Grito de libertad

El techo era bajo y al igual que las paredes estaba lleno de humedad. La única ventana que comunicaba al mono ambiente con el exterior siempre estaba casi cerrada. Ahí estaba yo, contemplando alternativamente los dos cuadros de realidad. Uno a pantalla completa, otro a través de los escasos centímetros que separan la ventana del marco; único lugar desde donde ver la luz y el exterior.

Por la ventana se ve la gente caminar, los autos correr y los niños jugar. ¡Cuántas veces habré recorrido esas veredas y esos edificios! Pero hace mucho tiempo ya que me conformo solo con dos centímetros de mi añorada vida anterior. Hace mucho que solo vivo en el encierro.

El otro cuadro es oscuro. Con muebles estancados, clavados en su lugar por el paso del tiempo, bañados en pegajoso polvo y humedad. Se respira la falta de aire. Se huele un encierro casi perpetuo.

Y ahora, como cada día, el silencio es apenas interrumpido por los toscos, brutos y descuidados pasos de Juana. Siempre moviéndose de aquí para allá. Conociendo cada rincón de la casa más por costumbre que por la escasa iluminación del lugar.

Yo, aún al lado de la ventana, observo casi sin mirar. Cuando Juana pasa a mi lado, desde abajo busco su mirada pero pronto me encuentro viendo sólo su sombra. No me animo a llamar su atención. Continúo en silencio.

Pero mi necesidad me quema. Entonces, con algo de esfuerzo por la falta de costumbre, me muevo. Me ubico en su camino. Cuando Juana vuelve mi mirada escribió en sus ojos mis deseos. Mis deseos de siempre. Mi súplica diaria. El pedido acostumbrado. En ese momento los labios arrugados por la dejadez y el paso del tiempo, me hablaron: -¡Ni lo sueñes! No vas a ir a la calle. ¡Te quedarás siempre conmigo!

A diario me pregunto como fue posible que al principio todo fuera tan armónico. ¿Cómo tantos abrazos tiernos pueden convertirse en barrotes carceleros? ¿Cómo es que caminar juntos por una vereda cualquiera era el mundo y de repente fue solo recuerdo? ¿Por qué las cosas cambian?

Siempre sus palabras me hieren. Negándome lo que yo más deseo. Pero ahora es como si esas palabras fueran cuchillos acariciando la carne viva. Jugando con mi vida. Remarcando quién decide el destino de quien. Y así fue que sucedió todo.

Sin pensarlo demasiado –creo que mi sangre hirviendo me impulsaba como vapor elevándose al aire- di un salto y caí sobre su gordo cuerpo. Si bien soy pequeño la fuerza del impacto logró que Juana cayera al pegajoso y roñoso piso. Sus ojos eran más grandes que la luna. Y más brillantes que la lámpara de 40 watts que desde lo alto tambaleaba la luz. Yo estaba sobre su pecho. Me tome un segundo para observarla. Su cara era pálida, los labios temblaban y los pómulos parecían pintados de rojo, como uno de esos atardeceres que ya no veo. Ella nunca hubiera esperado una reacción así. Me deleité con esa imagen por un segundo que pareció una eternidad.

Sin quitar mis ojos de su mirada, con toda la fuerza que tenía dentro, con todo el rencor que acumulé por años y con una mezcla de amor y decepción maullé. Maullé tan fuerte que giró su cara a un costado. Fue entonces cuando mi pata izquierda clavo sus garras en el esponjoso cachete. Inmediatamente, con solo dos saltos, estuve en la ventana. Juana, aún temblando y con la cara y manos ensangrentadas, levantó la persiana. Nunca más la volví a ver. A veces, la libertad está a un grito de distancia, a un salto del presente. Al menos para un gato.

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