El día de mi muerte

-Le quedan seis meses de vida –sentenció el doctor. Me quedé muy quieto y contuve el aliento mientras los ojos se llenaron de lágrimas. La muerte asusta, y cuando viene con tanta urgencia y con aviso previo, tiñe de angustia el último espacio de vitalidad. ¿Por qué no viene cuando sea y ya? ¿Por qué tiene que avisarme antes? Con cincuenta y cinco años, todavía me sentía joven y, aún disconforme con mi vida, tenía proyectos por delante. Pero en ese momento la oscuridad entró a mi ser.

Con la mirada perdida volví a casa. Desde el taxi todos los edificios tenían el mismo color, la gente la misma cara, el aire el mismo olor, todo se sentía como recuerdo, todo sería recuerdos en alrededor de ciento ochenta días.

Empujé la puerta y entré. Toda la casa estaba oscura. La biblioteca llena de libros de lomo negro, el piso marrón oscuro y hasta la luz de la ventana estaba ennegrecida.

El cuerpo me pesaba y así fui a la cocina, arrastrándome como un cuerpo sin alma, agarrándome de las paredes casi sin pensarlo. De un manotazo arranqué todos los colgantes de la puerta: la cuota de la hipoteca, el resumen de la tarjeta de crédito y algunos imanes estúpidos. Abrí la puerta y tomé a borbotones el primer líquido que encontré.

Intenté pensar en otra cosa. Encendí el televisor, la computadora y la radio. En medio de esa vorágine, entre el cielo y el infierno, me pareció escuchar a alguien recitando. Presté más atención:

“Si pudiera vivir nuevamente mi vida”

Pero no, hasta en la radio me lo recordaban. Todo se complotaba, cada segundo que pasaba era uno menos, y esa fue la gota que rebalsó el vaso.

“Correría más riesgos,
haría más viajes”

¿Saber cuando uno morirá, no es como nacer de nuevo a partir que uno se entera?

“...si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos”

¿Podría condensar lo que me quedaba de vida en seis meses? Como si fuera fácil...

“Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
si tuviera otra vez vida por delante”

Esas palabras, que rebotaron por toda la casa, cambiaron mi percepción del tiempo. Viviría lo que me quedaba con urgencia, con la desesperación que tenía cuando aún era joven y no importaba nada. Con el descaro de saber que ya no estaré aquí en poco tiempo, como cuando era adolescente e iba de vacaciones y todo, los romances, las amistades, los problemas terminaban al volver. ¡Que así sea!

Ese fue el momento de planear las últimas vacaciones. Sólo necesitaba tiempo y dinero. Empecé por obtener el tiempo que dedico a mi trabajo. Llegué a la oficina y entré con una sonrisa de oreja a oreja y fui directo a la oficina del jefe.

-¡Ah! ¡Apareciste! –comenzó a recriminarme, pero lo interrumpí enseguida.
-Si, y sólo para decirle que no quiero volver a verle la cara. Que mi tiempo vale mucho más de lo que usted puede pagar. No vengo más y no se moleste en preparar la liquidación. No necesito su dinero.

Sonreí y me fui cantando. En el camino se oían murmullos, alguien comentó que gané la lotería, con mi famoso número de la suerte, y no me interesó corregirlos.

Ya tenía el tiempo. Entonces pasé por el banco y retiré los ahorros. Quité del débito automático los gastos y di de baja todas las tarjetas y servicios.

Y ahí, recién ahí, empecé a vivir la vida.
Recorrí los mejores lugares: la majestuosidad de las Cataratas del Iguazú, la solemnidad del Tren de las Nubes, los relajantes paisajes del sur. También visité las Islas Galápagos, Francia, Madrid, Roma y Grecia.
Viví las mejores experiencias; paseos en lancha, trekking, paracaidismo, bungee jumping y ala delta.
Y, no voy a negarlo, conocí bellas mujeres, aunque no el amor; eso quedó en la anterior vida.

Mi ánimo era inagotable. Aunque ya tenía poco tiempo. Y poco dinero. Volví a casa, pero no pude entrar. Habían ejecutado la hipoteca. Me hospedé en un hotel y desde ahí arreglé mi partida. Las cosas de la muerte es mejor solucionarlas en vida: contraté un buen servicio fúnebre y un excelente lugar de descanso, acorde con una larga vida de trabajo y con seis meses de agotadora panacea. Escribí, de mi puño y letra, cartas avisando mi defunción y un destacado en el obituario del diario más leído.

Durante más de treinta años fui contador y tesorero; obviamente que tuve éxito con los gastos de esos seis meses. Faltaban sólo dos días y llegué con lo justo. No tenía sentido llevarme dinero al más allá. Me alcanzó para pagar el hotel y esperar la muerte, a quien, a esas alturas, esperaba ansioso.

Fue en ese momento cuando recibí la llamada en mi celular. Era mi médico.
-¡Aún no me morí, Doctor! Pero ya tengo todo listo...
-Augusto, ¡tengo buenas noticias! –Las palabras fueron latigazos, fueron más fuertes que el vértigo del bungee jumping, pero aún faltaba caer, y no sabía si la cuerda funcionaría.
-Bueno, hubo un error administrativo, con el diagnóstico... en realidad ¡estás bien! ¡No te vas a morir!

Así empezó mi calvario. Tuve que escapar del hotel y dormir en la calle durante tres noches. Luego enloquecí de odio y fui a ver al responsable, el que me quitó la vida y la muerte. No quiso atenderme porque no tenía turno. ¡Qué descaro! Pero esperé que terminara de trabajar; lo que me sobraba era tiempo. ¿Y sabe qué? Me trató de loco. Dijo que debería estar en un hospicio. Por eso mismo, ya que el doctor me mató a mi primero, seis meses antes, en el día que nunca llegó y también hace cinco días con su “buena noticia”, e intentó matarme en vida ayer mismo, al mandarme a un loquero. Por eso mismo, señor juez, es que no pueden acusarme de asesinato.

En_sueño

El despertador sonó a las siete en punto. Eran cientos de latigazos sin fin azotando los oídos. La pesada mano lo silenció y el resto del cuerpo empezó a tomar conciencia de sí mismo. Esa noche Jorge había soñado. Soñaba con frecuencia, pero esta vez se despertó perturbado e intrigado.

La ducha, el mate amargo y el frío de la mañana no podían quitar el sabor desconocido del sueño tan real. Se moría de ganas de contarlo a sus compañeros de trabajo, pero sabía que el suceso era tan extraño que se burlarían de él. Es que ellos eran los co-protagonistas de esa historia; la historia cuyo fin fue salvado por la campana a la hora en que cantan los gallos.

Cuando llegó a la oficina saludó a Mónica. Sintió irrefrenables deseos de contarle todo como respuesta a la tradicional pregunta “¿Cómo estas Jor?”. Se mordió los labios cuando dialogó con Juan y se tragó el salado sabor del silencio al decidir no comentarle a Carlos. A él le preguntó: ¿Y Fernando? –Fer anoche trabajó hasta cualquier hora y creo que después salió con Laura. Seguro que llega más tarde.

Jorge no acostumbraba a hablar mal de los demás, pero se animo a decir: -Este Fernando, siempre el mismo irresponsable. Nos va a meter en quilombos.

En los días comunes las miradas se cruzaban como rayos multicolores entre los cuatro empleados; guiños cómplices, comentarios cómicos, cargadas sutiles y otras sarcásticas. El clima era ameno y entretenido. Pero ese no era un día común. Las miradas caían, victimas de la fuerza de gravedad, en los escritorios llenos de papeles o directamente al piso alfombrado, donde se perdían en ningún lugar.

Jorge no creyó que algún día extrañaría el parloteo chillón de Mónica, los comentarios irónicos de Carlos y las serias, cortas y ácidas intervenciones de Juan. También ese día, algo diferente lo unía con sus compañeros de años. Algo distinto sucedía. Comprendió que no solo a él le pasaban cosas. O quizá estaba tan conmovido por el sueño que vivía las situaciones de forma diferente. Pero no le preguntó nada a nadie. Se mordió la lengua, se tragó las preguntas, digirió mil hipótesis y sacó de su maltratado y ulcerado estómago un poco más de paciencia. El sabía que era martes y todos los martes, desde que Fernando fue designado Jefe de Área, iban a cenar juntos.

Las horas laborales pasaban lentamente, decididamente, implacablemente como un buque trasatlántico rompiendo el hielo espeso tras el cuál hay aún más frío. Fernando no fue a trabajar. Era la segunda vez que Fernando no iba, pero la primera que no avisaba previamente. ¡Si se ocupaba de llamar por teléfono ante un simple retraso de cinco minutos! Fernando fue el único motivo de diálogo que integró a los presentes. Después de manifestar extrañeza concluyeron, como discurrió Mónica, que Fernando había decidido no trabajar pero que seguro iría a la cena; después de todo fue su idea y es el que más insiste en conservar la tradición.

Los quince minutos del rutinario viaje en taxi hasta el ya conocido restaurante tuvieron que soportar escasos y sobretodo muy superficiales diálogos. Sólo al taxista parecían importarle realmente los comentarios del tiempo, del tránsito y la inseguridad. A los pasajeros las palabras se les caían de los labios como baldosas pesadas, eran frases cortas como quien recién aprende un nuevo lenguaje y cerradas como cuando después de una discusión alguien no está interesado en seguir la conversación.

Cinco platos escoltados por cubiertos protegían el centro de la mesa redonda. Las copas se fueron volteando una a una para mojarse de vino tinto. El oscuro fruto de uvas entraba en las bocas en estado líquido y luego era expulsado en forma de tímidas palabras que buscaban más romper el silencio que ser oídas atentamente.

Juan, el contador, tan práctico y lógico, en esta oportunidad, con la copa dibujando recorridos de hamacas entre sus labios y la línea imaginaria de la vela de color, divagaba: “La luz es poderosa. Nosotros apenas si podemos lograr que el vino entre en nosotros, en cambio la luz logra entrar en las entrañas del vino, recordando los viñedos, su ausencia en el tiempo de estacionamiento...”. Carlos, que apostaba a que el vino sea un gran tema de conversación, agregó: “Es arte. Miren. Las figuras que el vino dibuja al resbalar sobre el interior de la copa. Y siempre es distinto, según la textura, si es añejo, varietal. Es arte efímero, es trabajo y premio. Nace de un pequeño movimiento, se explaya rápidamente, impacta y se va de golpe. Es como un sueño”. Nadie respondió pero todos miraron los ojos de Carlos. Su comparación (él se dio cuenta) no fue bien recibida. Si él mismo sintió estar delatando en el temblor de sus labios lo que le pasaba. Después de juntar miradas en sus ojos, Carlos notó que sus compañeros se miraban entre ellos, asombrados de haber encontrado a los demás inquietados por lo mismo. El silencio se mantuvo hasta que el mozo la interrumpió con forzada alegría para preguntar si podía servir la comida.

-No es lo mismo si no está Fernando –dijo Mónica. Jorge apoyó su espalda en la silla y entre dientes respondió. -Sí. Y además yo quería hablar con él.

Juan seguía callado y sólo miraba, como en un partido de tenis, quien lanzaba cada frase de un lado a otro de la mesa. Pero Carlos, titubeando, nervioso y sorprendido, rápidamente dijo: -Yo, yo también tengo que... hablar con él.

-Vamos a seguir esperando -dijo Mónica sin mirar al mozo. En cambio Juan busco la mirada del anfitrión y señaló tímidamente la botella de vino, ya sin sangre en su interior.

Mónica era sin dudas quien más soltura mostraba al hablar. Apenas si se notaban que los nervios corrían por sus venas, casi no se percibía que todo era difícil en ese día para ella. Quizá porque como encargada de ventas estaba acostumbrada a controlar sus emociones. Dicha lucidez le permitió comenzar a tirar las primeras piedras de lo que terminaría siendo un volcán.

-Fernando está teniendo problemas. Ayer me comentó algo. –Quienes bebían tragaron de repente. Los que solo jugaban con la copa en sus manos la depositaron en la mesa. Juan, que solo miraba, se apoyo de codos en la mesa y puso la pera sobre su mano derecha al tiempo que clavó su mirada en los labios de Mónica.

-Me habló de un sueño, más bien de una pesadilla. Es algo recurrente, le impide dormir y los recuerdos lo atormentan cuando está despierto. Me pidió que lo ayude con algunas tareas ya que no está al mismo nivel que antes. Pero hoy yo...

-¿También soñaste Mónica? –adivinó Jorge.

Mientras Mónica asentía con la cabeza se escuchó el sí de Juan y él “yo también” de Carlos. Un clima de tranquilidad invadió la circular mesa como una luz cenital. El saber que todos compartían el mismo padecimiento los consolaba. Un consuelo de tontos frente a su mal compartido.

El mozo llenó las cinco copas del mejor vino tinto. Aquel al que los había acostumbrado Fernando.

Jorge no aguantó más y así como el cuerpo de un borracho expulsa aquello que le hace mal, empezó a vomitar palabras. –En el sueño... estaban ustedes, todos. Pero... sus caras, me miraban con desconfianza y expresaban maldad. Algo que nunca paso... Algo raro –Jorge hablaba rápidamente y terminaba las frases con suavidad y bajando un poco el tono de voz y el ciclo se repetía-, algo raro estaba por pasar. Algo yo iba a hacer, sus rostros se me acercaban cada vez mas... y sonó el despertador. No sé porque pero me angustié mucho. No comprendo, si no pasó nada en el sueño. Y tuve esas imágenes conmigo todo el día.

Para sorpresa de todos, Juan fue el segundo en hablar: -Era un cuarto pequeño, de 2 metros y medio por 3 metros. Todos nos apuntábamos con dedos acusadores. Pero el cuarto se iba haciendo más chico cada vez hasta que nuestros cuerpos se empezaron a chocar. Después sonó el despertador.

-Les propongo que escuchemos juntos el sueño de Fer antes de sacar conclusiones –sugirió Mónica muy decidida, mientras retiraba la servilleta sin usar de su falda. -¿Vos decís ir a su casa? –consultó Jorge.

Salieron con gran entereza, uno detrás del otro, con impaciencia y ansiedad. Mónica guió el camino, era quién mejor conocía el camino a la casa de Fernando. Tiempo atrás habían sido pareja, aunque no por mucho tiempo.

Jorge examinó detenidamente con su mirada a Mónica. Era una mujer que no aparentaba los 40 años que estaba estrenando. Elegante, en extremo femenina y con gran decisión. La observó elegir uno de dos manojos de llaves de su bolso y buscar aquella que abría la puerta de la morada de Fernando. Los 3 hombres solo tejían hipótesis sobre como tenía esa llave, más sabiendo que hace tiempo terminó la relación amorosa con quien luego sería su jefe. Pero entraron en la casa con total naturalidad.

Los 3 vagones del ferrocarril seguían fielmente a la locomotora que se dirigía al cuarto de la casa. Allí estaba Fernando. En la cama, con su ropa de dormir, inmóvil, en posición fetal. Mónica lo llamó suavemente. Luego tocó su hombro. Después lo zamarreó pero Fernando no reaccionaba. Lo giró y al acercar su oreja al pecho de él solo oyó silencio. El llanto fue inmediato, el grito nació después y se repitió varias veces. Los hombres de la habitación juntaron lágrimas en los ojos y se apartaron de la cama, dos o tres pasos. Mónica fue hacia ellos y los increpó: -¡Ustedes! ¡Ustedes!

Jorge cayó al piso, sentado, con el cuerpo perdido. Los demás lo miraban amenazadoramente, con cara de maldad y asombro.

-¡Digan la verdad! ¡Lo de anoche no fue un sueño! ¡Ustedes sienten culpa! –seguía gritando Mónica.

-¡No! ¡Fue un sueño! –se excusaba Juan- ¡Yo, yo le pegaba, pero era un sueño, no, no, no lo maté, no quería hacerlo!

Juan no se atrevía a mirar nada. Ni a sus compañeros ni al cadáver en la cama. Sólo sentía, con ambas manos tapando su cara, que la habitación se hacía cada vez más pequeña, y que él quedaba encerrado en el centro y sabía que pronto se chocaría con sus compañeros acusadores.

-¡Vos no dijiste nada de tu sueño! ¿Qué nos estás ocultando? –Increpó Mónica al último, y logró el cometido: Todos se señalaban entre sí con el dedo, echando culpas como disparos con el dedo índice, cumpliendo cada uno su sueño, y ella, ella cumpliendo su ensoñación, su venganza perfecta.

La séptima prueba

El viento soplaba apenas y hacía que sus rizos acariciaran mi rostro. Íbamos a trote lento camino al castillo; ella justo delante mío, entre mis brazos, mostrando una sonrisa, de perfil al camino.

La encontré perdida y ofrecí mi ayuda. En ese momento solo pensaba en la recompensa que obtendría. ¿Caballos? ¿Algún título? ¿Tal vez su mano?

-Necesito volver al castillo, pero no sola –me dijo al acercarme.

Mientras acomodaba la montura para que entráramos ambos, el cielo se tiñó de negro tormenta.

-Si partimos ya, nos tomará la lluvia por sorpresa –le dije, esperando la posibilidad de ir juntos a un refugio.

-No me importa, ¡tenemos que irnos ahora!

La llegada al castillo fue triunfal: La puerta se abrió y comenzaron los vítores, la algarabía y algunos festejos más. Hasta las nubes se dispersaron para que también el sol pueda recibirnos.

Antes de bajarse del caballo me preguntó con dulzura “¿Eres religioso, verdad?”. Y esa sería la respuesta a mis preguntas del viaje.

Bajó al tomar la mano de un caballero que la besó con familiaridad. A mí me llevaron a una galería donde en soledad hicieron que espere la ceremonia. Así eran sus costumbres, me dijeron.

En la plaza principal estaban todos. La doncella recibió su condecoración: Conmigo completó la prueba. Pasó exitosamente la prueba de la carne; yo fui el séptimo y su consagración. Entonces anunciaron la fecha del casamiento. Sus ojos y los del prometido brillaron más que el sol.

Sólo una cosa era segura: ella se casaría con otro. Y yo aún no entendía que parte de la religión, entonces, tenía que ver conmigo.

Después de varios sermones y algunos rituales incomprensibles, pusieron una tela negra en mi cabeza y comprendí que no tendría recompensa. -¡No soy religioso! ¡Yo la ayudé! -grité en vano, mientras me sostenían firmemente.

-Ojalá ésta sea la última vez que lo hacemos –dijo el verdugo, pero nadie lo oyó.

En todas las salas

Deseaba no recordar, pero recordaba todo, todo el tiempo. Recordaba el rocío bañando la verde pradera, el sol en los ojos, el molesto gentío de la feria de los sábados, mis años de estudio, el trabajo, ¡extrañaba a mis insoportables jefes!, también los amigos, la familia, todo cobraba vida en mi mente, con sólo cerrar los ojos. Pero la película duraba poco; con solo abrirlos nuevamente tomaba conciencia de que estaba en la luna, hacía ya 5 años.

Estaba en “el casco”. Así llamaban a la construcción en forma esférica, con una base llena de instalaciones y una cúpula transparente, desde donde se veía el infinito cielo, el oscuro espacio de nada que me rodeaba, el rostro lleno de aburridas pecas blancas que me veía envejecer segundo a segundo.

Ya conocía el lugar de memoria. La sala de máquinas, las salas de estar, y las habitaciones. Las habitaciones para “ellos”, los profesionales de la nasa, y para “el resto”; los operarios, los empleados, como yo, flamante “Jefe de mantenimiento” de la planta.

Fue todo cuestión de un día. Yo estaba revisando una de las paredes de cristal líquido cuando todos empezaron a correr y la sirena chilló imparable. El plan de evacuación comenzó. Todos debían abandonar el casco y volver a la tierra. Era una decisión sorprendente, a solo 2 meses de estadía, cuando se planeaba permanecer más tiempo, y habiendo preparado la planta para 20 años de aire puro. Yo conocía como programar las compuertas, por eso tenía que salir en último lugar, pero algo falló y se cerraron conmigo dentro, y se bloquearon luego; ahora sólo se pueden abrir desde afuera.

Cansado de mirar el cielo, aburrido de mirar las repetidas imágenes de las pantallas que finalmente reparé, exploré cada detalle de la planta. No entiendo por qué seguía teniendo fuerzas. Lo más fácil era abandonarme a la muerte, ya estaba muerto para todos. Pero en el silencio espacial, allí donde cada paso es un trueno y un temblor, mis pisadas sonaban diferentes en determinadas zonas. También noté que algunas paredes eran más anchas de lo que el diseño hacía suponer.

En mi cabeza, quizá por ausencia de otras cosas en que pensar, se fueron tejieron mil hipótesis. ¿Habría pasadizos secretos? ¿Se trataba de espacios huecos por protección? Decidí averiguarlo. Revisé la documentación de la planta y nada. Tuve que realizar exploración experimental, y así fue que encontré que los comandos para unas puertas aún no terminadas en realidad desplazaban paredes. Programé que se abran en 48 segundos, el tiempo necesario para llegar frente a la supuesta pared.

Cuando se abrió, fue todo muy confuso. Lo primero que vi fue ese rostro con antenas y un arma enorme apuntándome, con la luz roja encima. Indeciso, me tiré encima y lo comencé a golpear. Realmente nunca pensé que al encontrarme con alguien después de varios años de soledad reaccionaría así. Seguí pegándole, lo golpeé con el aparato de la luz roja, hasta que varias manos, que llegaron de la planta, de la planta donde “no había nadie” hace cinco largos años, me sostuvieron y me trajeron aquí.

No salía de mi asombro. Treinta personas como la que yo maltraté, con sus respectivos equipos, solo para seguirme a mí. Cinco años de registros. ¿Cómo iba a saberlo?

Mi respuesta es “no”, les dije. No estaba dispuesto a seguir como si nada hubiera pasado. Quería que me devuelvan mi vida. Sólo por eso firmé, presionado para recuperar mi libertad.

Y ahora estoy aquí, en este recinto semicircular, casi a oscuras, con iluminación posterior, viéndome como en un espejo de tiempo, con mi mente distraída en como conseguir un trabajo mejor, resignándome a que nadie me crea que fui el actor de la película del momento y entendiendo, al ver la frase final, por qué nunca se fueron las luces rojas, que como mosquitos, me perseguían aún cuando volví de la luna; “Próximamente... La vida en la tierra después del Casco”.

Más allá de la vida

El locutor del “Certamen Anual de Baile” anunció eufórico:

-Ahora, la pareja ganadora del último año se presenta a revalidar su título, algo que ninguna pareja logró hasta ahora.

Luz y Marcos se miraban fijamente, ambos separados por la pista, esperando el momento de comenzar la danza final. La cabeza de ambos era un cine con imágenes y sonidos corriendo a alta velocidad. Luz miraba a los ojos a Marcos y recordaba los primeros momentos, cuando jugaban en la plaza siendo niños, luego en el colegio haciendo las tareas juntos...

-En este torneo los vimos bailar rock, swing y jazz obteniendo excelente puntaje, y ahora...

Marcos no paraba de sonreir y frente a el pasaban las primeras clases que tomaron juntos. Como poco a poco encontraron complicidad, miradas, gestos corporales, todo lo necesario para crecer y convertirse en afortunados que trabajan de lo que aman.

-...los veremos bailar su ritmo preferido: la salsa.

Las palmas sonaron fuertes, continuas y se fueron apagando como un chaparrón. Los bailarines estaban nerviosos pero no lo demostraban. Era lógico, era una hazaña muy grande la que podían lograr, pero había algo más, algo especial. Los dos habían intentado decirse algo. Él con seriedad, ella con nerviosismo. Fue después de un ensayo y Marcos puso el dedo índice sobre sus labios rosados. Ella lo abrazó fuerte y entendió el mensaje. Sería después del show.

La música comenzó a sonar. El bongo comenzó marcando el son y los pasos de la pareja iban al encuentro. Llevaban los ojos atados con una soga y al tiempo que empezaba la campana a marcar el ritmo se tomaron las manos. Las figuras eran hermosas, los movimientos lentos y pausados, largos y sincronizados. Parecía el mar acariciando la playa, y ellos seguían sonriendo, seguían recordando, seguían imaginando lo que vendría después.

Cuando luego de un sibiel la enrolló en sus brazos aprovechó para decirle: -Disfrutá mucho este baile, será el último.

Luz no entendió bien, pero siguió prestando atención a la música, al monótono son, al piano cansino, a los enérgicos timbales y también, para no pensar en nada más y evitar que alguna lágrima se escapara por el rostro y termine en la pista, a la letra de la música.

...y por que me tomas fuerte así las manos, y tus pensamientos me van llevando

Terminaron el shine y Luz presionó con una fuerza innecesaria la mano de Marcos. Quería saber que significaba su críptico y sorprendente mensaje. Hasta ahora siempre fueron amigos, demasiado cercanos para cualquier amistad. Muchos años de mutua compañía. Era claro que algo más había entre ambos, y que el diamante saldría a la superficie luego de romper las diferentes capas de piedra de ensayos, de giras, de certámenes y la gran final del mundo.

Luz tenía planeado gritarle “Te amo” y besarlo hasta que alguno de los dos quede sin aliento, justo al terminar el baile de salsa. Y pensó, si supuso que quizá Marcos se adelantaba, pero esto era muy diferente del “te amo” que en su cabeza oyó cada vez que mentalmente repasaba la coreografía.

...Tú no piensas que es lo justo ver pasar el tiempo juntos.

Vino un quiebre y ese era el momento. Marcos sabía que ella quería una respuesta, pero era solo un segundo y llegó a decir: -No es bueno que me ames, disfrutemos ahora....

...No me ames, porque estoy perdido, porque cambia el mundo, porque es el destino, porque no se puede, somos un espejo y tu así serías lo que yo de mi reflejo

Entre marca y marca, el caballero de sonrisa impecable y mirada seductora volvió a tirar datos. –La enfermedad de mi primo, la que te conté... bueno... no es de mi primo.

...aunque en el futuro haya un muro enorme; yo no tengo miedo, quiero enamorarme.

Luz seguía bailando con total soltura, aunque su cuerpo de doncella hacía añicos un castillo de cristal en su interior. El primo, la enfermedad mortal, la que se contagió en una transfusión de sangre, no lo podía creer.

...no me ames, porque piensas que parezco diferente

Marcos y Luz, los enamorados en silencio durante años. Ahora Luz conocía las razones de posponer siempre para más adelante las cosas, de obsesionarse hasta el cansancio con cada nueva coreografía y cada nuevo show.

Ahora bailaban abrazados. Se desplazaban por la pista trabados con las piernas, los brazos en alto y caminando juntos de forma perfecta. Luz notó como una lágrima cayó sobre el hombro de su compañero, de su amor, de su seductor y aprovechó para decir, entre sollosos, y sobre la voz de la cantante, algunas palabras...

Sabes bien, que no puedo, que es inútil, que siempre te amaré

Y antes de separarse le susurró –Yo con vos me voy a fin del mundo.

El baile estaba llegando a su fin. El público atónito no dejaba de observar como dos corazones desesperados se valían del cuerpo para decirse de todo, y el jurado tomaba nota, mientras ellos planeaban su futuro, en la final del certamen anual de baile.

Luz se permitió un pequeño cambio imprevisto. Terminó la rutina de forma diferente, con su cara justo frente a la de Marcos, quien con los ojos llenos de emociones reflejaba luces, y ahí lo convenció. –Este no será el último baile. Esta noche repetiremos ésta y todas las coreografías los dos solos, al ritmo de los latidos, y que la canción terminé cuando termine, quiero ser tu pareja pero en la vida, no sólo en la pista, y quiero bailar siempre con vos, en la vida, y más allá de la vida también.

La gente se puso de pié. El jugado se mostraba satisfecho. Los aplausos eran ensordecedores, los gritos se solapaban y mientras tanto la canción seguía sonando, y Marcos y Luz, a coro, mirando al público, mientras agradecían, llenos de felicidad, terminaron de cantarla.

Este amor es como el sol que sale tras de la tormenta; como dos cometas en la misma estela.
Tu y yo volaremos uno con el otro y seguiremos siempre juntos.
Quiero alzar el vuelo con tu gran amor por el azul del cielo.

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