La rosa robada

Esperaba paciente que el sol se transforme en brasas, que la luna esté aún desperezándose y que ningún farol esté encendido. Ese era el momento del cambio de turno del personal de seguridad; el instante más adecuado para ingresar de improvisto en la mansión.

Las señales gritaron al unísono la llegada de la hora. Sus pequeñas manos levantaron el tejido y como un roedor se arrastró en el piso. A pesar de algunos raspones pasó bajo los alambres. Cuando se puso de pie y vio el horizonte morado –más como uva que como naranja- sintió urgencia. Temiendo que la noche lo sorprenda corrió sin pausa por un camino de tierra. Agitado llegó al jardín de la casa y se quedó detrás del rosal. Había gente cerca así que permaneció agachado, acurrucado, en cuclillas, como un bicho bolita. Luego, con movimientos suaves, buscó la rosa más colorida. Muchas habían cerrado sus alas pero otras aún buscaban el último beso de febo. Tanteando el tallo buscó un lugar sin espinas en la rosa y aplicó presión. La miraba unos segundos y decidía si quedársela o ir por otra. Habitualmente cortaba cuatro o cinco flores hasta encontrar la que él consideraba más bonita.

En la garita de seguridad, los guardias repitieron el diálogo diario: -¿Alguna novedad? –No, la tarde fue tranquila, como siempre.

Finalmente la rosa de labios abiertos, de aroma fuerte y colores intensos, la elegida, era la única aún en sus manitos. Amparado en la ausencia de luz se alejó paso a paso, mezclándose sigilosamente entre los arbustos, a la par del camino empedrado, hacia la salida.

Uno de los guardias lo vio y, alarmado, le comentó a su compañero: -¡Me parece que ahí está el guacho otra vez!
-Ojo, el chico tiene madre, ¡no está solo eh! –aclaró Juan.
-Ah, si, Natalia, yo la “conocí” hace como cinco años ¡linda mina! –Sonrió e hizo un gesto grosero moviendo las manos. Juan clavó la mirada en su compañero y giró la cabeza intentando negar lo pasado, rechazando su actitud-. Me quiso encajar un pibe y rajé.
–Bueno, firmemos el libro de novedades. –apuró Juan, que no quería seguir con el tema.
-Si, pero esperá que esta vez lo voy a agarrar al mocoso.
-No, dejá que yo lo voy a buscar, vos revisá el libro. –Juan sabía muy bien el camino que el chico elegía para salir, y fue en su búsqueda por otro lugar.

El niño continuaba avanzando a paso lento, despreocupado, y se detenía tras cada arbusto que encontraba. Entre la vegetación se cercioraba que nadie esté cerca, y volvía a caminar.

Al volver, Juan, sin querer, lo descubrió con su linterna, dejándolo expuesto, con sus ojos frescos observándolo, inmóvil, y con la rosa de siempre en la mano. El hombre, sabiendo que la rosa era para su madre, le indicó con la mano que siga su camino, y luego cambió la dirección de la interna. ¿Cómo no dejarlo ir? Si deseaba ser él mismo quien alcanzara una rosa hasta las manos de esa mujer.

-Se escapó de nuevo –dijo Juan, y cuando su compañero lo miró desconfiado encontró en sus ojos la misma mirada del niño-, tiene mucha habilidad para escaparse, casi como vos.
-Ja, ja... vos nunca te escapas y ni siquiera buscás lo que querés. Si te ponés las pilas vas a conseguir lo que quieras. Y si no te escapas como yo, ¡lo vas a conservar!

Juan se acomodó en la garita, y miró el parque, deteniéndose en las rosas caídas, iluminadas por faroles y luna, las que no llegarán a las manos de su mujer.

Esa noche pasó lentamente. Deseaba llegar a su casa más que nunca. Y regocijarse al encontrar a su mujer despierta, esperándolo para desayunar, a su hijo de soltera aún durmiendo, y la rosa en la mesita de luz, que durante una semana regalaría color y aroma a la secreta familia.

A la caza de la casa

¡Riiing! ¡Riiiiiiing!
Conocía ese timbre más que a su propia voz. Treinta años viviendo en el mismo barrio de Buenos Aires, en esa casa que casi fue rematada, y que ahora estaba llena de soledad. Desde que Oscar falleciera, hace dos años, Ana quedó inmersa en una oscura depresión de la que recién ahora estaba saliendo gracias al tiempo y la ayuda psicológica.

Los perros ladraban a lo lejos y el timbre volvía a gritar la urgencia del llamado.
¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiing!
-¡Ya va! ¡Ya va!

Ana quitó la traba, dio vuelta la llave y empujó la puerta hacia dentro de la casa. Cuando lo vio sus ojos se desorbitaron. La imagen venía del pasado, pero ahora lo tenía frente a frente, como tantas veces. Sin soltar el picaporte dio un paso atrás y las piernas dejaron de responderle. Todo se hizo gris, un zumbido tapó sus oídos y terminó en el suelo. Oscar, que seguía siendo gordo, pesado y torpe, la ayudó a incorporarse del repentino desmayo y la llevó al sofá.

-¡¿Cómo puede ser?! ¡Vos! –Ana no entendía si estaba delirando, soñando, o si realmente Oscar había revivido.
-Entiendo Any, que verme te sorprenda. Pasaron casi dos años –Oscar hablaba con parsimonia y seguridad, sin dejar de mirar los ojos de ella.
-¿Qué pasó? ¿Dónde estuviste? -Los días grises, la sensación de que nada más importa, el dinero abundante pero la dolorosa falta de compañía, todo volvía a la mente de Ana-. ¡Yo estuve tan mal...!
-Any, yo te di mi palabra; nadie nos quitaría nuestro nidito de amor, ¡éste es nuestro hogar! –dijo Oscar, mientras movía las manos, enérgico.
-¡No me mientas! -Como un balde de agua fría el entendimiento cayó sobre Ana-. ¡Fingiste todo! Y yo acá... ¡llorando por vos!
-Lo importante es que ahora estamos juntos, que salvamos la hipoteca y tenemos el dinero del seguro.
-¡Sos una basura! –Ana gritó enfurecida. Hacía minutos estaba asombrada, quizá hasta contenta de verlo nuevamente; y ahora que veía sus reales intereses, Oscar estaba muriendo por segunda vez, ahora frente a sus ojos.
-¡Por favor Ana! Estuve fuera del país dos años, lejos tuyo; ¡yo también sufrí! –Ana se puso de pié y caminaba sin despegarle la mirada-. Ahora tenemos que aprovechar el tiempo. Te propongo mudarnos a Panamá: con la venta de la casa y la plata del seguro ¡estaremos bárbaro!
-¡Ya veo que lo único que te interesa es la plata!
-No Any, quiero que estemos juntos.
Ana se inclinó hacia él y con las manos en la cintura le gritaba, le reclamaba:
-¡Quedáte acá entonces! ¿No hablábas de esta casa como nuestro nidito de amor?
-Acá estoy muerto Any. En Panamá tengo una identidad, podemos empezar de nuevo.
-No en la clandestinidad. Blanqueá tu situación y luego nos sentamos a charlar. Si no haces vos la denuncia, la hago yo.
-Eso no te conviene Ana. Fuiste la única beneficiaria de mi muerte.
-¡No pienso ser parte de este infame chantaje! ¡Andáte ya mismo! Viví todo este tiempo sin vos, ¡puedo seguir haciéndolo!
-¿Estás con alguien no? ¿Es por eso?
-¡Andáte ya!
-Si, ya vas a tener noticias mías. Esta casa aún me pertenece y el seguro también. ¡Voy a recuperar todo!

A pesar de la advertencia, Ana fue a la comisaría a efectuar la denuncia. Con una sonrisa contenida, el oficial se desentendió del tema:
-¿Su marido? ¿Pero si murió hace dos años? Quizá le convenga ver a un psicólogo, en estos casos...
Sin dejarlo terminar, Ana fue a la compañía de seguros, donde sí la escucharon. Preguntaron todos los detalles de la extraña visita, otros de cuando vivían juntos y algunos del período en que Oscar no estuvo. Iniciaron una investigación. La compañía fue querellante y Ana declaró como testigo el mismo día en que viajaba.

Dos meses después, radicada en su nueva casa, se enteraba que finalmente Oscar fue apresado y luego juzgado por fraude y falsificación de documentos. Y que esa semana vencía el plazo para pagar fianza y evitar la prisión.

La casa estaba llena de luz y de vida. Quedaba en Palmas de Mallorca y desde allí se veía el mar. Fue costosa, pero con la venta de la vieja casa y el dinero del seguro resultó sencillo encontrar un buen lugar para vivir.

Es la hora dorada. El sol se esconde y lo que queda de él tiñe de rojo la vegetación. El cielo indeciso se pinta de plomo. Pronto vendrá la noche. Todas las señales indican que el ritual comenzará enseguida.

Una docena de personas se sientan en círculo y tomadas de la mano miran al centro, aún vacío. Los minutos pasan llevándose la iluminación de color, dejando sólo a la luna actuando de farol nocturno, pero nada nuevo sucede aún.

De repente, el hombre de túnica oscura se acerca, se ubica en el centro, y sin mirar a nadie, con la cabeza apuntando al cielo, comienza a bailar. Se desplaza de un rincón a otro del círculo de personas inclinando su cuerpo hacia un lado y otro, girando y gimiendo palabras extrañas.

Como si no lo vieran hace el gesto acordado, y se acciona el equipo oculto en la vegetación. En segundos, el lugar se llena de humo frío, y sus movimientos se hacen más místicos aún. Él sigue bailando, cada vez con movimientos más exagerados. Elige a la primer persona y la ayuda a ponerse de pié. Danza a su alrededor y emite los monosílabos necesarios. Nadie sabe cómo, pero al momento en que cada persona se levanta se encienden múltiples haces de luz que surgen desde la tierra.

El estruendo del trueno y la ráfaga de luz dejan inmóvil al orador que cae de rodillas, en el mismo momento en que se parten las ramas de los árboles circundantes, y rompe en llanto.

La parte que sigue ya la conozco: la excusa de que alguien tiene un conflicto con la naturaleza y será necesaria una nueva sesión de “Conexión Terrenal” para encontrar armonía, pero cada uno en un grupo distinto.

Estas notas de audio me serán muy útiles para aprender el oficio. Mi padre ya está viejo y pronto deberé reemplazarlo para continuar sin interrupción, el negocio familiar que comenzó mi bisabuelo; la venta indiscriminada de ilusiones efímeras, que como velas iluminan la esperanza de armonía hasta que el viento apaga la llama de falsa conexión, entibiando la cara de personas crédulas, que escuchan lo que quieren oír, y sienten lo que buscan sentir.

El sueño encadenado

Nada podía ser más inspirador que una cabaña de ciprés, escondida entre montañas y al lado de un lago de deshielo. Allí estaba yo, rodeado de cálida madera llena de nudos y plieges, dispuesto sólo a alimentarme y escribir. Allí no había recuerdos; nada de familia, amores, deseos ni frustraciones.

No me asombró que al final del día la primera hoja de la novela aún conservara su color blanco, como la leche de cabra del desayuno, ya que parte de la jornada la usé en conocer los alrededores de ese paradisíaco Edén que Jacinto y Elisa cuidaban, cual Adán y Eva, como si de ello dependiera la humanidad.

El día bajaba su bandera roja marcando la llegada de la noche. Comencé a pensar en una protagonista para mi historia. En mi mente, la buscaba, hasta que, paso a paso, sigilosamente, se desplazó como un fantasma; sin rostro, sin cuerpo; y me sentí cautivado por ella.

La luz de luna explotaba en suaves ondas expansivas sobre el lago y, buscando a ese ángel negro que se ocultaba, caí en el sueño, al tiempo que la noche se recostaba en la montaña. Soñaba su cuerpo, laxo e indefinido al principio, estilizado y esbelto después, a medida que, como un dios, me bastaba desear los cambios para que se realizaran. Era cosa de brujería, o de la enorme relación de poder entre soñador y soñado.

Cuando el sol matutino transformó mis ojos en marionetas del amanecer, abrieron la puerta. Llegué a ver la sombra de Elisa –que extrañamente me era familiar- y escuché el eco de su voz invitándome a desayunar. El desayuno fue exquisito: pan casero, dulce de moras y rosa mosqueta, té de hierbas, licuado de durazno y la escueta charla con los caseros. Jacinto quiso saber como elijo a los protagonistas de mis novelas, así que aproveche para contarles mi sueño, para rubor de Elisa y asombro e interés de Jacinto, que me llamó “artista plástico” y se quedó mirando la variedad de colores de la mesa, viajando más allá del desayuno, quizá ensoñado, y que terminó su travesía al levantar el rostro y cruzar su mirada con la de Elisa, cambiando inmediatamente de tema.

En la intimidad de mi cuarto me dispuse a completar mi visión para comenzar a redactar. Cerré las ventanas y, tirado en la cama, forcé al sueño al presionarme los ojos. La duermevela me llevó en andas. La busqué y la encontré. Enseguida dirigí mi atención a su rostro sin cara y le pensé labios abultados, pómulos rojos bajo el cielo de un par de ojos celestes y pelo castaño, ondulado. Todo lo que pensaba lo veía. Ella era hermosa. Yo la contemplaba embelesado.

“Ojalá que no puedas” escuché y de un salto me repuse en la cama. La voz ronca fue débil, pero clara y sentida, como pronunciada apretando los dientes. ¿Había sido en el sueño o fuera de él? No había gente en la habitación ni en el pasillo.

No volví a dormir ese día. Sólo fumaba y recordaba. El rostro perfecto y la silueta sensual se salpicaban con esa maldición que sonaba como un chapuceo que al mojarme rompió el sueño y la creación.

Pasaron tres noches sin sueños hasta que volví al mundo sin gravedad, sin reglas, al embrión de mi musa, y ahí la encontré. Pero no parecía la misma. Sus labios eran delgados, el rostro alargado, el pelo lacio ¡pero era ella! Sentía su esencia en el aire, aunque la imagen era otra. El asombro inicial no me permitió notar lo evidente. La mujer era una copia de Elisa. ¡Pero yo no la creé así! Y mientras, asombrado, abría mis ojos, nuevamente la voz sonó como un redoblante de tambores graves y oscuros, con un tono dulzón que no lograba tapar la ronquera de años, -Al final no pudiste.

Comprendí que quien, hace tres noches, me anticipó que no podría, se estaba robando la mujer de mis sueños, modificaba mis deseos en el preciso momento de la germinación, quería cambiar las alas de mi mariposa cuando aún era crisálida, él buscaba que la musa sea Elisa.

¿Cómo pudo ingresar a mi sueño y modificar mi creación? Pero yo todavía era el dios de mi mundo onírico, y tenía el poder de crear y terminar todo. Ella no era la que yo deseaba, y la maté. La maté porque era mía y estaba contaminada con los deseos de otro.

Y antes de recomenzar la creación quería eliminar el contaminante. En mi sueño, fui directo a buscar al intruso. Era Jacinto ¡en mi sueño! (sólo él conocía lo suficiente a Elisa como para moldearla con tanto detalle). Su gesto era mezcla de soberbia y orgullo, aunque yo esperaba decepción y enojo, por la muerte de Elisa. Intenté matarlo como hice con la mujer, pero sólo conseguía divertirlo. Insistí en matarlo de diferentes maneras y cuando sus risas eran carcajadas comprendí que era imposible. Entendí por qué él podía modificar mi sueño. Entendí por qué yo no podía matarlo. Entendí que yo no era humano; solo era su sueño y él mi soñador, mi único dios. Luego Jacinto abrió los ojos, llegó la luz blanca; y no recordé nada más.

Las promesas

La reunión con Julián Ardino, su nuevo jefe, fue un éxito. Y además, luego de conversar del negocio, lo felicitó por su próxima paternidad y empezó, orgulloso, a hablar de su familia.

–Ella es mi mujer, -dijo Julián, señalando el cuadro en la pared- y éstos mis hijos.

Con los ojos dilatados y vidriados, Mariano no podía creer lo que veía. El pelo negro enrulado, la sonrisa perlada, y esa mirada mezcla de inocencia y picardía yacían en la foto, como un pasado que era lejano y familiar a la vez. Pasó la uña por la foto y raspó el vidrio, al tiempo que Julián, con palabras que fueron truenos primero y tormenta después, le confirmaba la duda: -Parece una mancha, pero es un lunar.

Mientras oía, Mariano repasó mentalmente. Recién al casarse pudo olvidar y quitar de su zapato la piedra de la desaparición inesperada de Mariela; pudo tirar al fondo de su memoria la carta de despedida, la que ella dejó abandonada sobre su cama vacía, escrita con hielo y leída en fuego, con líneas que como llamaradas devoraban los años de noviazgo y derretían en escurridiza agua la frase final, la promesa. Y ahí la veía, feliz, con su familia hecha.

Quiso desaparecer. De la oficina, de su pasado, de las mentiras, de las vueltas de la vida. Con el cuerpo tembloroso, miró el reloj y titubeando fingió recordar un compromiso. Incapaz de romper aquel silencio sin delatar su nerviosismo, se alejó de allí con la cabeza gacha, como un perro vagabundo, corriendo detrás de su pasado.

Se fue con culpa a su oficina. Sentado, con la cabeza inclinada, estrujó sus ojos hasta que un par de gotas recorrieron su mejillas.

Su cabeza era una sucesión desordenada de imágenes rápidas y música confusa. Recordaba los labios de Mariela, las noches durmiendo abrazados con la futura madre de su hija, las letras de la carta de despedida, la ternura del olor a desayuno diario, los rulos del pasado sobre sus hombros, la imagen de la ecografía. Barajaba recuerdos como cartas en un mazo, buscando la escalera que explique la desazón y un comodín que le permita seguir adelante.

La foto familiar volvió a su mente y la promesa de Mariela también; en la última línea de la carta, llena de lágrimas , el compromiso de inmortalizarlo en el nombre de su hijo; y la voz de Julián, presentando, inocente y altivo: -El mayor es Mariano y la peque es Laury.

Miró hacia arriba, limpió su rostro, respiró profundo y llamó a su mujer, que enseguida consultó por la reunión.

-Me fue bien. Mi jefe es Julián Ardino –del otro lado, la mujer tragó saliva y mordió el lápiz sin punta con el que jugaba-. Tiene una familia..., después te cuento bien. Yo estaba pensando, tenés razón, mejor elegí vos el nombre de nuestra hija, ¿si?

-¡Gracias amor! La verdad, Juliana me gusta mucho más que Mariela. ¡Te amo!

-Yo también te amo, Lau.

Recuerdos cruzados

Yo creí que caminaba, pero al ver los demás entendí que sólo me desplazaba. Como todos, iba buscando el rostro que coincida con mi recuerdo. La búsqueda podía durar unos instantes o una eternidad. Millones de almas se paseaban, todas iguales; se espiaban unas a otras, siempre en la búsqueda de su par para terminar el solitario recorrido, mientras iban soñando vidas nuevas.

Teníamos memoria sólo para lo que pasaba durante la búsqueda. Y para el recuerdo que seleccionamos en el purgatorio. Ese recuerdo era lo único que nos unía con el mundo terrenal, y era lo único que nos podía hacer volver, solo que no sabíamos cuando sería, si sucedería o no.

Entre nosotros nos comunicábamos, aunque no puedo decir que hayamos conversado ya que no necesitábamos mirarnos y menos aún pronunciar palabras. Sólo sentíamos un mensaje y dejábamos nuestra respuesta en la esencia del otro, mientras los inexistentes sentidos descansaban con una música extraña y hermosa, unos relajantes colores de formas sinuosas, nubes que olían a hortensias y con aire puro y simple.

Algunas almas se marchitaban, como un jazmín fuera de su tierra, y era porque eligieron mal el recuerdo; se quedaron con el de alguien sin destino blanco, y se arrastraban autistas, disociadas, mutantes y sin sentido.

Yo seguía deambulando, flotando por aquí y por allá, cruzándome con otros, comparando mi recuerdo con cada espectro, hasta que te sentí. En un momento estuvimos juntos, no tengo en claro si frente a frente, o uno en el otro. El cielo se nubló repentinamente y mis sordos gritos atronaron las nubes que lloraron lágrimas de un sentimiento sin nombre.

Mi recuerdo me permitió reconocerte; sólo faltaba confirmar la coincidencia, el cruce de recuerdos que nos daría la nueva vida, nos arrojaría a un nuevo destino y nos empujaría a senderos diferentes; caminos que en algún punto se cruzarían.

En el medio de la tormenta y entre gritos ahogados sucedió. Dejaste en mí una fotografía que era un espejo de mi pasado, y te devolví mi recuerdo, que era también tu recuerdo. Ahora sí, tendríamos la fortuna de visitar la tierra en el mismo tiempo físico. Sin notarlo, tu imagen se había esfumado, y la mía también.

En algún lugar del mundo dos bebes están dando su primer grito, la continuación del llanto celestial iniciado antes. Por ahora, ambos somos conscientes de todo, pero a medida que aprendamos a expresarnos con los medios terrenales, iremos perdiendo conciencia de nuestros orígenes. Y así llegará un día en el que, sin explicación aparente, cuando el destino nos ponga frente a frente sabremos que, en lo alto, los dos fuimos uno, y nos volveremos a unir.

“Dos Mundos”

El manto de modernidad abrazó a medias al tradicional, costumbrista y añejo bar que, a partir de esa frustrada actualización, se llamó “Dos Mundos”.

Una mitad del salón, la que se extiende sobre la calle Salvador, cuenta con mesas oscuras, sillas de madera con detalles de cuero, gastado en partes, como la rodilla de un niño, pero siempre limpio. La iluminación es tenue y tiene la clásica atención del “Gaita”. El Gaita, con su metro y medio de tosquedad, a su manera, de tanto conocer a los clientes, se hacía querer. Nunca usó una birome pero siempre recordó cada uno de los pedidos. Siempre vestía igual; pantalón negro y camisa marrón cortada por el chaleco bordo. Arrastraba más eses que pasos y tenía más exabruptos que años, pero todos lo entendían.

El otro lado muestra mesas de vidrio verde labrado apoyadas en una estructura metálica, sillas ergonómicas de plástico, iluminación dicroica y focalizada en cada mesa y en los potus, que desde el cielorraso bajaban como una cascada de agua verde y daban vida al ambiente. Luciano era el mozo. Con más simpatía que conocimientos gastronómicos, le daba frescura a la atención, coherente con este lado del mundo, el moderno.

Ese día me quedé en la barra y pude observar al hombre de corbata gris y a la mujer de vestido beige. Cada uno se ubicaría a un lado de la frontera, entre los dos mundos.

El hombre llegó con paso rápido. Empujó la puerta con familiaridad, como si fuera la de su casa. Sin demasiadas vueltas eligió lugar dejando su diario sobre la mesa, doblado en dos, como una bandera de conquista. Acomodó su cuerpo en la silla, acomodó el servilletero, el azúcar y el menú en el extremo más lejano de la mesa y se dispuso a hojear el diario. El Gaita tuvo que repetir dos veces su acostumbrada bienvenida “¿Qué le sirvo señó?” para que el hombre notara su presencia. Sé que pidió un café bien cargado porque sentí el aroma fuerte, penetrante, como el olor a tormenta, mientras el Gaita se lo llevaba, en una desolada bandeja plateada, a su mesa. Le pagó al recibirlo, aunque al Gaita eso no le gustaba y refunfuño un poco. Luego comenzó con la lectura, cambiando cada tanto de página y de mano el diario, a veces acercándolo a su cara, otras acercándose él al papel apoyado en la mesa. Y ahí se quedó, absorto en ese sueño de noticias que lo llevaba al mundo y lo abstraía de él, y que ni siquiera se interrumpía para dar un suave y corto sorbo a la tacita de café, a mitad de camino entre la mesa y su rostro, en cámara lenta porque no quitaba la vista del diario.

La señorita ingresó con suavidad, mirando las diferentes mesas. Pasó por varias y las fue desechando hasta quedarse con la única que no lindaba con otra mesa ocupada. Y a pesar de estar del lado moderno se unía en diagonal con la mesa del tipo del diario. La mujer era alta, al menos más alta que Luciano. Llevaba un solero color beige que se confundía con su piel bronceada. Su pelo era lacio y llovido, negro con destellos azules al pasar bajo las dicroicas. Retiró la silla y empezó a cruzar las piernas mientras se sentaba, lentamente. Luego apoyó su diminuta cartera, que parecía una extensión de su vestido, en el borde derecho de de la mesa. Enseguida Luciano se presentó y ella, con una sonrisa, hizo su pedido. Cuando el mozo se dio vuelta agregó –Mejor que sea capuchino, por favor. Estuvo expectante, observadora. Con una sutil mirada recorría ambos salones, incluso cambio de lugar la cartera, quizá como excusa para girar un poco el cuerpo y ver el resto del lugar. Cuando Luciano se acercaba con el capuchino, el jugo y las masitas en perfecto equilibrio en su mano izquierda, ella estaba cambiándose de silla para ver el televisor, que estaba ubicado atrás y arriba del tipo de corbata gris.

Recién en ese momento el lector empedernido despegó su vista del periódico y observó detalladamente a la mujer, sin intención de pasar desapercibido en su tarea, casi con tanta obsesión como con las noticias. Pero enseguida volvió a su habitual ocupación.

Era muy fina tomando su café. Volcó con prolijidad un sobre de azúcar, revolvió y sin probar agregó la mitad del segundo paquete. Ambos sobres fueron depositados, casi guardados, sobre el cenicero. Tomaba la copa de capuchino al tiempo que alejaba el dedo meñique de la mano. Más que sorber apoyaba la copa en sus labios y se ayudaba con la fuerza de gravedad para saborear el cóctel de café, chocolate y canela, poco a poco. Entre cada uno de esos besos, y luego de apoyar sus labios en la servilleta de papel para después beber jugo de naranja, miraba atentamente la televisión. Más o menos para cuando la mujer terminó su capuchino el tipo se mostró asombrado y ansioso. Miraba a la mujer y al diario alternadamente y una sonrisa apareció por primera vez en su rostro, bajo los negros bigotes.

La hermosa dama, que parecía sentir la mirada como una lluvia de rayos láser, a decir de su movimiento de ojos y cabeza, se incomodó. Cambió el sentido de su visión y se distrajo con una computadora de mano que extrajo del diminuto bolso. Pero cuando ella notaba que el dejaba de lanzarle dardos con sus ojos, levantaba la vista de la mini computadora y aprovechaba para observarlo. No se si por curiosidad, o que intenciones había pero cruzaban miradas. Ella alternaba la tele y su compu con el bigotudo; él quedó varado en una misma página y la analizaba sin descanso.

Cuando el hombre se levantó para ir al baño la dama aprovechó para acomodarse un poco más cerca de la mesa del bigotudo, y se quedó mirando la tele, con el cuerpo inmóvil y los ojos verdes llenos de brillo.

El Gaita, que siempre quería saber todo, pasó por la mesa y se enteró. Según me contó, en el diario estaba la foto de la mujer del otro mundo. Yo había escuchado esa noticia en la radio. La mujer hizo una importante donación a un hospital; era una exitosa empresaria textil.

El hombre, con sus zapatos brillantes, prolija camisa blanca y la corbata que confirmaba la pureza de su estilo, volvió caminando con firmeza pero con una lentitud que no le era propia, como desfilando para una única espectadora.

Ella lo miraba venir, o miraba la televisión y marcaba diferentes gestos en su rostro. Luego llamó al mozo. Le pagó a Luciano y se fue rápidamente, con pasos cortos y veloces. Abrió la puerta, salió y no volteó la vista en ningún momento.

El de bigotes salió tras ella, sorprendido pero aún sonriendo, sin el diario, sosteniendo con su dedo en gancho al saco en su espalda, apurado.

Por eso le dije al jefe que tenemos que unificar la estética del lugar: o todo moderno, o todo de estilo, pero no podemos mezclar dos mundos.

Y recién cuando se apagó el ruido de las cucharitas, las tacitas sobre el plato, los vasos, cuando se alejaron los pasos de tacos y zapatos, pudimos escuchar en el noticiero el relato de la historia del semental estafador, o vividor, como le decíamos antes, y cuando miramos la pantalla vimos el identikit, igual, igual al tipo de bigotes. Y ya no podemos perder más clientes.

El día de mi muerte

-Le quedan seis meses de vida –sentenció el doctor. Me quedé muy quieto y contuve el aliento mientras los ojos se llenaron de lágrimas. La muerte asusta, y cuando viene con tanta urgencia y con aviso previo, tiñe de angustia el último espacio de vitalidad. ¿Por qué no viene cuando sea y ya? ¿Por qué tiene que avisarme antes? Con cincuenta y cinco años, todavía me sentía joven y, aún disconforme con mi vida, tenía proyectos por delante. Pero en ese momento la oscuridad entró a mi ser.

Con la mirada perdida volví a casa. Desde el taxi todos los edificios tenían el mismo color, la gente la misma cara, el aire el mismo olor, todo se sentía como recuerdo, todo sería recuerdos en alrededor de ciento ochenta días.

Empujé la puerta y entré. Toda la casa estaba oscura. La biblioteca llena de libros de lomo negro, el piso marrón oscuro y hasta la luz de la ventana estaba ennegrecida.

El cuerpo me pesaba y así fui a la cocina, arrastrándome como un cuerpo sin alma, agarrándome de las paredes casi sin pensarlo. De un manotazo arranqué todos los colgantes de la puerta: la cuota de la hipoteca, el resumen de la tarjeta de crédito y algunos imanes estúpidos. Abrí la puerta y tomé a borbotones el primer líquido que encontré.

Intenté pensar en otra cosa. Encendí el televisor, la computadora y la radio. En medio de esa vorágine, entre el cielo y el infierno, me pareció escuchar a alguien recitando. Presté más atención:

“Si pudiera vivir nuevamente mi vida”

Pero no, hasta en la radio me lo recordaban. Todo se complotaba, cada segundo que pasaba era uno menos, y esa fue la gota que rebalsó el vaso.

“Correría más riesgos,
haría más viajes”

¿Saber cuando uno morirá, no es como nacer de nuevo a partir que uno se entera?

“...si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos”

¿Podría condensar lo que me quedaba de vida en seis meses? Como si fuera fácil...

“Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
si tuviera otra vez vida por delante”

Esas palabras, que rebotaron por toda la casa, cambiaron mi percepción del tiempo. Viviría lo que me quedaba con urgencia, con la desesperación que tenía cuando aún era joven y no importaba nada. Con el descaro de saber que ya no estaré aquí en poco tiempo, como cuando era adolescente e iba de vacaciones y todo, los romances, las amistades, los problemas terminaban al volver. ¡Que así sea!

Ese fue el momento de planear las últimas vacaciones. Sólo necesitaba tiempo y dinero. Empecé por obtener el tiempo que dedico a mi trabajo. Llegué a la oficina y entré con una sonrisa de oreja a oreja y fui directo a la oficina del jefe.

-¡Ah! ¡Apareciste! –comenzó a recriminarme, pero lo interrumpí enseguida.
-Si, y sólo para decirle que no quiero volver a verle la cara. Que mi tiempo vale mucho más de lo que usted puede pagar. No vengo más y no se moleste en preparar la liquidación. No necesito su dinero.

Sonreí y me fui cantando. En el camino se oían murmullos, alguien comentó que gané la lotería, con mi famoso número de la suerte, y no me interesó corregirlos.

Ya tenía el tiempo. Entonces pasé por el banco y retiré los ahorros. Quité del débito automático los gastos y di de baja todas las tarjetas y servicios.

Y ahí, recién ahí, empecé a vivir la vida.
Recorrí los mejores lugares: la majestuosidad de las Cataratas del Iguazú, la solemnidad del Tren de las Nubes, los relajantes paisajes del sur. También visité las Islas Galápagos, Francia, Madrid, Roma y Grecia.
Viví las mejores experiencias; paseos en lancha, trekking, paracaidismo, bungee jumping y ala delta.
Y, no voy a negarlo, conocí bellas mujeres, aunque no el amor; eso quedó en la anterior vida.

Mi ánimo era inagotable. Aunque ya tenía poco tiempo. Y poco dinero. Volví a casa, pero no pude entrar. Habían ejecutado la hipoteca. Me hospedé en un hotel y desde ahí arreglé mi partida. Las cosas de la muerte es mejor solucionarlas en vida: contraté un buen servicio fúnebre y un excelente lugar de descanso, acorde con una larga vida de trabajo y con seis meses de agotadora panacea. Escribí, de mi puño y letra, cartas avisando mi defunción y un destacado en el obituario del diario más leído.

Durante más de treinta años fui contador y tesorero; obviamente que tuve éxito con los gastos de esos seis meses. Faltaban sólo dos días y llegué con lo justo. No tenía sentido llevarme dinero al más allá. Me alcanzó para pagar el hotel y esperar la muerte, a quien, a esas alturas, esperaba ansioso.

Fue en ese momento cuando recibí la llamada en mi celular. Era mi médico.
-¡Aún no me morí, Doctor! Pero ya tengo todo listo...
-Augusto, ¡tengo buenas noticias! –Las palabras fueron latigazos, fueron más fuertes que el vértigo del bungee jumping, pero aún faltaba caer, y no sabía si la cuerda funcionaría.
-Bueno, hubo un error administrativo, con el diagnóstico... en realidad ¡estás bien! ¡No te vas a morir!

Así empezó mi calvario. Tuve que escapar del hotel y dormir en la calle durante tres noches. Luego enloquecí de odio y fui a ver al responsable, el que me quitó la vida y la muerte. No quiso atenderme porque no tenía turno. ¡Qué descaro! Pero esperé que terminara de trabajar; lo que me sobraba era tiempo. ¿Y sabe qué? Me trató de loco. Dijo que debería estar en un hospicio. Por eso mismo, ya que el doctor me mató a mi primero, seis meses antes, en el día que nunca llegó y también hace cinco días con su “buena noticia”, e intentó matarme en vida ayer mismo, al mandarme a un loquero. Por eso mismo, señor juez, es que no pueden acusarme de asesinato.

En_sueño

El despertador sonó a las siete en punto. Eran cientos de latigazos sin fin azotando los oídos. La pesada mano lo silenció y el resto del cuerpo empezó a tomar conciencia de sí mismo. Esa noche Jorge había soñado. Soñaba con frecuencia, pero esta vez se despertó perturbado e intrigado.

La ducha, el mate amargo y el frío de la mañana no podían quitar el sabor desconocido del sueño tan real. Se moría de ganas de contarlo a sus compañeros de trabajo, pero sabía que el suceso era tan extraño que se burlarían de él. Es que ellos eran los co-protagonistas de esa historia; la historia cuyo fin fue salvado por la campana a la hora en que cantan los gallos.

Cuando llegó a la oficina saludó a Mónica. Sintió irrefrenables deseos de contarle todo como respuesta a la tradicional pregunta “¿Cómo estas Jor?”. Se mordió los labios cuando dialogó con Juan y se tragó el salado sabor del silencio al decidir no comentarle a Carlos. A él le preguntó: ¿Y Fernando? –Fer anoche trabajó hasta cualquier hora y creo que después salió con Laura. Seguro que llega más tarde.

Jorge no acostumbraba a hablar mal de los demás, pero se animo a decir: -Este Fernando, siempre el mismo irresponsable. Nos va a meter en quilombos.

En los días comunes las miradas se cruzaban como rayos multicolores entre los cuatro empleados; guiños cómplices, comentarios cómicos, cargadas sutiles y otras sarcásticas. El clima era ameno y entretenido. Pero ese no era un día común. Las miradas caían, victimas de la fuerza de gravedad, en los escritorios llenos de papeles o directamente al piso alfombrado, donde se perdían en ningún lugar.

Jorge no creyó que algún día extrañaría el parloteo chillón de Mónica, los comentarios irónicos de Carlos y las serias, cortas y ácidas intervenciones de Juan. También ese día, algo diferente lo unía con sus compañeros de años. Algo distinto sucedía. Comprendió que no solo a él le pasaban cosas. O quizá estaba tan conmovido por el sueño que vivía las situaciones de forma diferente. Pero no le preguntó nada a nadie. Se mordió la lengua, se tragó las preguntas, digirió mil hipótesis y sacó de su maltratado y ulcerado estómago un poco más de paciencia. El sabía que era martes y todos los martes, desde que Fernando fue designado Jefe de Área, iban a cenar juntos.

Las horas laborales pasaban lentamente, decididamente, implacablemente como un buque trasatlántico rompiendo el hielo espeso tras el cuál hay aún más frío. Fernando no fue a trabajar. Era la segunda vez que Fernando no iba, pero la primera que no avisaba previamente. ¡Si se ocupaba de llamar por teléfono ante un simple retraso de cinco minutos! Fernando fue el único motivo de diálogo que integró a los presentes. Después de manifestar extrañeza concluyeron, como discurrió Mónica, que Fernando había decidido no trabajar pero que seguro iría a la cena; después de todo fue su idea y es el que más insiste en conservar la tradición.

Los quince minutos del rutinario viaje en taxi hasta el ya conocido restaurante tuvieron que soportar escasos y sobretodo muy superficiales diálogos. Sólo al taxista parecían importarle realmente los comentarios del tiempo, del tránsito y la inseguridad. A los pasajeros las palabras se les caían de los labios como baldosas pesadas, eran frases cortas como quien recién aprende un nuevo lenguaje y cerradas como cuando después de una discusión alguien no está interesado en seguir la conversación.

Cinco platos escoltados por cubiertos protegían el centro de la mesa redonda. Las copas se fueron volteando una a una para mojarse de vino tinto. El oscuro fruto de uvas entraba en las bocas en estado líquido y luego era expulsado en forma de tímidas palabras que buscaban más romper el silencio que ser oídas atentamente.

Juan, el contador, tan práctico y lógico, en esta oportunidad, con la copa dibujando recorridos de hamacas entre sus labios y la línea imaginaria de la vela de color, divagaba: “La luz es poderosa. Nosotros apenas si podemos lograr que el vino entre en nosotros, en cambio la luz logra entrar en las entrañas del vino, recordando los viñedos, su ausencia en el tiempo de estacionamiento...”. Carlos, que apostaba a que el vino sea un gran tema de conversación, agregó: “Es arte. Miren. Las figuras que el vino dibuja al resbalar sobre el interior de la copa. Y siempre es distinto, según la textura, si es añejo, varietal. Es arte efímero, es trabajo y premio. Nace de un pequeño movimiento, se explaya rápidamente, impacta y se va de golpe. Es como un sueño”. Nadie respondió pero todos miraron los ojos de Carlos. Su comparación (él se dio cuenta) no fue bien recibida. Si él mismo sintió estar delatando en el temblor de sus labios lo que le pasaba. Después de juntar miradas en sus ojos, Carlos notó que sus compañeros se miraban entre ellos, asombrados de haber encontrado a los demás inquietados por lo mismo. El silencio se mantuvo hasta que el mozo la interrumpió con forzada alegría para preguntar si podía servir la comida.

-No es lo mismo si no está Fernando –dijo Mónica. Jorge apoyó su espalda en la silla y entre dientes respondió. -Sí. Y además yo quería hablar con él.

Juan seguía callado y sólo miraba, como en un partido de tenis, quien lanzaba cada frase de un lado a otro de la mesa. Pero Carlos, titubeando, nervioso y sorprendido, rápidamente dijo: -Yo, yo también tengo que... hablar con él.

-Vamos a seguir esperando -dijo Mónica sin mirar al mozo. En cambio Juan busco la mirada del anfitrión y señaló tímidamente la botella de vino, ya sin sangre en su interior.

Mónica era sin dudas quien más soltura mostraba al hablar. Apenas si se notaban que los nervios corrían por sus venas, casi no se percibía que todo era difícil en ese día para ella. Quizá porque como encargada de ventas estaba acostumbrada a controlar sus emociones. Dicha lucidez le permitió comenzar a tirar las primeras piedras de lo que terminaría siendo un volcán.

-Fernando está teniendo problemas. Ayer me comentó algo. –Quienes bebían tragaron de repente. Los que solo jugaban con la copa en sus manos la depositaron en la mesa. Juan, que solo miraba, se apoyo de codos en la mesa y puso la pera sobre su mano derecha al tiempo que clavó su mirada en los labios de Mónica.

-Me habló de un sueño, más bien de una pesadilla. Es algo recurrente, le impide dormir y los recuerdos lo atormentan cuando está despierto. Me pidió que lo ayude con algunas tareas ya que no está al mismo nivel que antes. Pero hoy yo...

-¿También soñaste Mónica? –adivinó Jorge.

Mientras Mónica asentía con la cabeza se escuchó el sí de Juan y él “yo también” de Carlos. Un clima de tranquilidad invadió la circular mesa como una luz cenital. El saber que todos compartían el mismo padecimiento los consolaba. Un consuelo de tontos frente a su mal compartido.

El mozo llenó las cinco copas del mejor vino tinto. Aquel al que los había acostumbrado Fernando.

Jorge no aguantó más y así como el cuerpo de un borracho expulsa aquello que le hace mal, empezó a vomitar palabras. –En el sueño... estaban ustedes, todos. Pero... sus caras, me miraban con desconfianza y expresaban maldad. Algo que nunca paso... Algo raro –Jorge hablaba rápidamente y terminaba las frases con suavidad y bajando un poco el tono de voz y el ciclo se repetía-, algo raro estaba por pasar. Algo yo iba a hacer, sus rostros se me acercaban cada vez mas... y sonó el despertador. No sé porque pero me angustié mucho. No comprendo, si no pasó nada en el sueño. Y tuve esas imágenes conmigo todo el día.

Para sorpresa de todos, Juan fue el segundo en hablar: -Era un cuarto pequeño, de 2 metros y medio por 3 metros. Todos nos apuntábamos con dedos acusadores. Pero el cuarto se iba haciendo más chico cada vez hasta que nuestros cuerpos se empezaron a chocar. Después sonó el despertador.

-Les propongo que escuchemos juntos el sueño de Fer antes de sacar conclusiones –sugirió Mónica muy decidida, mientras retiraba la servilleta sin usar de su falda. -¿Vos decís ir a su casa? –consultó Jorge.

Salieron con gran entereza, uno detrás del otro, con impaciencia y ansiedad. Mónica guió el camino, era quién mejor conocía el camino a la casa de Fernando. Tiempo atrás habían sido pareja, aunque no por mucho tiempo.

Jorge examinó detenidamente con su mirada a Mónica. Era una mujer que no aparentaba los 40 años que estaba estrenando. Elegante, en extremo femenina y con gran decisión. La observó elegir uno de dos manojos de llaves de su bolso y buscar aquella que abría la puerta de la morada de Fernando. Los 3 hombres solo tejían hipótesis sobre como tenía esa llave, más sabiendo que hace tiempo terminó la relación amorosa con quien luego sería su jefe. Pero entraron en la casa con total naturalidad.

Los 3 vagones del ferrocarril seguían fielmente a la locomotora que se dirigía al cuarto de la casa. Allí estaba Fernando. En la cama, con su ropa de dormir, inmóvil, en posición fetal. Mónica lo llamó suavemente. Luego tocó su hombro. Después lo zamarreó pero Fernando no reaccionaba. Lo giró y al acercar su oreja al pecho de él solo oyó silencio. El llanto fue inmediato, el grito nació después y se repitió varias veces. Los hombres de la habitación juntaron lágrimas en los ojos y se apartaron de la cama, dos o tres pasos. Mónica fue hacia ellos y los increpó: -¡Ustedes! ¡Ustedes!

Jorge cayó al piso, sentado, con el cuerpo perdido. Los demás lo miraban amenazadoramente, con cara de maldad y asombro.

-¡Digan la verdad! ¡Lo de anoche no fue un sueño! ¡Ustedes sienten culpa! –seguía gritando Mónica.

-¡No! ¡Fue un sueño! –se excusaba Juan- ¡Yo, yo le pegaba, pero era un sueño, no, no, no lo maté, no quería hacerlo!

Juan no se atrevía a mirar nada. Ni a sus compañeros ni al cadáver en la cama. Sólo sentía, con ambas manos tapando su cara, que la habitación se hacía cada vez más pequeña, y que él quedaba encerrado en el centro y sabía que pronto se chocaría con sus compañeros acusadores.

-¡Vos no dijiste nada de tu sueño! ¿Qué nos estás ocultando? –Increpó Mónica al último, y logró el cometido: Todos se señalaban entre sí con el dedo, echando culpas como disparos con el dedo índice, cumpliendo cada uno su sueño, y ella, ella cumpliendo su ensoñación, su venganza perfecta.

La séptima prueba

El viento soplaba apenas y hacía que sus rizos acariciaran mi rostro. Íbamos a trote lento camino al castillo; ella justo delante mío, entre mis brazos, mostrando una sonrisa, de perfil al camino.

La encontré perdida y ofrecí mi ayuda. En ese momento solo pensaba en la recompensa que obtendría. ¿Caballos? ¿Algún título? ¿Tal vez su mano?

-Necesito volver al castillo, pero no sola –me dijo al acercarme.

Mientras acomodaba la montura para que entráramos ambos, el cielo se tiñó de negro tormenta.

-Si partimos ya, nos tomará la lluvia por sorpresa –le dije, esperando la posibilidad de ir juntos a un refugio.

-No me importa, ¡tenemos que irnos ahora!

La llegada al castillo fue triunfal: La puerta se abrió y comenzaron los vítores, la algarabía y algunos festejos más. Hasta las nubes se dispersaron para que también el sol pueda recibirnos.

Antes de bajarse del caballo me preguntó con dulzura “¿Eres religioso, verdad?”. Y esa sería la respuesta a mis preguntas del viaje.

Bajó al tomar la mano de un caballero que la besó con familiaridad. A mí me llevaron a una galería donde en soledad hicieron que espere la ceremonia. Así eran sus costumbres, me dijeron.

En la plaza principal estaban todos. La doncella recibió su condecoración: Conmigo completó la prueba. Pasó exitosamente la prueba de la carne; yo fui el séptimo y su consagración. Entonces anunciaron la fecha del casamiento. Sus ojos y los del prometido brillaron más que el sol.

Sólo una cosa era segura: ella se casaría con otro. Y yo aún no entendía que parte de la religión, entonces, tenía que ver conmigo.

Después de varios sermones y algunos rituales incomprensibles, pusieron una tela negra en mi cabeza y comprendí que no tendría recompensa. -¡No soy religioso! ¡Yo la ayudé! -grité en vano, mientras me sostenían firmemente.

-Ojalá ésta sea la última vez que lo hacemos –dijo el verdugo, pero nadie lo oyó.

En todas las salas

Deseaba no recordar, pero recordaba todo, todo el tiempo. Recordaba el rocío bañando la verde pradera, el sol en los ojos, el molesto gentío de la feria de los sábados, mis años de estudio, el trabajo, ¡extrañaba a mis insoportables jefes!, también los amigos, la familia, todo cobraba vida en mi mente, con sólo cerrar los ojos. Pero la película duraba poco; con solo abrirlos nuevamente tomaba conciencia de que estaba en la luna, hacía ya 5 años.

Estaba en “el casco”. Así llamaban a la construcción en forma esférica, con una base llena de instalaciones y una cúpula transparente, desde donde se veía el infinito cielo, el oscuro espacio de nada que me rodeaba, el rostro lleno de aburridas pecas blancas que me veía envejecer segundo a segundo.

Ya conocía el lugar de memoria. La sala de máquinas, las salas de estar, y las habitaciones. Las habitaciones para “ellos”, los profesionales de la nasa, y para “el resto”; los operarios, los empleados, como yo, flamante “Jefe de mantenimiento” de la planta.

Fue todo cuestión de un día. Yo estaba revisando una de las paredes de cristal líquido cuando todos empezaron a correr y la sirena chilló imparable. El plan de evacuación comenzó. Todos debían abandonar el casco y volver a la tierra. Era una decisión sorprendente, a solo 2 meses de estadía, cuando se planeaba permanecer más tiempo, y habiendo preparado la planta para 20 años de aire puro. Yo conocía como programar las compuertas, por eso tenía que salir en último lugar, pero algo falló y se cerraron conmigo dentro, y se bloquearon luego; ahora sólo se pueden abrir desde afuera.

Cansado de mirar el cielo, aburrido de mirar las repetidas imágenes de las pantallas que finalmente reparé, exploré cada detalle de la planta. No entiendo por qué seguía teniendo fuerzas. Lo más fácil era abandonarme a la muerte, ya estaba muerto para todos. Pero en el silencio espacial, allí donde cada paso es un trueno y un temblor, mis pisadas sonaban diferentes en determinadas zonas. También noté que algunas paredes eran más anchas de lo que el diseño hacía suponer.

En mi cabeza, quizá por ausencia de otras cosas en que pensar, se fueron tejieron mil hipótesis. ¿Habría pasadizos secretos? ¿Se trataba de espacios huecos por protección? Decidí averiguarlo. Revisé la documentación de la planta y nada. Tuve que realizar exploración experimental, y así fue que encontré que los comandos para unas puertas aún no terminadas en realidad desplazaban paredes. Programé que se abran en 48 segundos, el tiempo necesario para llegar frente a la supuesta pared.

Cuando se abrió, fue todo muy confuso. Lo primero que vi fue ese rostro con antenas y un arma enorme apuntándome, con la luz roja encima. Indeciso, me tiré encima y lo comencé a golpear. Realmente nunca pensé que al encontrarme con alguien después de varios años de soledad reaccionaría así. Seguí pegándole, lo golpeé con el aparato de la luz roja, hasta que varias manos, que llegaron de la planta, de la planta donde “no había nadie” hace cinco largos años, me sostuvieron y me trajeron aquí.

No salía de mi asombro. Treinta personas como la que yo maltraté, con sus respectivos equipos, solo para seguirme a mí. Cinco años de registros. ¿Cómo iba a saberlo?

Mi respuesta es “no”, les dije. No estaba dispuesto a seguir como si nada hubiera pasado. Quería que me devuelvan mi vida. Sólo por eso firmé, presionado para recuperar mi libertad.

Y ahora estoy aquí, en este recinto semicircular, casi a oscuras, con iluminación posterior, viéndome como en un espejo de tiempo, con mi mente distraída en como conseguir un trabajo mejor, resignándome a que nadie me crea que fui el actor de la película del momento y entendiendo, al ver la frase final, por qué nunca se fueron las luces rojas, que como mosquitos, me perseguían aún cuando volví de la luna; “Próximamente... La vida en la tierra después del Casco”.

Más allá de la vida

El locutor del “Certamen Anual de Baile” anunció eufórico:

-Ahora, la pareja ganadora del último año se presenta a revalidar su título, algo que ninguna pareja logró hasta ahora.

Luz y Marcos se miraban fijamente, ambos separados por la pista, esperando el momento de comenzar la danza final. La cabeza de ambos era un cine con imágenes y sonidos corriendo a alta velocidad. Luz miraba a los ojos a Marcos y recordaba los primeros momentos, cuando jugaban en la plaza siendo niños, luego en el colegio haciendo las tareas juntos...

-En este torneo los vimos bailar rock, swing y jazz obteniendo excelente puntaje, y ahora...

Marcos no paraba de sonreir y frente a el pasaban las primeras clases que tomaron juntos. Como poco a poco encontraron complicidad, miradas, gestos corporales, todo lo necesario para crecer y convertirse en afortunados que trabajan de lo que aman.

-...los veremos bailar su ritmo preferido: la salsa.

Las palmas sonaron fuertes, continuas y se fueron apagando como un chaparrón. Los bailarines estaban nerviosos pero no lo demostraban. Era lógico, era una hazaña muy grande la que podían lograr, pero había algo más, algo especial. Los dos habían intentado decirse algo. Él con seriedad, ella con nerviosismo. Fue después de un ensayo y Marcos puso el dedo índice sobre sus labios rosados. Ella lo abrazó fuerte y entendió el mensaje. Sería después del show.

La música comenzó a sonar. El bongo comenzó marcando el son y los pasos de la pareja iban al encuentro. Llevaban los ojos atados con una soga y al tiempo que empezaba la campana a marcar el ritmo se tomaron las manos. Las figuras eran hermosas, los movimientos lentos y pausados, largos y sincronizados. Parecía el mar acariciando la playa, y ellos seguían sonriendo, seguían recordando, seguían imaginando lo que vendría después.

Cuando luego de un sibiel la enrolló en sus brazos aprovechó para decirle: -Disfrutá mucho este baile, será el último.

Luz no entendió bien, pero siguió prestando atención a la música, al monótono son, al piano cansino, a los enérgicos timbales y también, para no pensar en nada más y evitar que alguna lágrima se escapara por el rostro y termine en la pista, a la letra de la música.

...y por que me tomas fuerte así las manos, y tus pensamientos me van llevando

Terminaron el shine y Luz presionó con una fuerza innecesaria la mano de Marcos. Quería saber que significaba su críptico y sorprendente mensaje. Hasta ahora siempre fueron amigos, demasiado cercanos para cualquier amistad. Muchos años de mutua compañía. Era claro que algo más había entre ambos, y que el diamante saldría a la superficie luego de romper las diferentes capas de piedra de ensayos, de giras, de certámenes y la gran final del mundo.

Luz tenía planeado gritarle “Te amo” y besarlo hasta que alguno de los dos quede sin aliento, justo al terminar el baile de salsa. Y pensó, si supuso que quizá Marcos se adelantaba, pero esto era muy diferente del “te amo” que en su cabeza oyó cada vez que mentalmente repasaba la coreografía.

...Tú no piensas que es lo justo ver pasar el tiempo juntos.

Vino un quiebre y ese era el momento. Marcos sabía que ella quería una respuesta, pero era solo un segundo y llegó a decir: -No es bueno que me ames, disfrutemos ahora....

...No me ames, porque estoy perdido, porque cambia el mundo, porque es el destino, porque no se puede, somos un espejo y tu así serías lo que yo de mi reflejo

Entre marca y marca, el caballero de sonrisa impecable y mirada seductora volvió a tirar datos. –La enfermedad de mi primo, la que te conté... bueno... no es de mi primo.

...aunque en el futuro haya un muro enorme; yo no tengo miedo, quiero enamorarme.

Luz seguía bailando con total soltura, aunque su cuerpo de doncella hacía añicos un castillo de cristal en su interior. El primo, la enfermedad mortal, la que se contagió en una transfusión de sangre, no lo podía creer.

...no me ames, porque piensas que parezco diferente

Marcos y Luz, los enamorados en silencio durante años. Ahora Luz conocía las razones de posponer siempre para más adelante las cosas, de obsesionarse hasta el cansancio con cada nueva coreografía y cada nuevo show.

Ahora bailaban abrazados. Se desplazaban por la pista trabados con las piernas, los brazos en alto y caminando juntos de forma perfecta. Luz notó como una lágrima cayó sobre el hombro de su compañero, de su amor, de su seductor y aprovechó para decir, entre sollosos, y sobre la voz de la cantante, algunas palabras...

Sabes bien, que no puedo, que es inútil, que siempre te amaré

Y antes de separarse le susurró –Yo con vos me voy a fin del mundo.

El baile estaba llegando a su fin. El público atónito no dejaba de observar como dos corazones desesperados se valían del cuerpo para decirse de todo, y el jurado tomaba nota, mientras ellos planeaban su futuro, en la final del certamen anual de baile.

Luz se permitió un pequeño cambio imprevisto. Terminó la rutina de forma diferente, con su cara justo frente a la de Marcos, quien con los ojos llenos de emociones reflejaba luces, y ahí lo convenció. –Este no será el último baile. Esta noche repetiremos ésta y todas las coreografías los dos solos, al ritmo de los latidos, y que la canción terminé cuando termine, quiero ser tu pareja pero en la vida, no sólo en la pista, y quiero bailar siempre con vos, en la vida, y más allá de la vida también.

La gente se puso de pié. El jugado se mostraba satisfecho. Los aplausos eran ensordecedores, los gritos se solapaban y mientras tanto la canción seguía sonando, y Marcos y Luz, a coro, mirando al público, mientras agradecían, llenos de felicidad, terminaron de cantarla.

Este amor es como el sol que sale tras de la tormenta; como dos cometas en la misma estela.
Tu y yo volaremos uno con el otro y seguiremos siempre juntos.
Quiero alzar el vuelo con tu gran amor por el azul del cielo.

Sueño hecho realidad

Alberto sintió que era amigo de sus compañeros de trabajo. Se sentaron bajo un viejo roble y vieron el atardecer, vieron llegar la noche y contaron chistes y contaron las luces lejanas de la calle... pero no era cierto.

Se despertó suavemente, como cada día. En su caso con sonido de pájaros y el crujir de hojas y ramas sopladas por el viento. Cada uno tenía una melodía diferente. Los sueños eran el único momento agradable del día y un cambio brusco podía reducir el nivel de inteligencia, el combustible necesario para trabajar.

Tenía cinco minutos para higienizarse y calzarse la ropa azul.

La rutina estaba marcada. En el momento oportuno estaba listo para tomar el liquido insípido y las frutas artificiales llenas de proteínas, calorías y todo lo necesario para ese día.

En el comedor, las miradas cómplices lo anunciaban: Algo iba a ocurrir. Pero nadie podía hablar allí, aunque sí podían pensar (al trabajar no es posible desconcentrarse, no sin que la computadora se entere).

Llegaron al lugar de trabajo. Se colocaron los cascos y empezaron a trabajar con su inteligencia. Pero en lugar de encontrar soluciones creativas a los ejercicios propuestos (que alimentaban la computadora central, quien podría finalmente, liberarlos de ese trabajo), pusieron en marcha el plan.

Todos pensaron en la misma solución a los diferentes ejercicios. Eso les dio tiempo. El monitoreo se detuvo hasta terminar de procesar los datos. Planearon los siguientes pasos. Siempre el segundo ejercicio era el más complicado del día. Se pasaron los enunciados unos a otros. Luego ingresaron la solución del ejercicio ajeno. Esto sí que les daría el tiempo necesario, pensó Alberto.

Desconectaron los cascos y corrieron así, descalzos, hacia la salida. Ingresaron a la cocina y desde ahí fueron saliendo por la ventana. La alarma debió sonar de inmediato al detectar más gente que lo habitual en la cocina. Pero la computadora aún intentaba comprender la lógica que los llevo a plantear esas soluciones.

Corrieron sobre el césped fresco. Esa sensación solo se conocía en sueños, pero ahora era distinto, era a la luz de otro sol, un sol real, uno que quema la piel al contacto directo.

Quizá por el cansancio o quizá por el golpe emocional, Alberto sintió que la tierra se movía bajo sus pies. Finalmente siguieron el viaje a pié. Se detuvieron al llegar a un bosque. Era un buen lugar para esconderse y pasar la noche. Alberto sugirió descansar bajo el árbol más alto de la zona.

Sentados en círculo todos empezaron a hablar usando la voz por primera vez en mucho tiempo. Estaba atardeciendo y Alberto solo mostraba preocupación. Ensayó las palabras una y otra vez y cuando hubo un pequeño silencio sentenció: -Esto no existe, esto es mi sueño. Cuando yo despierte todo se acabará.

Nadie le creyó. Enfurecido, Alberto se levantó y caminó entre los árboles. Finalmente se perdió en la noche, junto al graznido de pájaros y el ruido de ramas empujadas por el viento.

La tinta y la musa

Siempre era lo mismo. El abismo de la hoja en blanco que generaba la toma de conciencia: Ella se fue y no había forma de hacerla volver. Ella se fue y él la necesitaba para todo. Para su trabajo, para su vida, para su salud, para su equilibrio.

Los días pasaban rápidos, el tiempo se los tragaba como un cóctel de angustias, culpas, resentimientos y un toque de tinta. El sol era una molestia que sólo sufría si de casualidad estaba despierto de día al intentar, como siempre, escribir algo.

Cuando despertaba no podía escribir inmediatamente. Aún en su cabeza vivían los peores pensamientos. Y sólo al estar despierto los podía convencer de que dejen de respirar. Así que, al menos durante quince minutos, tirado en la cama, con el cuerpo inmóvil, se dedicaba a suicidar sus pensamientos en el abismo de su mente.

Ahora sí. Cuando eran solo él y el papel blanco se iniciaba la espera. La musa volvería y la tinta que estuvo bebiendo aflorará en historias. Sin embargo, eso nunca pasaba, y cuando el alcohol que tenía la tinta hacía efecto el sueño se lo llevaba nuevamente.

Sonó el teléfono, se asustó y brincó manchando su camisa del negro líquido que bebía. Maldijo el teléfono y levantó el auricular. Del otro lado de la línea escucha sin ninguna confusión la voz de la culpa. De su propia culpa, la que escuchaba en todas partes. La culpa de haber echado a la musa lejos de su vida. Colgó y empezó a caminar por la habitación, llevando consigo su descuidado cuerpo, su falta de equilibrio y sus labios negros. El piso de madera rechinaba y temblaba todo el tiempo, aunque después de una pausa, y sin mayores explicaciones, tomo aire y envión, y empezó a escupir palabras. Las maldiciones fueron todas para él. Por primera vez entendió que era el único culpable.

Quiso gritar pero tenía las manos en la boca. Se quedó masticando la bronca, desgarrando sus dedos con un grito apagado, contagiado por la desesperación de no ser quien pudo hacerla volver, no ser quien pudo ayudarla, no ser quien pudo convertirse en el escritor ideal para la musa más hermosa que alguien hubiera conocido.

Las lágrimas bajaban por el rostro, se convertían en grises, negras y se estrellaban en el piso. Necesitaba dirigirse a ella, aunque ya no esté, así que tomó del suelo lo que quedaba de su última carta de amor, juntó los pedazos y la volvió a escribir, de la mejor manera que pudo, casi pidiendo por favor, y juró esta vez no romperla.

Mezclando sudor, lágrimas y tinta sobre el papel, pudo escribir una línea de futuro esperanzador y una de tormentoso pasado.

-“Te daría el corazón que ya no tengo, las ilusiones que se fueron y lo poco que queda de mi razón, diluida en una brisa que se empieza a perder. Pero el recuerdo me lleva a esa tarde gris, donde todo sucedió, cuando el amor nos cubrió de dolor”.

Dejó de escribir un segundo. Bebió otro trago de tinta, se quitó algunas lágrimas del rostro y continuó.

-“No debí confundir musa con personaje, cedería toda la literatura que tuve porque puedas volver: Yo no quise matarte”.

Cayó de rodillas sobre la madera. Escupió el nudo de su vida, pero el desenlace estaba escrito con tinta envenenada. Lloró sin parar hasta que el estómago puso punto final.

El descanso

Después de manejar por la ruta durante seis largas horas llegaron a “El descanso”; un pueblo olvidado por los turistas. Llegaron sin reserva previa; decidieron tomar ese descanso de fin de semana a último momento, así que deberían recorrer hoteles para encontrar donde hospedarse. Pero antes deseaban reponer la energía gastada en el viaje; condujeron alternadamente dos horas cada uno.

Luis y Mónica entraron al primer bar que encontraron. No parecía un bar, salvo por un improvisado cartel y un sonoro bullicio que se fue apagando cuando ingresaron.

-Los estábamos esperando... -dijo el mozo o dueño del lugar mientras levantaba ambas palmas de la mano y sonreía gustoso.

Luis miró a Mónica y encontró, como en un espejo, una sonrisa de sorpresa y de nervios. Ella mientras se acomodaba en la silla pidió al mozo una pizza y una cerveza.

-Entiendo... ¡para ustedes lo que quieran! -Al tiempo que el mozo se iba renacía el bullicio de la gente, solo que ahora entremezclado con miradas cruzadas a la pareja, quienes se sentían en el centro de un anfiteatro.

Comieron casi sin hablar; solo querían irse a un lugar más tranquilo. Preguntaron al mozo donde podían hospedarse, quien, esbozando una nueva sonrisa, y como toda respuesta, le dió en la mano un sobre a Luis. Al intento de pagar la comida, el mozo señalo el sobre y no aceptó.

Salieron rápidamente y algo aturdidos. El sobre tenía impreso con una vieja máquina de escribir “Jorge Cattizone y Carla Ruiz” y debajo indicaba “Laprida 343”. Ayudados de un mapa fueron hacia allá. El camino era tranquilo, solo unos lejanos gritos y tambores, como de una comparsa, rompían el silencio.

Llegaron a la dirección; era una típica casa de barrio. Salió un hombre a recibirlos y lo primero que hizo fue pedirles el sobre. Lo leyó y los hizo pasar. El lugar tenía mostrador, pero no parecía un hotel. - En esta sala tienen el equipo básico, cuando estén preparados salgan por la puerta del medio.

La sala de espera era un hermoso living con cigarrillos, bebidas, televisión y biblioteca. Sobre una mesa había varias bolsas con etiquetas. Una de ellas contenía los mismos nombres que el sobre. Mónica rompió la bolsa y encontró dos batas negras, con cada uno de los nombres en grandes letras blancas. El bullicio de gente se sentía cada vez más fuerte y cercano. -¡Vámonos! dijo Luis y al intentar abrir la puerta la encontró cerrada. Fué ahí cuando escuchó la voz del supuesto conserje que se excusaba: -Si, sabemos que son denuncias inconsistentes, pero por algo se entregaron solos. -Luis comenzó a patear la puerta, mientras Mónica búscaba como salir de la habitación.
-...además es mejor que la gente haga justicia. Desde que no hay policía ni jueces la falta de contención del pueblo puede cometer excesos, pero luego siempre viene la calma. Antes nadie oía ni los justos ni los injustos reclamos.
-Mónica se asomó por la puerta y llamó a Luis. Ambos salieron y esta vez sí estaban en un anfiteatro. El tumulto de gente fue llenando las gradas. Una voz por altoparlante mencionó los nombres del sobre y una lista de delitos que fueron repudiados por el público. Cuando los piedrazos comenzaron a caer sobre ellos, ambos se abrazaron fuertemente, en cunclillas, como uniendo fuerzas para evitar la muerte.

El veneno de la Rosa Negra

Después de las últimas convulsiones sus signos vitales bajaron en picada. Yo quería un dato sobre qué lo había envenenado, pero lo único que conseguí fue que balbucee, entre saliva y sangre, “...la roosa negra”. En su agonía le prometí que nadie más moriría por esta ¿rosa negra?.

Continuando su papel, el de un médico y farmacéutico de renombre, me instauré como justiciero, asumiendo el compromiso de evitar que el veneno se lleve más vidas.

Por eso me interné en su oficina y revisé cada informe y cada documento para entender que hacía y el porque de la rosa negra.

Descubrí cientos de flores diferentes, y las propiedades de cada una. La biblioteca desbordaba de libros sobre el poder curativo de las flores, pero nada mencionaba a la rosa negra.

En un estante encontré una carpeta conteniendo un resumen de sus últimos trabajos de investigación. Cuatro horas pasaron mientras me sumergía en un mar de naturaleza. El aroma de las especias y el polen y los pétalos parecían fundirse en una fragancia embriagadora y levantarse como vapor sobre mi rostro. Pero nada.

Al encender la computadora encontré un documento con su último trabajo: “Prevención no invasiva”. Después de muchas páginas incomprensibles para mi, aparecieron las pruebas con diferentes tipos de rosas. Sin embargo, ninguna era “rosa negra”. Lo que sí figuraba era el lugar de donde mi hermano recogía las flores. ¿Estaría allí la respuesta? Lo averiguaría pronto. No era la actividad más divertida para una tarde de domingo, pero esa flor dejó clavadas sus espinas en mi carne y arrancó un pedazo de mi vida.

El floral estaba del otro lado del barranco. Con bastante cansancio llegué a la cima; pude observar el multicolor espectáculo pero comprobé que no podría bajar sino atravesando la casa abandonada, que tenía una prolija escalera hacia la pradera.

Fue dificil regresar a esa casa, ya que estaba llena de niñez, travesuras e historias de amor que dejé de lado hace décadas y que ahora resucitaban. Mi mente viajaba en el tiempo a medida que transitaba el corredor en penumbras. Ya no había luz. Cada paso se perdía en el aire y el siguiente era a tientas, hasta que por tanto adivinar caí al piso.

Al intentar levantarme recibí el primer golpe, sin ver quién ni cómo me golpeó. Y se fueron repitiendo. Sin piedad recorrieron mi cuerpo con cientos de puños y palmas y pies. Mis gritos desgarradores se estaban quedando mudos cuando logré acurrucarme en un rincon y ver que quien me había maltratado era una mujer. Y yo la conocía. Al advertir que la vi, me dijo: “Tu hermano me quiso enamorar para conseguirlo, y como no pudo te manda a vos. ¡Nunca van a tocar mis flores!”

Ahora entendía todo. Ella era Rosa, la única hija negra de los Muriel. Y sí, mi hermano en su búsqueda se encontró con el veneno de esos labios gruesos, el veneno de una Rosa Negra.

Ojalá

Doce años pasaron desde que me fui de mi casa. Me fui con la total convicción de no volver más. Pero aquí estoy, en la ruta, yendo hacia mi morada infantil.

Desde el micro veía pasar los postes de luz al costado de la ruta, pero sólo como molestia superficial. Yo estaba viendo más allá; mi foco estaba en mi adolescencia. Aquella rebeldía desenfrenada... Pero sobretodo esos poderes sobrenaturales, que algunos disfrazaban de enfermedad y que solo se fueron cuando –por fin- me mudé a la ciudad.

Solo pasaron 4 horas desde que recibí el telegrama. Siempre pensé que no me enteraría, y que si me lo contaban iba a preferir ignorarlo.

El zumbido del micro en el asfalto no es nada. Cada vez escucho más fuerte el recuerdo de mis discuciones con Antonio. Eran cotidianas, permanentes, de tono creciente. Lo que más me molestaba era que quería usar para su beneficio mi habilidad de desear cosas y que se cumplan. Pero no era así, sólo funcionaba cuando yo deseaba algo con mucha fuerza y me trajo mas problemas que soluciones. ¡Siempre discutíamos por lo mismo!

Desde la ciudad, de forma esporádica, yo seguí manteniendo correspondencia con mi mamá, pero con Antonio (no me gusta llamarlo “papa”) nada. Lo último que me contó mamá es que eran muy felices. Sobretodo Antonio, que aún con muchos años y algunos problemas de salud, sentía que disfrutaba de la vida segundo a segundo.

El viaje está acabando. Ya dejamos la ruta. Yo vuelvo a leer el telegrama, quizá ahora me genere otra imagen... pero no. Cada vez que termino de leer viene a mi mente la última discusión, ésa que terminó con el portazo, conmigo yéndome para siempre, y con una frase que fue deseo, y que retumbó durante 12 años: “Ojalá que la muerte te llegue sólo cuando seas feliz”.

Entradas más recientes Entradas antiguas Inicio