La base está

Se levantó las medias y comenzó a caminar en círculos. Simulaba subir escaleras y levantar pesas con sus brazos a un ritmo frenético. Giró su cuello hacia la derecha y la izquierda meneando el cuerpo en forma de “s”. Se estaba precalentando.

Sin dejar de moverse sacó la pelota del bolso y evitó que toque el piso: Como en un ejercicio aeróbico la hizo pasear por sus pies, rodillas, cabeza y hombros durante por lo menos cinco minutos. Finalmente la empujó con suavidad hacia delante y el balón aterrizó secamente.

Lejos ya de la actividad física, ahora su mirada apuntaba al objetivo. Su cabeza dibujaba parábolas, calculaba fuerzas y planificaba efectos. Dio cuatro pasos atrás mientras alternaba en sus ojos a la pelota y al horizonte. Corrió con tanta fuerza que parecía hundir el brillante piso y le pegó una feroz patada al cuero indefenso. La bola, ignorando su destino, viajó a gran velocidad bajo la mirada sorprendida y expectante de muchas personas que hasta hace un momento pensaban en otra cosa.

El jugador se quedó mirando el recorrido, sintiendo la ausencia de fuerza recién usada, saboreando el triunfo.

Finalmente, como esperaba, la pelota llegó a su blanco. Una lata de tomates al natural. Sobre ella se levantaba una pirámide de casi dos metros de altura. Era la oferta del día. No quedó una lata en pié.

Todos lo disfrutaban. La mujer que veía en el fútbol el futuro de su hijo, el niño que deseoso de aprender admiraba toda osadía futbolera, cada piloto de carrito del super, incluyendo grandes y chicos, quienes había fantaseado (¿quién no?) con quitar la lata mas cercana al suelo y presenciar el espectáculo. Todos compartían la patada y con una sonrisa cómplice se adueñaban del triunfo.

El dueño de la patada y la pelota se quedó inmóvil. Mientras el empleado de seguridad se acercaba, el futbolista pensó en su padre. Él le inculcó el gusto por el fútbol, oscureciendo, pero no apagando, su enorme pasión por el bowling.

Aprender a volar

Lo tenía escrito y lo leía todos los días. Y cuando la frustración se hacía grande rompía el papel, pero a la noche siguiente lo escribía de nuevo. Siempre el papel decía algo así:

Quiero volar. Desplazarme en el aire con total soltura, hacer windsurf en las nubes, dar kilómetros de vueltas carnero, cerrar los ojos para que el viento o la inercia me lleven como a una pluma. Quiero burlarme de la fuerza de gravedad; saltar sin volver a caer, que mi viaje empiece y termine cuando yo quiera.

He viajado en avión, pero no siento el viento en mi piel. Hice ala delta, pero la brisa no siempre fue mi cómplice. Probé bungee jumping, pero me desperté bruscamente en lo mejor del sueño.

Hace dos semanas que abandoné la búsqueda. Ahora no leo y tampoco escribo. Todas las noches, cuando cierro mis ojos, mi aura envuelve al viento, mis brazos abrazan la distancia y mis ojos ven el paisaje. Cuando lo deseo viajo. Vuelo. Vuelo dentro de ciertos límites. Sólo puedo volar por mis recuerdos y cada tanto aventurarme a explorar mi imaginación. Además, llevo conmigo a la gente que quiero. El viaje puede durar desde un parpadeo hasta... hasta que decida abrir los ojos, aterrizando en el mismo lugar donde comenzó el vuelo.

Ahora lo sé. Siempre fui el dueño de la mejor máquina para volar. Y está hecha a mi medida. Con mi voluntad como timón, con mis deseos como brújula y con mis problemas como motor. Así, vuelo cada vez que quiero.

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