Sueño hecho realidad

Alberto sintió que era amigo de sus compañeros de trabajo. Se sentaron bajo un viejo roble y vieron el atardecer, vieron llegar la noche y contaron chistes y contaron las luces lejanas de la calle... pero no era cierto.

Se despertó suavemente, como cada día. En su caso con sonido de pájaros y el crujir de hojas y ramas sopladas por el viento. Cada uno tenía una melodía diferente. Los sueños eran el único momento agradable del día y un cambio brusco podía reducir el nivel de inteligencia, el combustible necesario para trabajar.

Tenía cinco minutos para higienizarse y calzarse la ropa azul.

La rutina estaba marcada. En el momento oportuno estaba listo para tomar el liquido insípido y las frutas artificiales llenas de proteínas, calorías y todo lo necesario para ese día.

En el comedor, las miradas cómplices lo anunciaban: Algo iba a ocurrir. Pero nadie podía hablar allí, aunque sí podían pensar (al trabajar no es posible desconcentrarse, no sin que la computadora se entere).

Llegaron al lugar de trabajo. Se colocaron los cascos y empezaron a trabajar con su inteligencia. Pero en lugar de encontrar soluciones creativas a los ejercicios propuestos (que alimentaban la computadora central, quien podría finalmente, liberarlos de ese trabajo), pusieron en marcha el plan.

Todos pensaron en la misma solución a los diferentes ejercicios. Eso les dio tiempo. El monitoreo se detuvo hasta terminar de procesar los datos. Planearon los siguientes pasos. Siempre el segundo ejercicio era el más complicado del día. Se pasaron los enunciados unos a otros. Luego ingresaron la solución del ejercicio ajeno. Esto sí que les daría el tiempo necesario, pensó Alberto.

Desconectaron los cascos y corrieron así, descalzos, hacia la salida. Ingresaron a la cocina y desde ahí fueron saliendo por la ventana. La alarma debió sonar de inmediato al detectar más gente que lo habitual en la cocina. Pero la computadora aún intentaba comprender la lógica que los llevo a plantear esas soluciones.

Corrieron sobre el césped fresco. Esa sensación solo se conocía en sueños, pero ahora era distinto, era a la luz de otro sol, un sol real, uno que quema la piel al contacto directo.

Quizá por el cansancio o quizá por el golpe emocional, Alberto sintió que la tierra se movía bajo sus pies. Finalmente siguieron el viaje a pié. Se detuvieron al llegar a un bosque. Era un buen lugar para esconderse y pasar la noche. Alberto sugirió descansar bajo el árbol más alto de la zona.

Sentados en círculo todos empezaron a hablar usando la voz por primera vez en mucho tiempo. Estaba atardeciendo y Alberto solo mostraba preocupación. Ensayó las palabras una y otra vez y cuando hubo un pequeño silencio sentenció: -Esto no existe, esto es mi sueño. Cuando yo despierte todo se acabará.

Nadie le creyó. Enfurecido, Alberto se levantó y caminó entre los árboles. Finalmente se perdió en la noche, junto al graznido de pájaros y el ruido de ramas empujadas por el viento.

La tinta y la musa

Siempre era lo mismo. El abismo de la hoja en blanco que generaba la toma de conciencia: Ella se fue y no había forma de hacerla volver. Ella se fue y él la necesitaba para todo. Para su trabajo, para su vida, para su salud, para su equilibrio.

Los días pasaban rápidos, el tiempo se los tragaba como un cóctel de angustias, culpas, resentimientos y un toque de tinta. El sol era una molestia que sólo sufría si de casualidad estaba despierto de día al intentar, como siempre, escribir algo.

Cuando despertaba no podía escribir inmediatamente. Aún en su cabeza vivían los peores pensamientos. Y sólo al estar despierto los podía convencer de que dejen de respirar. Así que, al menos durante quince minutos, tirado en la cama, con el cuerpo inmóvil, se dedicaba a suicidar sus pensamientos en el abismo de su mente.

Ahora sí. Cuando eran solo él y el papel blanco se iniciaba la espera. La musa volvería y la tinta que estuvo bebiendo aflorará en historias. Sin embargo, eso nunca pasaba, y cuando el alcohol que tenía la tinta hacía efecto el sueño se lo llevaba nuevamente.

Sonó el teléfono, se asustó y brincó manchando su camisa del negro líquido que bebía. Maldijo el teléfono y levantó el auricular. Del otro lado de la línea escucha sin ninguna confusión la voz de la culpa. De su propia culpa, la que escuchaba en todas partes. La culpa de haber echado a la musa lejos de su vida. Colgó y empezó a caminar por la habitación, llevando consigo su descuidado cuerpo, su falta de equilibrio y sus labios negros. El piso de madera rechinaba y temblaba todo el tiempo, aunque después de una pausa, y sin mayores explicaciones, tomo aire y envión, y empezó a escupir palabras. Las maldiciones fueron todas para él. Por primera vez entendió que era el único culpable.

Quiso gritar pero tenía las manos en la boca. Se quedó masticando la bronca, desgarrando sus dedos con un grito apagado, contagiado por la desesperación de no ser quien pudo hacerla volver, no ser quien pudo ayudarla, no ser quien pudo convertirse en el escritor ideal para la musa más hermosa que alguien hubiera conocido.

Las lágrimas bajaban por el rostro, se convertían en grises, negras y se estrellaban en el piso. Necesitaba dirigirse a ella, aunque ya no esté, así que tomó del suelo lo que quedaba de su última carta de amor, juntó los pedazos y la volvió a escribir, de la mejor manera que pudo, casi pidiendo por favor, y juró esta vez no romperla.

Mezclando sudor, lágrimas y tinta sobre el papel, pudo escribir una línea de futuro esperanzador y una de tormentoso pasado.

-“Te daría el corazón que ya no tengo, las ilusiones que se fueron y lo poco que queda de mi razón, diluida en una brisa que se empieza a perder. Pero el recuerdo me lleva a esa tarde gris, donde todo sucedió, cuando el amor nos cubrió de dolor”.

Dejó de escribir un segundo. Bebió otro trago de tinta, se quitó algunas lágrimas del rostro y continuó.

-“No debí confundir musa con personaje, cedería toda la literatura que tuve porque puedas volver: Yo no quise matarte”.

Cayó de rodillas sobre la madera. Escupió el nudo de su vida, pero el desenlace estaba escrito con tinta envenenada. Lloró sin parar hasta que el estómago puso punto final.

El descanso

Después de manejar por la ruta durante seis largas horas llegaron a “El descanso”; un pueblo olvidado por los turistas. Llegaron sin reserva previa; decidieron tomar ese descanso de fin de semana a último momento, así que deberían recorrer hoteles para encontrar donde hospedarse. Pero antes deseaban reponer la energía gastada en el viaje; condujeron alternadamente dos horas cada uno.

Luis y Mónica entraron al primer bar que encontraron. No parecía un bar, salvo por un improvisado cartel y un sonoro bullicio que se fue apagando cuando ingresaron.

-Los estábamos esperando... -dijo el mozo o dueño del lugar mientras levantaba ambas palmas de la mano y sonreía gustoso.

Luis miró a Mónica y encontró, como en un espejo, una sonrisa de sorpresa y de nervios. Ella mientras se acomodaba en la silla pidió al mozo una pizza y una cerveza.

-Entiendo... ¡para ustedes lo que quieran! -Al tiempo que el mozo se iba renacía el bullicio de la gente, solo que ahora entremezclado con miradas cruzadas a la pareja, quienes se sentían en el centro de un anfiteatro.

Comieron casi sin hablar; solo querían irse a un lugar más tranquilo. Preguntaron al mozo donde podían hospedarse, quien, esbozando una nueva sonrisa, y como toda respuesta, le dió en la mano un sobre a Luis. Al intento de pagar la comida, el mozo señalo el sobre y no aceptó.

Salieron rápidamente y algo aturdidos. El sobre tenía impreso con una vieja máquina de escribir “Jorge Cattizone y Carla Ruiz” y debajo indicaba “Laprida 343”. Ayudados de un mapa fueron hacia allá. El camino era tranquilo, solo unos lejanos gritos y tambores, como de una comparsa, rompían el silencio.

Llegaron a la dirección; era una típica casa de barrio. Salió un hombre a recibirlos y lo primero que hizo fue pedirles el sobre. Lo leyó y los hizo pasar. El lugar tenía mostrador, pero no parecía un hotel. - En esta sala tienen el equipo básico, cuando estén preparados salgan por la puerta del medio.

La sala de espera era un hermoso living con cigarrillos, bebidas, televisión y biblioteca. Sobre una mesa había varias bolsas con etiquetas. Una de ellas contenía los mismos nombres que el sobre. Mónica rompió la bolsa y encontró dos batas negras, con cada uno de los nombres en grandes letras blancas. El bullicio de gente se sentía cada vez más fuerte y cercano. -¡Vámonos! dijo Luis y al intentar abrir la puerta la encontró cerrada. Fué ahí cuando escuchó la voz del supuesto conserje que se excusaba: -Si, sabemos que son denuncias inconsistentes, pero por algo se entregaron solos. -Luis comenzó a patear la puerta, mientras Mónica búscaba como salir de la habitación.
-...además es mejor que la gente haga justicia. Desde que no hay policía ni jueces la falta de contención del pueblo puede cometer excesos, pero luego siempre viene la calma. Antes nadie oía ni los justos ni los injustos reclamos.
-Mónica se asomó por la puerta y llamó a Luis. Ambos salieron y esta vez sí estaban en un anfiteatro. El tumulto de gente fue llenando las gradas. Una voz por altoparlante mencionó los nombres del sobre y una lista de delitos que fueron repudiados por el público. Cuando los piedrazos comenzaron a caer sobre ellos, ambos se abrazaron fuertemente, en cunclillas, como uniendo fuerzas para evitar la muerte.

El veneno de la Rosa Negra

Después de las últimas convulsiones sus signos vitales bajaron en picada. Yo quería un dato sobre qué lo había envenenado, pero lo único que conseguí fue que balbucee, entre saliva y sangre, “...la roosa negra”. En su agonía le prometí que nadie más moriría por esta ¿rosa negra?.

Continuando su papel, el de un médico y farmacéutico de renombre, me instauré como justiciero, asumiendo el compromiso de evitar que el veneno se lleve más vidas.

Por eso me interné en su oficina y revisé cada informe y cada documento para entender que hacía y el porque de la rosa negra.

Descubrí cientos de flores diferentes, y las propiedades de cada una. La biblioteca desbordaba de libros sobre el poder curativo de las flores, pero nada mencionaba a la rosa negra.

En un estante encontré una carpeta conteniendo un resumen de sus últimos trabajos de investigación. Cuatro horas pasaron mientras me sumergía en un mar de naturaleza. El aroma de las especias y el polen y los pétalos parecían fundirse en una fragancia embriagadora y levantarse como vapor sobre mi rostro. Pero nada.

Al encender la computadora encontré un documento con su último trabajo: “Prevención no invasiva”. Después de muchas páginas incomprensibles para mi, aparecieron las pruebas con diferentes tipos de rosas. Sin embargo, ninguna era “rosa negra”. Lo que sí figuraba era el lugar de donde mi hermano recogía las flores. ¿Estaría allí la respuesta? Lo averiguaría pronto. No era la actividad más divertida para una tarde de domingo, pero esa flor dejó clavadas sus espinas en mi carne y arrancó un pedazo de mi vida.

El floral estaba del otro lado del barranco. Con bastante cansancio llegué a la cima; pude observar el multicolor espectáculo pero comprobé que no podría bajar sino atravesando la casa abandonada, que tenía una prolija escalera hacia la pradera.

Fue dificil regresar a esa casa, ya que estaba llena de niñez, travesuras e historias de amor que dejé de lado hace décadas y que ahora resucitaban. Mi mente viajaba en el tiempo a medida que transitaba el corredor en penumbras. Ya no había luz. Cada paso se perdía en el aire y el siguiente era a tientas, hasta que por tanto adivinar caí al piso.

Al intentar levantarme recibí el primer golpe, sin ver quién ni cómo me golpeó. Y se fueron repitiendo. Sin piedad recorrieron mi cuerpo con cientos de puños y palmas y pies. Mis gritos desgarradores se estaban quedando mudos cuando logré acurrucarme en un rincon y ver que quien me había maltratado era una mujer. Y yo la conocía. Al advertir que la vi, me dijo: “Tu hermano me quiso enamorar para conseguirlo, y como no pudo te manda a vos. ¡Nunca van a tocar mis flores!”

Ahora entendía todo. Ella era Rosa, la única hija negra de los Muriel. Y sí, mi hermano en su búsqueda se encontró con el veneno de esos labios gruesos, el veneno de una Rosa Negra.

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