soñando, o si realmente Oscar había revivido.
-Entiendo Any, que verme te sorprenda. Pasaron casi dos años –Oscar hablaba con parsimonia y seguridad, sin dejar de mirar los ojos de ella.
-¿Qué pasó? ¿Dónde estuviste? -Los días grises, la sensación de que nada más importa, el dinero abundante pero la dolorosa falta de compañía, todo volvía a la mente de Ana-. ¡Yo estuve tan mal...!
-Any, yo te di mi palabra; nadie nos quitaría nuestro nidito de amor, ¡éste es nuestro hogar! –dijo Oscar, mientras movía las manos, enérgico.
-¡No me mientas! -Como un balde de agua fría el entendimiento cayó sobre Ana-. ¡Fingiste todo! Y yo acá... ¡llorando por vos!
-Lo importante es que ahora estamos juntos, que salvamos la hipoteca y tenemos el dinero del seguro.
-¡Sos una basura! –Ana gritó enfurecida. Hacía minutos estaba asombrada, quizá hasta contenta de verlo nuevamente; y ahora que veía sus reales intereses, Oscar estaba muriendo por segunda vez, ahora frente a sus ojos.
-¡Por favor Ana! Estuve fuera del país dos años, lejos tuyo; ¡yo también sufrí! –Ana se puso de pié y caminaba sin despegarle la mirada-. Ahora tenemos que aprovechar el tiempo. Te propongo mudarnos a Panamá: con la venta de la casa y la plata del seguro ¡estaremos bárbaro!
-¡Ya veo que lo único que te interesa es la plata!
-No Any, quiero que estemos juntos.
Ana se inclinó hacia él y con las manos en la cintura le gritaba, le reclamaba:
-¡Quedáte acá entonces! ¿No hablábas de esta casa como nuestro nidito de amor?
-Acá estoy muerto Any. En Panamá tengo una identidad, podemos empezar de nuevo.
-No en la clandestinidad. Blanqueá tu situación y luego nos sentamos a charlar. Si no haces vos la denuncia, la hago yo.
-Eso no te conviene Ana. Fuiste la única beneficiaria de mi muerte.
-¡No pienso ser parte de este infame chantaje! ¡Andáte ya mismo! Viví todo este tiempo sin vos, ¡puedo seguir haciéndolo!
-¿Estás con alguien no? ¿Es por eso?
-¡Andáte ya!
-Si, ya vas a tener noticias mías. Esta casa aún me pertenece y el seguro también. ¡Voy a recuperar todo!

A pesar de la advertencia, Ana fue a la comisaría a efectuar la denuncia. Con una sonrisa contenida, el oficial se desentendió del tema:
-¿Su marido? ¿Pero si murió hace dos años? Quizá le convenga ver a un psicólogo, en estos casos...
Sin dejarlo terminar, Ana fue a la compañía de seguros, donde sí la escucharon. Preguntaron todos los detalles de la extraña visita, otros de cuando vivían juntos y algunos del período en que Oscar no estuvo. Iniciaron una investigación. La compañía fue querellante y Ana declaró como testigo el mismo día en que viajaba.

Dos meses después, radicada en su nueva casa, se enteraba que finalmente Oscar fue apresado y luego juzgado por fraude y falsificación de documentos. Y que esa semana vencía el plazo para pagar fianza y evitar la prisión.

La casa estaba llena de luz y de vida. Quedaba en Palmas de Mallorca y desde allí se veía el mar. Fue costosa, pero con la venta de la vieja casa y el dinero del seguro resultó sencillo encontrar un buen lugar para vivir.

Es la hora dorada. El sol se esconde y lo que queda de él tiñe de rojo la vegetación. El cielo indeciso se pinta de plomo. Pronto vendrá la noche. Todas las señales indican que el ritual comenzará enseguida.

Una docena de personas se sientan en círculo y tomadas de la mano miran al centro, aún vacío. Los minutos pasan llevándose la iluminación de color, dejando sólo a la luna actuando de farol nocturno, pero nada nuevo sucede aún.

De repente, el hombre de túnica oscura se acerca, se ubica en el centro, y sin mirar a nadie, con la cabeza apuntando al cielo, comienza a bailar. Se desplaza de un rincón a otro del círculo de personas inclinando su cuerpo hacia un lado y otro, girando y gimiendo palabras extrañas.

Como si no lo vieran hace el gesto acordado, y se acciona el equipo oculto en la vegetación. En segundos, el lugar se llena de humo frío, y sus movimientos se hacen más místicos aún. Él sigue bailando, cada vez con movimientos más exagerados. Elige a la primer persona y la ayuda a ponerse de pié. Danza a su alrededor y emite los monosílabos necesarios. Nadie sabe cómo, pero al momento en que cada persona se levanta se encienden múltiples haces de luz que surgen desde la tierra.

El estruendo del trueno y la ráfaga de luz dejan inmóvil al orador que cae de rodillas, en el mismo momento en que se parten las ramas de los árboles circundantes, y rompe en llanto.

La parte que sigue ya la conozco: la excusa de que alguien tiene un conflicto con la naturaleza y será necesaria una nueva sesión de “Conexión Terrenal” para encontrar armonía, pero cada uno en un grupo distinto.

Estas notas de audio me serán muy útiles para aprender el oficio. Mi padre ya está viejo y pronto deberé reemplazarlo para continuar sin interrupción, el negocio familiar que comenzó mi bisabuelo; la venta indiscriminada de ilusiones efímeras, que como velas iluminan la esperanza de armonía hasta que el viento apaga la llama de falsa conexión, entibiando la cara de personas crédulas, que escuchan lo que quieren oír, y sienten lo que buscan sentir.

El sueño encadenado

Nada podía ser más inspirador que una cabaña de ciprés, escondida entre montañas y al lado de un lago de deshielo. Allí estaba yo, rodeado de cálida madera llena de nudos y plieges, dispuesto sólo a alimentarme y escribir. Allí no había recuerdos; nada de familia, amores, deseos ni frustraciones.

No me asombró que al final del día la primera hoja de la novela aún conservara su color blanco, como la leche de cabra del desayuno, ya que parte de la jornada la usé en conocer los alrededores de ese paradisíaco Edén que Jacinto y Elisa cuidaban, cual Adán y Eva, como si de ello dependiera la humanidad.

El día bajaba su bandera roja marcando la llegada de la noche. Comencé a pensar en una protagonista para mi historia. En mi mente, la buscaba, hasta que, paso a paso, sigilosamente, se desplazó como un fantasma; sin rostro, sin cuerpo; y me sentí cautivado por ella.

La luz de luna explotaba en suaves ondas expansivas sobre el lago y, buscando a ese ángel negro que se ocultaba, caí en el sueño, al tiempo que la noche se recostaba en la montaña. Soñaba su cuerpo, laxo e indefinido al principio, estilizado y esbelto después, a medida que, como un dios, me bastaba desear los cambios para que se realizaran. Era cosa de brujería, o de la enorme relación de poder entre soñador y soñado.

Cuando el sol matutino transformó mis ojos en marionetas del amanecer, abrieron la puerta. Llegué a ver la sombra de Elisa –que extrañamente me era familiar- y escuché el eco de su voz invitándome a desayunar. El desayuno fue exquisito: pan casero, dulce de moras y rosa mosqueta, té de hierbas, licuado de durazno y la escueta charla con los caseros. Jacinto quiso saber como elijo a los protagonistas de mis novelas, así que aproveche para contarles mi sueño, para rubor de Elisa y asombro e interés de Jacinto, que me llamó “artista plástico” y se quedó mirando la variedad de colores de la mesa, viajando más allá del desayuno, quizá ensoñado, y que terminó su travesía al levantar el rostro y cruzar su mirada con la de Elisa, cambiando inmediatamente de tema.

En la intimidad de mi cuarto me dispuse a completar mi visión para comenzar a redactar. Cerré las ventanas y, tirado en la cama, forcé al sueño al presionarme los ojos. La duermevela me llevó en andas. La busqué y la encontré. Enseguida dirigí mi atención a su rostro sin cara y le pensé labios abultados, pómulos rojos bajo el cielo de un par de ojos celestes y pelo castaño, ondulado. Todo lo que pensaba lo veía. Ella era hermosa. Yo la contemplaba embelesado.

“Ojalá que no puedas” escuché y de un salto me repuse en la cama. La voz ronca fue débil, pero clara y sentida, como pronunciada apretando los dientes. ¿Había sido en el sueño o fuera de él? No había gente en la habitación ni en el pasillo.

No volví a dormir ese día. Sólo fumaba y recordaba. El rostro perfecto y la silueta sensual se salpicaban con esa maldición que sonaba como un chapuceo que al mojarme rompió el sueño y la creación.

Pasaron tres noches sin sueños hasta que volví al mundo sin gravedad, sin reglas, al embrión de mi musa, y ahí la encontré. Pero no parecía la misma. Sus labios eran delgados, el rostro alargado, el pelo lacio ¡pero era ella! Sentía su esencia en el aire, aunque la imagen era otra. El asombro inicial no me permitió notar lo evidente. La mujer era una copia de Elisa. ¡Pero yo no la creé así! Y mientras, asombrado, abría mis ojos, nuevamente la voz sonó como un redoblante de tambores graves y oscuros, con un tono dulzón que no lograba tapar la ronquera de años, -Al final no pudiste.

Comprendí que quien, hace tres noches, me anticipó que no podría, se estaba robando la mujer de mis sueños, modificaba mis deseos en el preciso momento de la germinación, quería cambiar las alas de mi mariposa cuando aún era crisálida, él buscaba que la musa sea Elisa.

¿Cómo pudo ingresar a mi sueño y modificar mi creación? Pero yo todavía era el dios de mi mundo onírico, y tenía el poder de crear y terminar todo. Ella no era la que yo deseaba, y la maté. La maté porque era mía y estaba contaminada con los deseos de otro.

Y antes de recomenzar la creación quería eliminar el contaminante. En mi sueño, fui directo a buscar al intruso. Era Jacinto ¡en mi sueño! (sólo él conocía lo suficiente a Elisa como para moldearla con tanto detalle). Su gesto era mezcla de soberbia y orgullo, aunque yo esperaba decepción y enojo, por la muerte de Elisa. Intenté matarlo como hice con la mujer, pero sólo conseguía divertirlo. Insistí en matarlo de diferentes maneras y cuando sus risas eran carcajadas comprendí que era imposible. Entendí por qué él podía modificar mi sueño. Entendí por qué yo no podía matarlo. Entendí que yo no era humano; solo era su sueño y él mi soñador, mi único dios. Luego Jacinto abrió los ojos, llegó la luz blanca; y no recordé nada más.

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