El equipo y el desafío

Siento la necesidad. Esta vez estaremos juntos. Es que el objetivo es enorme. Estaremos juntos.

El primero que quiero que esté aportará la estrategia, será el guía. Siempre lo envidiamos; yo trato de seguir sus pasos. Es el más soñador, el independiente, es persistente hasta la muerte, el que cree que todo lo puede y que al menos, siempre lo intenta.

El segundo nos ayudará con los límites. Tampoco hay que intentarlo todo; siempre tenemos que pensar en los demás, escuchar a los otros ¿y quién mejor que él? Es muy fácil ver sus buenas cualidades, sobresalen como enormes dientes de una sonrisa alegre. Pero nadie, hoy en día, le creerá ser tan bueno y noble. Notarán algo de actuación.

Eso es lo que dice el tercer integrante del equipo. No está mal mostrar en un desliz algún defecto. Quizá para dejar en claro el realismo, quizá para lograr identificación. ¿Quién estaría al lado de alguien perfecto? En cambio, una leve imperfección y un escaso ramo de defectos son un espejo que permite a los demás reflejarse, que se muestren.

Pero el problema más grave es que el cuarto soy yo. El dubitativo, el indeciso, el que fue hecho a mano con fe y explotado con la razón, mezcla de barro y polvo de una estrella. En este momento estoy rodeado. Con alas de libertad pero acorralado. Es que cada uno de mis compañeros ata con invisibles lazos diferentes partes de mi ser: mi corazón, mi piel, mi mente, mis sueños, y tiran, empujan, ganan entre sí y descansan para volver a empezar. Y yo en el medio, creyéndome indefenso como un árbol frente al viento, sin destino propio como la hoja que se lleva el otoño.

Sin embargo se bien que lo mejor para salir de esta incertidumbre es trabajar en equipo. Eso es lo que quiero. El primero (el que es como quiero ser), el segundo (el que es como me ven los demás), el tercero (el que es como quiero que me vean) y yo (el que soy). Desde mañana este equipo envuelto en mi aura comenzará a luchar por su más grande objetivo: Vivir. Aún sabiendo que sólo disfrutare de la lucha porque la derrota está asegurada.

No hablen mal de ese amor

Yo no lo puedo creer. Selva siempre fue la más hermosa, si tenía a toda la facultad tras ella. Siempre me decía que hay que buscar y buscar al príncipe azul, que una merece mucho, que hay que saber elegir. Y se va a casar con ese viejo. ¿Qué futuro van a tener? Usted, como su madre, tendría que advertirle. Y encima con ese viejo, justamente, que tanto la hizo sufrir en los últimos años de la carrera. Si hasta repetía que lo odiaba porque siempre era una traba para recibirse. No lo puedo creer. ¿Qué los une? ¿Qué es lo que le vio?

-No hable mal de ese amor, Elizabeth: Es bueno y fecundo. Hay en él nostalgia y melancolía, envidia y un poco de desprecio, y una completa y casta felicidad.

-Ay... sigo sin entender. Justo ahora que se recibe... Casarse con ese viejo, el rector de la facultad... ¡pobre selva!

De pocas palabras

¡Qué situación difícil! Y el ambiente no ayudaba. El lugar lleno de gente. Quizá por eso sus ojos eran pequeños; para no ver la totalidad de la realidad. Un acto de cobardía disimulado, ojos que no ven...

Su piel oscura se hacía negra y brillante por el sudor. Las manos frotando sus nervios entre sí anticipaban el momento. Ella se movía de un lugar a otro sin notar su presencia. El no hacía más que pensar como llamarla. ¿Usaría su voz? ¿Algún gesto? ¿Otra persona?

Su voz no. Si ya en su pensamiento su voz temblaba, se trababa y mezclaba. Gestos... menos. Sus piernas titilaban, las manos con piel mojada agarraban y soltaban cosas, tocaban el pelo, la cara y la ropa rápidamente. Y ninguna persona entendería lo que el siente. Esa atracción enorme, ese ahorro de palabras evitando el error, la sensación agradable de la contemplación y el abismo que significa cambiar las cosas. Tenía que actuar él. No por elección, sino por descarte.

El tiempo corría veloz solo en el reloj, pero para él cada minuto era eterno.

El sonido de una gota de transpiración estrellándose en la mesa lo sobresaltó. La miró con sus ojos chiquitos y fue levantando la mirada. Y ella estaba allí. Frente a él pero sin mirarlo directamente. Un viento helado le cambió la temperatura al sudor. Un sismo recorrió el cuerpo desde el centro a las extremidades. Respiró profundamente, guardó aire como un atleta, repasó las palabras y como pudo, titubeando, dijo: -Hola.

Ella, casi sin pausa, respondió: -¿Se va a servir algo señor? –Lo, lo de siempre.

Un manto de tranquilidad cubrió su cuerpo y el charco de transpiración. El sonido de huesos chocando se fue apagando. La camarera se fue. El miedo también. El hombre, sentado, con la espalda apoyada por completo en la silla y los brazos colgados, pensó: La próxima vez, apenas se acerque le pregunto como se llama”.

El octavo amanecer

Llegué al mismo tiempo que la negra noche. Mis ojos, como lunas reflejadas en el mar, eran enormes e imprecisos en sus formas. Caminé rápidamente buscando no encontrar silencio entre los crujidos de hojas bajo mis pies. El silencio, no interrumpido sino adornado por grillos y búhos lejanos, me hacía tomar conciencia de la supuesta soledad de la estancia.

La puerta era de hierro. Quise evitarlo, pero el chillido de la cerradura y acaso de la puerta separándose del marco, avisó, como un antiquísimo timbre, de mi llegada a la casa. El viento que entró conmigo levanto diminutos huracanes de polvo. Todo estaba cubierto de tierra y además, algunos muebles cubiertos de telas.

En el centro de la sala se encontraba la escalera. Tan amplia que toda una familia podría transitarla a la vez. En el medio tenía una alfombra que alguna vez fue roja, pero preferí subir por un costado. Siempre subí escaleras. Y siempre lo hice sin siquiera detenerme a pensar en ello. Como masticar, como parpadear. Sin embargo, allí, pensé y analice cada paso como si de eso dependiera mi vida. Es que en esa casa, en esa oscuridad, con esa misión, sentía que hasta el simple hecho de respirar era exponerse a enormes riesgos.

Un poco por el viento que me empujaba, otro poco porque no me quedaba otra recorrí todos los escalones. Tomé el pasillo de la derecha, como corresponde al recorrido. Caminé cerca de la pared, casi tocándola, con la palma abierta, sintiendo el calor del tapizado. Cuando ya no llegaba la luz de la luna mi mano sintió más espacio entre su sudor y la pared. Y más por reflejo que por decisión toqué la madera. Era una puerta. Con la suavidad de una caricia recorrí las vetas hasta encontrarme con el frío metálico del picaporte. La puerta estaba cerrada. Tampoco fue exitosa mi búsqueda al tacto de alguna iluminación. En el obligado recorrido encontré otras dos puertas, igual de cerradas.

Decidí volver. Paso tras paso. Pero la luz original no apareció. Llegué donde estaba la escalera, al encuentro del primer escalón. Tanteé con mi pié derecho cada pequeño abismo antes de bajar el izquierdo. Luego, mis manos se aseguraron de comprobar el frío y el calor de la alfombra y la cerámica. Supongo que estaba en la mitad de la escalera y me detuve. Al agacharme me di cuenta. Se cerró la puerta metálica. La que no tenía llave. La puerta más pesada que conocí. ¿Habrá sido el viento? Me quedé sentado. Acurrucado. Ocupando tan solo tres escalones. Guardando mi cabeza en el hueco de mis brazos, como guardando la luz de mis ojos, quizá la única luz de la casa, solo para mi. Así estuve hasta que llegó el amanecer. Se sentía la frescura del rocío en el exterior de la casa. Sonreí alegre. Ya todo estaba terminando. Solo faltaban diez minutos para las siete de la mañana. Repasé mentalmente el recorrido... los muebles de la recepción, las escaleras, el pasillo superior, las puertas correctamente cerradas, la energía eléctrica cortada por seguridad. Todo estaba en orden. Como todo ex-policía soy estructurado y organizado. Comencé a prepararme. Ya terminaba mi turno. Este era el octavo día de trabajo nocturno cuidando la solitaria estancia.

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