Cobardía

Entre medio de unos camiones, como escondiéndose, vi aparecer el colectivo. Asomó su trompa tímidamente, despreocupadamente porque sabía que el semáforo lo detendría en la esquina.

En unos instantes estuvo en la parada. Había alrededor de diez personas delante mío. Caballerosamente subí en último lugar.

Después del trámite del conteo de monedas y trueque por el boleto me dispuse a sentarme. Sólo quedaban libres asientos del lado del pasillo de la hilera de a dos.

Elegí sentarme al lado de ella. Ella era de tez mestiza, trigueña, con pelo extremadamente negro y abundante. Vestía jeans y una remera donde caían algunos rulos.

Al sentarme me miró de costado, casi sin mover la cabeza, solo cambiando la dirección de los ojos.

El viaje transcurrió sin decirnos una palabra, sin cruzar una mirada (a pesar que varias veces me encontré mirando sus pupilas).

Cuando cruzamos avenida Rivadavia algo cambió. Sus ojos recorrían todo el perímetro panorámico que, por supuesto, me incluía. Miró el reloj y la sentí calcular el tiempo que tendríamos para estar juntos (al fin y al cabo ella notaba mi interés en su persona).

Su recorrido visual se detenía ahora en mí. Miraba alrededor y luego me miraba a mí. Repitió este proceso tres veces hasta que venció los nervios, juntó el valor, tomó la decisión y me habló.
Esta vez sin recorrido previo buscó mi rostro con su mirada y cuando los dos ojos se sintonizaron con mucha firmeza, con voz decidida y algo urgente, me dijo: “Permiso”. Dos pasos más adelante tocó el timbre y en unos metros más se bajó. Seguramente con el sentimiento de culpa y cobardía de no haberse animado a más. Eso es lo que me molesta de algunas personas. Se hacen una película de la nada y al final nunca entran en acción.

Emociones en alquiler

-Juan Carlos, ¡es el tercer mes que esa parejita no nos paga el alquiler! De entrada te dije que tenían algo raro.

-Es probable que tengan problemas, mi amor, como tanta gente.

-Hay gente que compra excusas baratas... ¡pero vos encima las inventas por ellos! ¿Cuándo vas a ir a exigirles que paguen? ¿No te das cuenta que te toman de idiota?

-María, te estas poniendo nerviosa... me gustaría que nos calmáramos.

-¡A mi me gustaría que levantes el culo y defiendas lo que es nuestro! Sabés bien que yo no puedo ir por mi enfermedad, que sino...

-Bien sabe Dios quien es justo e injusto en esta tierra.

-¿Qué Dios? ¡Te hablo del alquiler! ¡Y de los parásitos que metiste en el departamento! ¡Vos sos un cobarde! ¡Eso es lo que sos! ¡Tenés miedo de enfrentarte con ellos!

-Pero, ¿con que armas puede uno enfrentarse a la mala fe cuando tiene la desgracia de ser puro de corazón?

-¿Armas? Por favor Juan Carlos, ¡si todo lo que haces es rezar! Además... “mala fe”. ¿Admitís que actúan de mala fe, que nos están cagando y me venís con el cuento del puro corazón? Juan Carlos: ¡tenés una semana para encontrar las armas que quieras y enfrentarte con los zánganos de mala fé que en lugar de corazón tienen tripas ó si no, la desgracia empezará acá y terminará en casa de los parásitos!

El equipo y el desafío

Siento la necesidad. Esta vez estaremos juntos. Es que el objetivo es enorme. Estaremos juntos.

El primero que quiero que esté aportará la estrategia, será el guía. Siempre lo envidiamos; yo trato de seguir sus pasos. Es el más soñador, el independiente, es persistente hasta la muerte, el que cree que todo lo puede y que al menos, siempre lo intenta.

El segundo nos ayudará con los límites. Tampoco hay que intentarlo todo; siempre tenemos que pensar en los demás, escuchar a los otros ¿y quién mejor que él? Es muy fácil ver sus buenas cualidades, sobresalen como enormes dientes de una sonrisa alegre. Pero nadie, hoy en día, le creerá ser tan bueno y noble. Notarán algo de actuación.

Eso es lo que dice el tercer integrante del equipo. No está mal mostrar en un desliz algún defecto. Quizá para dejar en claro el realismo, quizá para lograr identificación. ¿Quién estaría al lado de alguien perfecto? En cambio, una leve imperfección y un escaso ramo de defectos son un espejo que permite a los demás reflejarse, que se muestren.

Pero el problema más grave es que el cuarto soy yo. El dubitativo, el indeciso, el que fue hecho a mano con fe y explotado con la razón, mezcla de barro y polvo de una estrella. En este momento estoy rodeado. Con alas de libertad pero acorralado. Es que cada uno de mis compañeros ata con invisibles lazos diferentes partes de mi ser: mi corazón, mi piel, mi mente, mis sueños, y tiran, empujan, ganan entre sí y descansan para volver a empezar. Y yo en el medio, creyéndome indefenso como un árbol frente al viento, sin destino propio como la hoja que se lleva el otoño.

Sin embargo se bien que lo mejor para salir de esta incertidumbre es trabajar en equipo. Eso es lo que quiero. El primero (el que es como quiero ser), el segundo (el que es como me ven los demás), el tercero (el que es como quiero que me vean) y yo (el que soy). Desde mañana este equipo envuelto en mi aura comenzará a luchar por su más grande objetivo: Vivir. Aún sabiendo que sólo disfrutare de la lucha porque la derrota está asegurada.

No hablen mal de ese amor

Yo no lo puedo creer. Selva siempre fue la más hermosa, si tenía a toda la facultad tras ella. Siempre me decía que hay que buscar y buscar al príncipe azul, que una merece mucho, que hay que saber elegir. Y se va a casar con ese viejo. ¿Qué futuro van a tener? Usted, como su madre, tendría que advertirle. Y encima con ese viejo, justamente, que tanto la hizo sufrir en los últimos años de la carrera. Si hasta repetía que lo odiaba porque siempre era una traba para recibirse. No lo puedo creer. ¿Qué los une? ¿Qué es lo que le vio?

-No hable mal de ese amor, Elizabeth: Es bueno y fecundo. Hay en él nostalgia y melancolía, envidia y un poco de desprecio, y una completa y casta felicidad.

-Ay... sigo sin entender. Justo ahora que se recibe... Casarse con ese viejo, el rector de la facultad... ¡pobre selva!

De pocas palabras

¡Qué situación difícil! Y el ambiente no ayudaba. El lugar lleno de gente. Quizá por eso sus ojos eran pequeños; para no ver la totalidad de la realidad. Un acto de cobardía disimulado, ojos que no ven...

Su piel oscura se hacía negra y brillante por el sudor. Las manos frotando sus nervios entre sí anticipaban el momento. Ella se movía de un lugar a otro sin notar su presencia. El no hacía más que pensar como llamarla. ¿Usaría su voz? ¿Algún gesto? ¿Otra persona?

Su voz no. Si ya en su pensamiento su voz temblaba, se trababa y mezclaba. Gestos... menos. Sus piernas titilaban, las manos con piel mojada agarraban y soltaban cosas, tocaban el pelo, la cara y la ropa rápidamente. Y ninguna persona entendería lo que el siente. Esa atracción enorme, ese ahorro de palabras evitando el error, la sensación agradable de la contemplación y el abismo que significa cambiar las cosas. Tenía que actuar él. No por elección, sino por descarte.

El tiempo corría veloz solo en el reloj, pero para él cada minuto era eterno.

El sonido de una gota de transpiración estrellándose en la mesa lo sobresaltó. La miró con sus ojos chiquitos y fue levantando la mirada. Y ella estaba allí. Frente a él pero sin mirarlo directamente. Un viento helado le cambió la temperatura al sudor. Un sismo recorrió el cuerpo desde el centro a las extremidades. Respiró profundamente, guardó aire como un atleta, repasó las palabras y como pudo, titubeando, dijo: -Hola.

Ella, casi sin pausa, respondió: -¿Se va a servir algo señor? –Lo, lo de siempre.

Un manto de tranquilidad cubrió su cuerpo y el charco de transpiración. El sonido de huesos chocando se fue apagando. La camarera se fue. El miedo también. El hombre, sentado, con la espalda apoyada por completo en la silla y los brazos colgados, pensó: La próxima vez, apenas se acerque le pregunto como se llama”.

El octavo amanecer

Llegué al mismo tiempo que la negra noche. Mis ojos, como lunas reflejadas en el mar, eran enormes e imprecisos en sus formas. Caminé rápidamente buscando no encontrar silencio entre los crujidos de hojas bajo mis pies. El silencio, no interrumpido sino adornado por grillos y búhos lejanos, me hacía tomar conciencia de la supuesta soledad de la estancia.

La puerta era de hierro. Quise evitarlo, pero el chillido de la cerradura y acaso de la puerta separándose del marco, avisó, como un antiquísimo timbre, de mi llegada a la casa. El viento que entró conmigo levanto diminutos huracanes de polvo. Todo estaba cubierto de tierra y además, algunos muebles cubiertos de telas.

En el centro de la sala se encontraba la escalera. Tan amplia que toda una familia podría transitarla a la vez. En el medio tenía una alfombra que alguna vez fue roja, pero preferí subir por un costado. Siempre subí escaleras. Y siempre lo hice sin siquiera detenerme a pensar en ello. Como masticar, como parpadear. Sin embargo, allí, pensé y analice cada paso como si de eso dependiera mi vida. Es que en esa casa, en esa oscuridad, con esa misión, sentía que hasta el simple hecho de respirar era exponerse a enormes riesgos.

Un poco por el viento que me empujaba, otro poco porque no me quedaba otra recorrí todos los escalones. Tomé el pasillo de la derecha, como corresponde al recorrido. Caminé cerca de la pared, casi tocándola, con la palma abierta, sintiendo el calor del tapizado. Cuando ya no llegaba la luz de la luna mi mano sintió más espacio entre su sudor y la pared. Y más por reflejo que por decisión toqué la madera. Era una puerta. Con la suavidad de una caricia recorrí las vetas hasta encontrarme con el frío metálico del picaporte. La puerta estaba cerrada. Tampoco fue exitosa mi búsqueda al tacto de alguna iluminación. En el obligado recorrido encontré otras dos puertas, igual de cerradas.

Decidí volver. Paso tras paso. Pero la luz original no apareció. Llegué donde estaba la escalera, al encuentro del primer escalón. Tanteé con mi pié derecho cada pequeño abismo antes de bajar el izquierdo. Luego, mis manos se aseguraron de comprobar el frío y el calor de la alfombra y la cerámica. Supongo que estaba en la mitad de la escalera y me detuve. Al agacharme me di cuenta. Se cerró la puerta metálica. La que no tenía llave. La puerta más pesada que conocí. ¿Habrá sido el viento? Me quedé sentado. Acurrucado. Ocupando tan solo tres escalones. Guardando mi cabeza en el hueco de mis brazos, como guardando la luz de mis ojos, quizá la única luz de la casa, solo para mi. Así estuve hasta que llegó el amanecer. Se sentía la frescura del rocío en el exterior de la casa. Sonreí alegre. Ya todo estaba terminando. Solo faltaban diez minutos para las siete de la mañana. Repasé mentalmente el recorrido... los muebles de la recepción, las escaleras, el pasillo superior, las puertas correctamente cerradas, la energía eléctrica cortada por seguridad. Todo estaba en orden. Como todo ex-policía soy estructurado y organizado. Comencé a prepararme. Ya terminaba mi turno. Este era el octavo día de trabajo nocturno cuidando la solitaria estancia.

La base está

Se levantó las medias y comenzó a caminar en círculos. Simulaba subir escaleras y levantar pesas con sus brazos a un ritmo frenético. Giró su cuello hacia la derecha y la izquierda meneando el cuerpo en forma de “s”. Se estaba precalentando.

Sin dejar de moverse sacó la pelota del bolso y evitó que toque el piso: Como en un ejercicio aeróbico la hizo pasear por sus pies, rodillas, cabeza y hombros durante por lo menos cinco minutos. Finalmente la empujó con suavidad hacia delante y el balón aterrizó secamente.

Lejos ya de la actividad física, ahora su mirada apuntaba al objetivo. Su cabeza dibujaba parábolas, calculaba fuerzas y planificaba efectos. Dio cuatro pasos atrás mientras alternaba en sus ojos a la pelota y al horizonte. Corrió con tanta fuerza que parecía hundir el brillante piso y le pegó una feroz patada al cuero indefenso. La bola, ignorando su destino, viajó a gran velocidad bajo la mirada sorprendida y expectante de muchas personas que hasta hace un momento pensaban en otra cosa.

El jugador se quedó mirando el recorrido, sintiendo la ausencia de fuerza recién usada, saboreando el triunfo.

Finalmente, como esperaba, la pelota llegó a su blanco. Una lata de tomates al natural. Sobre ella se levantaba una pirámide de casi dos metros de altura. Era la oferta del día. No quedó una lata en pié.

Todos lo disfrutaban. La mujer que veía en el fútbol el futuro de su hijo, el niño que deseoso de aprender admiraba toda osadía futbolera, cada piloto de carrito del super, incluyendo grandes y chicos, quienes había fantaseado (¿quién no?) con quitar la lata mas cercana al suelo y presenciar el espectáculo. Todos compartían la patada y con una sonrisa cómplice se adueñaban del triunfo.

El dueño de la patada y la pelota se quedó inmóvil. Mientras el empleado de seguridad se acercaba, el futbolista pensó en su padre. Él le inculcó el gusto por el fútbol, oscureciendo, pero no apagando, su enorme pasión por el bowling.

Aprender a volar

Lo tenía escrito y lo leía todos los días. Y cuando la frustración se hacía grande rompía el papel, pero a la noche siguiente lo escribía de nuevo. Siempre el papel decía algo así:

Quiero volar. Desplazarme en el aire con total soltura, hacer windsurf en las nubes, dar kilómetros de vueltas carnero, cerrar los ojos para que el viento o la inercia me lleven como a una pluma. Quiero burlarme de la fuerza de gravedad; saltar sin volver a caer, que mi viaje empiece y termine cuando yo quiera.

He viajado en avión, pero no siento el viento en mi piel. Hice ala delta, pero la brisa no siempre fue mi cómplice. Probé bungee jumping, pero me desperté bruscamente en lo mejor del sueño.

Hace dos semanas que abandoné la búsqueda. Ahora no leo y tampoco escribo. Todas las noches, cuando cierro mis ojos, mi aura envuelve al viento, mis brazos abrazan la distancia y mis ojos ven el paisaje. Cuando lo deseo viajo. Vuelo. Vuelo dentro de ciertos límites. Sólo puedo volar por mis recuerdos y cada tanto aventurarme a explorar mi imaginación. Además, llevo conmigo a la gente que quiero. El viaje puede durar desde un parpadeo hasta... hasta que decida abrir los ojos, aterrizando en el mismo lugar donde comenzó el vuelo.

Ahora lo sé. Siempre fui el dueño de la mejor máquina para volar. Y está hecha a mi medida. Con mi voluntad como timón, con mis deseos como brújula y con mis problemas como motor. Así, vuelo cada vez que quiero.

Para niños de todas las edades

Casi todos habían encontrado la forma de vivir como niños. Acusados de locura por los viejos con niñez solo en su infancia, los adultos niños se divertían sin parar.

Para algunos la vida era como un juego que volvía a empezar día a día, donde no importaba tanto el resultado como permanecer entusiasmado en el entretenimiento. Otros tomaban de la niñez la búsqueda de protección y los mas descarados se conformaban culpando de sus torpes golpes a los objetos (que se interponían maliciosamente en el camino).

Aguda era la situación de quienes se transformaban en niños dependientes ya que los mayores no estaban dispuestos a contener, guiar y criar a niños que ya dejaron de serlo.

Fue así que surgió la figura de madre colectiva. Se encargaría de dar cobijo, guía e impartir justicia entre los niños hermanos de su colectividad.

En poco tiempo se sancionó la ley que reglamentaría el nuevo método, incluyendo capacitación, seguimiento y directivas. Respaldados por un grupo de psicopedagogos, psicólogos y sociólogos aportados por el gobierno, el plan no tenía fisuras.

La Coordinadora de Madres Colectivas trabajaba a toda maquina. Produciendo nuevos cuentos aleccionadores, manteniendo paz y tranquilidad en cada participante y otorgando premios a quienes mejor cumplieran su papel en la sociedad, tanto como adultos cuanto como niños.

Quedaban fuera de estos planes los adultos más viejos y aquellos que decidieron hacerse cargo ellos mismos de su niño interior, dejándolo expresarse cada vez que quiera, pero sin depender de otros en cada paso. Y, a pesar de lo difícil de la empresa, viejos e independientes se organizaron. Con el objetivo de mantener la tradición, la naturalidad en el paso del tiempo y rechazar los intentos de control formaron el Grupo por el Desarrollo Natural no Manipulado.

Era muy difícil oponerse al movimiento de la niñez permanente. Es que después de décadas de logarítmico crecimiento demográfico sobrevino la ausencia de nacimientos más grande de la historia.

Conforme pasaron los años, el Grupo por el Desarrollo Natural no Manipulado fue presentado sus denuncias. Se enumeraron las empresas de entretenimientos que de estar en la bancarrota crecían más y más, de como las jugueterías quedaron en manos del gobierno para garantizar la mejor distribución de juegos específicos para adultos niños, y señalaban que no era casual el paulatino reemplazo de la Coordinadora de Madres Colectivas sobre instituciones tradicionales como la iglesia, los clubes y los partidos políticos.

Pero el Grupo por el Desarrollo Natural no Manipulado tenía en sus principios y en sus integrantes la semilla de su fracaso. Eran tan realistas en respetar el paso del tiempo que éste se los devoró.

En la plaza principal, después del horario laboral, se veía a las personas jugando. Se corrían entre ellos, se hamacaban, simulaban caballos, sonreían, se ensuciaban sin sentir culpa por ello y se lastimaban a veces. Había trajes, mamelucos, polleras y vaqueros llenos de arena. Y en el ya desusado banco de la plaza un viejo observaba. No podía creer la manipulación a la que todos se prestaban voluntaria y alegremente. Tan fácil como quitarle un dulce a un niño, la fuerza de trabajo era cambiada casi solamente por alegrías infantiles.

El viejo, conciente que dentro de él vivían el maduro, el adulto, el adolescente y el niño y con el fuerte temor de que uno de ellos quisiera traicionar su naturalidad entregándose de brazos abiertos a madres falsas que con zanahorias de burro buscan los beneficios del gobierno actual, quiso correr.

Pero los años pesaban tanto que el angustiante esfuerzo no fue gratuito. Mientras todos jugaban en la plaza, el alma del viejo corrió dejando su cuerpo. Murió así el último integrante del Grupo por el Desarrollo Natural no Manipuleado logrando, al menos él, cumplir su objetivo. Quedó pendiente entonces, esa tarea para el resto de la sociedad de grandes chicos.

Así soy yo

Así me siento, como la brisa que por donde va acaricia suavemente.

Así soy, efímera como el humo del cigarrillo, compañera de cortos viajes como la sombra provocada por el farol que va quedando atrás.

Así vivo, floreciendo y marchitando, tratando de equilibrar esa balanza.

Así ando, buscando en que ojos reflejar mis sonrisas, esas sonrisas inconscientes, resultado del temblor involuntario.

Así me sienten los demás, como la isla hermosa, digna de explorar pero donde no se pueden quedar.

Así me ven los demás, como el sol, disponible para todos pero que sólo algunos se preocupan en disfrutar.

Así entro, a veces lenta, a veces rápidamente. A veces decidida y a veces encubiertamente. A veces rompiendo puertas, a veces rompiendo records. A veces con nervios y otras veces con dulzura.

Así me quedo, a veces en silencio y otras gritando. A veces mirando sin ver y otras viendo sin mirar. A veces corriendo y otras descansando. A veces con miedo, a veces con la sensación de que nada más importa.

Así me voy, a veces de forma paulatina, como el sol abandona el día, o en un segundo, como el rayo ilumina el cielo. Con un sinsabor en los labios o satisfecho después del más delicioso manjar. Con sudor encima y a veces con amor alrededor. Con gritos en la garganta y en el oído. Me voy como nunca otra vez me volveré a ir.

Así me ven, como el colibrí que se nutre de las mejores flores. Como la golondrina que sólo sabe de primaveras. Como el mar que acaricia tanto el arena como el bosque y la roca, y de todos ellos algo tiene.

Así sigo, como el rey Midas, siglo tras siglo, cambiando el nombre de quien toco.

Así ando, como un Dios, recibiendo miles de nombres.

Así debo escapar, como el niño de la oscuridad, para que el presente siga siéndolo y no enterarme que ya soy recuerdo.

Así me recuerdan. Como la efímera luz que mostró lo indeseado. Como el inicio de la vida prohibida. Como la pecaminosa mordida. Como la culpable de los desengaños y también de los engaños. Como la cruel reemplazante del amor inexistente. Como la llama de fuego que da vida y la quita también.

Así ando, llevando en mi mochila solo presente, escapando como un prófugo.

Así seguiré tiñendo de rojo la mirada de quien me reciba, cambiando la vida de quien humedezca sus labios en mí y huyendo después de lo bello, en lo más alto de la ola, en la cresta del éxito.

Así es mi destino, ser imprescindible como el aire antes de ser respirado y luego innecesario como el mismo aire después de pasar por los pulmones.

Así soy y seguiré siendo siempre igual. Pero eso sí, quien respire de mi aliento, quién se anime conmigo, con la pasión, esa persona ya no será la misma.

La voz en el árbol

Desde que tengo memoria estoy en el mismo lugar. A mi alrededor algunos arbustos; seres conformistas que no precisan de la altura para su felicidad. Debajo, una extensa pradera verde salpicada de margaritas que como espejos guardan las nubes y el sol. A un lado, el mar me susurra suavemente y a veces enérgicamente, al otro lado, las montañas guardan para sí la nieve del invierno y sólo la sueltan cuando se hace agua en sus manos. Esquivándome, como una mejilla acostumbrada al llanto, el arroyo deja escapar las lágrimas de la montaña al consolador regazo del mar. Y arriba mío... arriba mío siempre el sol, quemándome por fuera, movilizándome por dentro. Y claro, las nubes que me regalan el esporádico descanso. ¡Es todo tan bello así!

Cuando las nubes me cubren entiendo, por lo fresco que se vuelve el viento, porqué a tantos les gusta descansar bajo mis ramas. Y aunque no lo entendiera ¡igual me gusta que lo hagan! Si supieran las cosas que uno se entera: Cosas lindas, cosas feas, verdades, mentiras, promesas eternas, otras ya muertas antes de nacer, declaraciones de amor, rupturas. Todo lo que escucho es muy enriquecedor, tanto como los heterogéneos paisajes y estadios de la naturaleza, incluyendo noches sin luna, tormentas y grandes vendavales.

Pero si pudiera hablar advertiría ¡Ojo con las voces que vuelan! Pues son -algunas- las más dañinas.

Muchos han caminado sobre mis raíces, hasta he soportado que escriban efímeros enlaces de nombres en la corteza de mi cuerpo, aves me han elegido como su hogar, insectos viven conmigo y muchos otros esporádicamente comparten su tiempo en mis ramas, en mi sombra, en mi espacio.

¡Cuidado con esas voces que vienen del espacio de uno, pero uno no puede determinar bien de donde provienen! Yo escuché con atención y ahora, ahora nada es igual.

La voz me contó como es el mar, como se siente el viento justo arriba de la rompiente y del espumeante sabor de la ola al encontrarse con su compañera. Me habló de las obras de arte que la nieve dibuja teniendo a las montañas como lienzo. Me explicó lo vertiginoso de cruzar el arroyo contra la corriente y desafiar a la naturaleza. Me contó que más allá del verde nuevos paisajes esperaban ser vistos por quien realmente quiera.

La voz me invitó a ser libre, a luchar por mi destino, a romper las ataduras y dejarme ser.

Y fue en ese momento que comprendí que no era libre. Porque no podía correr a evitar que las olas rompan en la playa, porque no podía volar sobre las montañas, porque no podía jugar con la naturaleza en el arroyo, porque solo tenía que conformarme con ver los paisajes que mis ojos llegan a ver.

¿Porqué mis raíces me atan? ¿Porqué no las puedo quitar de la tierra y correr? ¿O agitarlas fuertemente y volar con ellas? Concluí, con total convicción, que era infeliz. Y por más que lo intenté no pude cambiar mi destino. Ahora, por primera vez en mi vida, mis ramas aparentemente tristes de sauce llorón son sostenidas con desgano por un realmente triste sauce llorón.

Gasté todas mis fuerzas en ser libre y ahora, ahora soy más esclavo que nunca: Mis ramas pierden hojas, mi tronco pierde capas como envolturas de papel, ya no siento la tierra húmeda... me estoy muriendo. Y sin embargo, el mar solemne siempre con su murmullo, apenas igualado por el triste o alegre llanto del arroyo. Las montañas siempre tiñéndose y destiñéndose de blanco. Las praderas más verdes y salpicadas que nunca. Y yo muriendo por dejarme llevar a la ambición, por comprar sueños de otros.

Ahora, la dulce voz está visitando otro bosque y yo, siendo mi propio ataúd, voy rumbo al aserradero. Quizá sea mejor este destino que ser infeliz, que no conocer la libertad. Así conoceré otros lugares y con algo de suerte caminaré y volaré.
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Fotógrafo

Marcelo era fotógrafo de tiempo completo. Vivía de las constantes fotografías que los turistas se llevaban como recuerdo de su estadía en el pueblo.

El pueblo, pequeño pero con muchos atractivos, lo mantenía ocupado; mitad del tiempo trabajando, mitad en admirar recónditos lugares o fotografiar viejos y conocidos paisajes desde otra óptica.

A Marcelo le encantaba confundir el objetivo con el paisaje, como la copa de un árbol en la pradera, el mar en el cielo y las blancas palomas en las nubes.

Pero claro, él nunca aparecía en las fotos, estaba detrás de las cámaras. -¡Mucho mejor así! –se decía, sintiendo temor de confundirse en el paisaje, de mimetizarse como el objetivo, de pasar desapercibido, de no destacar.

Él recorría uno a uno los lugares turísticos cuando no había visitantes para explorarlos y conocerlos en detalle. Así fue que llegó a la estatua abandonada. Espero mucho tiempo para encontrar tomas donde la blancura del esbelto cuerpo se hiciera nube, donde sus sombras fueran árbol y sus brazos ramas. ¡Cuánto se divertiría encontrando formas donde las figuras no las muestran!

Luego de reveladas observó detenidamente cada fotografía; de manera general primero, detenidamente después y por último dejándose llevar por las figuras, como quien se concentra en el paisaje de un rompecabezas esquivando de la vista las líneas que separan cada pieza.

Y fue en esta última fase de cada foto donde sobrevino el asombro. Lejos de encontrar la estatua, a primera vista surgían otras imágenes. La estatua y la nube eran un rostro blancamente barbudo, con mirada serena e implacable. La foto de la estatua y el árbol le permitía ver una mano abierta, con los dedos hacia arriba, el índice buscando llegar más alto y el brazo escondiéndose, arrepentido.

Al día siguiente, después de las tradicionales fotos con viajeros y mientras la noche pintaba de oscuridad el cielo, Marcelo volvió con su cámara a ver la estatua.

Y allí estaban nuevamente cada una de las imágenes. El rostro serio y lleno de años y la mano, aún más oscura que en la foto. Ya no podía ver la estatua, solo dos imágenes se alternaban de acuerdo a quien, momentáneamente, sol o luna, ganara la pelea por la iluminación del lugar.

Marcelo, quizá para cerciorarse si la visión cambiaba o por simple atracción, fue acercándose a la estatua.

Él, quien nunca deseaba pasar desapercibido aunque siempre estaba oculto tras su lente, quedó de pié, frente a la estatua o, mejor dicho, frente al rostro o la mano.

Fue en el momento en que la luna se convirtió en el único farol de la noche cuando Marcelo notó que estaba parado sobre una placa de bronce ya que el viento de la tormenta que se acercaba levantó algunas hojas descubriendo el texto, nuevo para él.

Marcelo, que sentía su confusión tan vívida como su respiración pero tan molesta como el viento con polvo que en ese momento soplaba, vaciló. El siempre quería destacarse, pero estaba oculto del otro lado de las fotos. Deseaba ser el plato principal, pero se quedaba siempre en la cocina. Quería tener la experiencia de los años, pero escondía la mano antes de aventurar algo nuevo.

La tormenta avanzaba tan rápidamente como la noche y la lluvia mojaba y brillaba todo. Entonces, con los ojos llenos de cristal, Marcelo se apartó de la placa y leyó. El nombre era ilegible, había sido borrado por los años, pero debajo del lugar para el nombre decía “quien no se animó a ser, destinado solo a ser parte de otros”.

Marcelo se quedó pensando, mirando con los ojos cerrados. La tormenta pasó con furia y la noche se hizo día.

No se volvió a ver al fotógrafo: Decididamente, se confundió con el paisaje, pasó desapercibido, siguió si destacar.

Durante el día, el nuevo contingente de curiosos turistas revisó cada centímetro del lugar donde, aún mojada, estaba la estatua. Al mirar la placa de bronce leyeron “Marcelo, quien no se animó a ser...”.

El bosque de tu abuelita

Lucía era una chica muy educada. Aplicada en los estudios y obediente con sus padres, siempre pisando sobre seguro, evitando riesgos.

Esa noche pasaría varias horas navegando en internet para preparar su trabajo de investigación. Pero sabía que el día siguiente sería el día del abuelo y había decidido regalarle algo.
Una tarjeta virtual con su dedicatoria y fotos del bosque sería gratificante para la abuela y le insumiría poco tiempo armarla.

Inició el recorrido en el buscador. Cientos de páginas web aparecieron de repente peleándose por un clic de su mouse. Pero Lucía solo se dirigía hacia páginas de bosques y tiernos mensajes, aunque nada parecía satisfacerla.

Finalmente llegó a www.elbosquedetuabuelita.com y supo que era el lugar correcto. Las vívidas imágenes de la presentación, mostrando álamos, sauces y robles entre los que se filtraba el sol, y la música de los pájaros y hojas crujiendo significaron el final de la búsqueda.

Luego de la presentación encontró que el frondoso bosque se separaba en varios caminos: Regalos, Historias, Charlas entre nietos y Regalos virtuales.

Ella sabía que, como cuando investigaba para su estudio, no permitiría que nada la distrajera.

Lucía era conciente que hacía muchos años que no veía a su abuela, tanto que dudaba sobre que foto elegir y con que texto adornar el presente.

Fue por eso que ingresó a la sección Charlas entre nietos. Allí, decenas de chicos discutían los mejores regalos para los abuelos de hoy en día. Su identidad estaba camuflada detrás de sobrenombres. Algunos relacionados con el lugar (Verde, Sol, Luna, Florcita), con personajes (Leñador, Heidi) y había otros más difíciles de agrupar.

Durante esta observación (que duro varios minutos), Lucía recibió un mensaje. Era de un tal “NietoUnico” y comenzaba con un tímido “Hola Lucía” (el sobrenombre de Lucía era “Lucía”, ya que consideraba más sincero presentarse tal cual, sin máscaras en su identidad).

Si bien NietoUnico procuraba llevar la conversación hacia temas personales, Lucía no paraba de hablar de su abuela. Como la recordaba, donde vivía, de su esforzada vida e insistía en encontrar el regalo más oportuno.

Lucía se salía con la suya. Logró que NietoUnico se interesara en la vida de su abuela y así eligieron juntos el regalo. Se decidieron por un ramo de flores silvestres que entregaría el delivery de elbosquedetuabuelita.com a la hora acordada, y una tarjeta virtual llegaría por e-mail, con mensajes tan dulces que derretirían de recuerdos y orgullo aún a la abuela más indiferente.

Levantó su mirada al tiempo que sonrió contenta. Al día siguiente su abuela recibiría una tarjeta por e-mail y las mejores flores del bosque en la puerta de su casa. Y lo más importante, a pesar de la insistencia, no dio su teléfono, ni siquiera su e-mail a NietoUnico. “Misión cumplida”, pensó mientras suspiró satisfecha.

Al día siguiente el e-mail volvió rebotado. Lucía sabía que este tipo de cosas eran frecuentes (quizá la abuela recibió muchos mensajes juntos, talvez hacía tiempo que no revisaba su cuenta de e-mail).

Por la tarde, Lucía recibió un llamado de su abuela. Lejos de agradecimiento, la voz quebrada clamó por ayuda. Le acababan de robar sus ahorros, sus joyas y algunos muebles. Lo último que el ladrón dijo fue “Saludos a Lucía de parte de NietoUnico” y dejó un enorme ramo de flores en la puerta.

Blancanieves VS Blancanieves

El oscuro silencio del palacio se terminó con la metálica rotura del último espejo.

Habían pasado muchos años desde que el príncipe se marchó. Cada espejo seguía siempre allí, mostrando la dura realidad.

El último espejo mostró a Blancanieves en triangulares porciones de aguda y cortante tristeza. La imagen solo duró un segundo porque mientras los fragmentos de vidrio con vida caían, Blancanieves huía. En el piso, los espejos aún recordaban las arrugas, el pelo de cenizas y el gesto desesperanzado.

Blancanieves corrió dejando el palacio, ya sin espejos, y no tuvo mas que detenerse frente al lago. Allí comprendió que era inútil. Que su reflejo siempre estaría con ella. Y que en ese reflejo vivía su madrastra. Y dijo:

-Mi pelo es tan largo como la soledad. Mis labios tan mordidos que arrojan sangre. Mi piel tan sinuosa como los caminos. ¿Bastará con pedir un deseo –como hizo mi madre- aún sabiendo que el príncipe está lejos de casa? ¿Qué será de la vida de los siete enanitos?

Blancanieves decidió ver su reflejo en el lago por última vez, pero desde abajo.

Un fierro

Sus faros brillaban al sol. Estar su lado era exponerse a miradas de admiración y hasta de envidia.

Sus formas son estilizadas y curvas casi perfectas la cubren por completo.

De día puedo ver mi sonrisa reflejada en ella. De noche su color oscuro absorbe toda la luz de la luna y me la regala.

Me encanta tocarla. Deslizar mi mano suavemente de arriba hacia abajo y sentir como se resbala en el camino.

Sin embargo, su belleza interior es, en mucho, más digna que su majestuosidad externa.

A diario la encuentro esperándome, sumisa, deseosa de nuestro encuentro.

Es inexplicable la sensación de entrar en ella. Es todo tan perfecto. A veces pienso que fuimos hechos el uno para el otro.

Cuando estamos juntos mi vista repasa el hermoso paisaje, mis manos recorren las zonas más importantes, accionando lo necesario y entonces... nos ponemos en marcha.

Acostumbramos arrancar despacio e ir aumentando la velocidad paulatinamente, aunque más de una vez la furia se apoderó del instinto y todo fue muy sagaz; superando cualquier obstáculo en el camino, disfrutando de cada nueva exploración, de cada movimiento busco y ¿por qué no? de parar y volver a arrancar.

Sus palabras guardan silencio con melodías suaves y gritan con música rítmica. Su sonido intenso, agitado, nítido y potente vibra en mi corazón y hace temblar mi cuerpo todo.

Dentro de ella nunca hay frío, nunca hay calor. Es como viajar con una nube en primavera, sobre el ecuador, eligiendo los paisajes, eligiendo el camino, eligiendo cuando bajar a explorar el terreno y cómo.

Siempre mantengo el control. De todos modos, frecuentemente y a medida que nos conocemos más, su actitud se vuelve activa.

No es fácil dejarla, ¡hay tantos que la desean! Me alejo de ella mientras mis manos aún recuerdan su contacto. Sus faros cansados y cabizbajos comienzan a apagarse y con un guiño de color me dice “gracias, ojalá el próximo viaje sea más largo aún”.

Cuando ya me distancié cuatro pasos, como es mi costumbre, activé la alarma de mi camioneta cuatro por cuatro. Tengo que cuidarla, es que ¡hay tantos que la desean!

Cambios paulatinos

Había pasado un día completo de navegación sin divisar mas que agua a mi alrededor. Sin embargo, siguiendo la orientación de mi brújula (solo se admirar la belleza de las estrellas, pero no logro que me guíen) sabía que finalmente encontraría las costas.

Fueron tan solo 40 horas de viaje sin sentido pero con rumbo fijo y en este lapso me pregunté si hacía lo correcto tantas veces como si hubiera pasado una vida entera en duda. Escaparse de un barco en un viaje de negocios; la hazaña puede costar mi vida y muchos comentarios a los demás, pero alguna vez tenía que hacer algo que yo realmente deseara.

Iba rumbo a una isla donde me estarían esperando. Navegaba en el camino correcto. Sin embargo, no tenía prisa. Nunca, en mis 37 años, encontré tanta paz. Quería que el viaje dure lo que tenga que durar. Como mi vida.

Se aproximaba el segundo atardecer en alta mar. El primero se me pasó en preparativos. El temor a navegar de noche me hizo tomar mil recaudos que lo único que hicieron es distraer mi vista del paisaje. El atardecer en el mar, donde todo alrededor es agua y cielo, es como ver a un pintor cambiar por capricho artístico todo el sentido de su obra, pintando de noche al mar y de rojo al cielo para luego decidirse por negro granizado de puntos blancos. Y el detalle de la luna conservando las manchas que delatan que fue la paleta de colores de dicho pintor.

El sol me alumbraba de costado, casi a la misma altura, así como dos amigos hablan. Y si considero la cantidad de tiempo que el sol estuvo conmigo, con su cálida compañía, con su paciente silencio, con su alta humildad, sus suaves despedidas y vueltas, definitivamente es un gran amigo.

La luna apareció un poco tímida para empezar su turno.

Mientras la luna me vigilaba silenciosa clavé mi vista en el sol y en su invisible pero notable movimiento. No se si por mi vista fija o por la lentitud de los hechos, no notaba el sutil cambio de colores que se registraba a mi alrededor. A veces, cuando los cambios son tan paulatinos, no los notamos. Quizá por eso ya no soy el que fui y no noté cuando el cambio se produjo. Quizá porque los demás también cambian despacio ven cosas diferentes en mi. Pero ahora estoy lejos de todo eso.

Los débiles rayos de sol, tiñéndose de negro para confundirse con la noche, se erigían en línea recta hacia mi.

Con gran asombro -pero con mas molestia- vi algo extraño entre el sol y mis ojos, interrumpiendo los pocos y últimos rayos con que el sol se despedía.

Separaba el rayo en mil haces pequeños, así como la lluvia deshace
el sol en un arco iris.

Mi vista encandilada en mil partes y el vaivén creciente apenas si
me permitían entender lo que estaba pasando. Pero sin embargo, viré hacia el objeto desconocido.

Rogaba arribar cuando aún el sol me regale el atardecer (mi vista no es la de un niño).

Primero no creí lo que me decían mis ojos, pero sé que nunca me mintieron. En el medio del mar se levantaba un árbol. Entre el sol y mi cara atónita, con sus raíces en el mar y sus ramas al cielo, sin hojas pero con buena salud.

Cada vez me alumbraba más la luna que el sol.

El tronco del árbol era macizo, sin corteza visible. La madera ameritaba una rigidez increíble. Las ramas eran en extremo delgadas respecto del ancho del árbol. Comencé a examinar el tronco buscando la marca que el agua debe dejar sobre la madera diferenciando aquellas zonas donde acaricia el sol de aquellas donde abraza el agua. No encontré línea alguna.

El árbol era marrón oscuro aunque un poco rojizo en zonas, como lo era todo en ese momento (se mezclaban en partes iguales la luz del sol, el reflejo de millones de lunas moviéndose en el mar y el de mis pupilas abiertas al máximo guardando la escasa claridad).

Sin dudarlo me subí al árbol. Con algo de miedo descanse en sus flexibles ramas. Desde que me fui del barco no veía el mar de tan alto (y solo había subido un metro).

Desde allí vi como el sol se escondía detrás del horizonte y me enviaba el último rayo como un guiño de ojo.

Bajo la plateada luz de la luna real, a casi un metro de sus reflejos deformados por el mar, vinieron a mi algunas dudas. ¿Inmediatamente bajo la superficie del mar se desplegarían las raíces o habría mas tronco bajo el agua? ¿Llegaría el tronco al fondo del mar? Imposible. Aunque de no ser así seguramente el árbol viajaría como una balsa de madera hecha por la naturaleza.

Vi la brújula colgando de mi ropa y comprobé que no estaba en el mismo lugar que antes. Realmente el árbol se desplazaba a capricho del viento, a voluntad de la marea.

Desde las ramas la luna se veía mas cercana, pero yo sentía el susurro del mar cada vez más próximo también. Es que, si bien yo seguía en la misma rama, el tronco del árbol estaba mas internado en el mar que al principio. Nos separaba medio metro. A veces, cuando los cambios son tan paulatinos, no los notamos.

El movimiento del árbol era rítmico, casi armónico respecto del movimiento de la marea, como si no le opusiera resistencia, pero con la clara actitud de no rendirse ante ella.

Algunas gotas de agua alcanzaban ya mis pies mientras la luna buscaba su posición preferida, en el centro de la noche.

Cada vez quedaba menos del tronco en la superficie, cada vez yo tenía menos noción del paso del tiempo.

Casi sin notarlo (era paulatino) el agua fue invadiendo las ramas y mi cuerpo. Con cada nueva ola venían a mi mente recuerdos recientes y comparaciones más viejas.

Pensé en la primer vez que vi este árbol. Recordé cuantas veces fui tan rígido como un roble.

Pensé en el sol desparramando su abrazo al agua, al árbol y a mi y siendo alegre con ello. Recordé cuán mezquino fui de mis sentimientos y en como siempre me guardaba los rayos de sol para quién “realmente los merezca” (y así quedaron siempre, guardados).

Pensé en lo fuerte del tronco del árbol que le permite no irse a las costas, vivir siempre en alta mar y en lo flexible de sus ramas, para que el viento no haga de él un velero. Recordé que mi moral y mi ética siempre fueron flexibles como ramas y mi indiferencia tan rígida como este tronco.

Cuando el agua empezó a golpear mi cara me abracé al árbol.

Recordé la marca que no encontré en el tronco y comprendí que la luna guarda el árbol bajo el mar al hacer subir la marea cada noche. El árbol asomaba del agua al amanecer y se escondía a dormir en la noche.

Dejé de sentirme libre. Dejé de sentir paz. Empecé a contradecirme con aquello de que “mi vida dure lo que tenga que durar”.

Siento envidia del árbol al que está atado mi destino. No puedo soltarlo, pero seguir aferrado a él me lleva a la muerte.

No me siento libre y creo que nunca lo fui. ¿Quién es más libre? ¿el árbol que está donde desea estar, inmóvil salvo por las arbitrariedades del viento y el mar, o yo, que tengo la capacidad de moverme pero que nunca estoy donde quiero? Me aferré más fuerte al árbol y por un momento creí que saldría junto al alba abrazado al tronco, a recibir la luz del día, la clorofila necesaria, a gritarle al sordo mundo que aquí estoy, a permitir al viento que me acaricie, para terminar rompiendo el atardecer en múltiples atardeceres.

Mi idea se hace añicos mientras entra agua salada en mis pulmones. Me abrazo más fuertemente al árbol. Si no tendré vida, si no seré libre, prefiero ser parte del árbol, el ser con más libertad y armonía que conocí en mis 37 años.

Ya bajo el mar, con el árbol escapándose de mis manos hacia arriba, veo como se acerca el amanecer. Mi lentes de agua salada me muestran la claridad del alba. Pero sólo el árbol se fue a la superficie.

La nave del olvido

El puerto estaba lleno de gente. Era fácil ver en sus rostros un hilo de esperanza, una mueca de satisfacción. Era mucho lo que cada uno quería dejar atrás. Después del viaje, algo nuevo comenzaría.


La Nave del Olvido, un antiquísimo barco con lugar para 200 pasajeros y sus recuerdos, zarparía en una hora. Al fin de la travesía sus ocupantes lograrían olvidar aquello que en tierra firme no podían quitar de su cabeza o de su corazón. Algunos decían que el barco contenía algo místico, otros lo atribuían al recorrido, hubo quienes racionalizaron el asunto explicando la influencia de la luna sobre las mareas o la fuerzas magnéticas y también quienes hablaban de la experiencia psicológica. En realidad nadie sabía porqué la Nave de Olvido lograba extirpar recuerdos.

La despedida era inusual. Desde la borda los pasajeros saludaban a quienes al volver ya no recordarían, o a quienes al volver podrían prestar real atención, o a quienes lo acompañarían en un tramo de vida libre de recuerdos mortificantes. Tampoco se podía ser preciso sobre cuando sería el regreso. Quienes tomaron el barco anteriormente no recuerdan con exactitud la longitud del viaje.

El barco se alejo de la costa con prisa y dando un giro pronunciado, como evitando prolongar la unión de la mirada entre los pasajeros y su pasado. Quizá como símbolo de lo que el viaje significaría.

Cuando el horizonte era agua en todos los puntos cardinales la gente, nerviosa, empezó a dialogar.

-¿Usted por qué viene? –Le preguntó una mujer a otra.
-No puedo olvidar a mi marido. El se fue a la guerra y entonces yo...

Cerca de allí, un hombre le contaba a una mujer:
-Cuando era adolescente cometí muchos errores, y la imagen de esa gente vuelve a mi permanentemente cada vez que... –La mujer lo interrumpió rápida e irrespetuosamente para decirle:
-Yo quiero olvidar todo. Todo. Quiero empezar de nuevo.

Las personas querían olvidar problemas familiares, otros fracasos en negocios, desamores, hubo quien se negó –quizá por vergüenza- a comentar que olvidaría. La cuestión es que todos tenían en claro que recuerdos quitar de su mochila, a la vez que sumaban el conocer los recuerdos agonizantes de sus eventuales compañeros.

Muchas veces el sol se oculto al aparecer la luna hasta que un día por la mañana el diálogo se repitió.

-¿Usted por qué viene?
-Para olvidar a mi marido. El se fue a la guerra.

Ninguna de estas dos mujeres se percató que ya había hablado de eso. Sin saberlo estaban olvidando. Quizá cosas recientes, eventos tan efímeros y poco importantes que ni siquiera serían dignos de contar (y aunque quisieran no lo recordarían) pero que son la señal de que el proceso de olvidar había comenzado. Y aparentemente en retrospectiva. Una cuenta atrás que se llevaría imágenes no deseadas.

Una persona de uniforme blanco y gorra con visera leía un libro y preguntaba insistentemente cuanto faltaba para llegar.

El viaje de La Nave del Olvido estaba llegando a su fin. A lo lejos se veía un puerto riquísimo en formas y colores. Algo que los llenaba de curiosidad. Era el mismo puerto de donde zarpó el barco anteriormente.

Los pasajeros, al bajar, exploraban con su vista cada rincón, y notaron, sin asombro, que nadie los esperaba. Sin embargo, el hombre vestido de blanco se acercó a la mujer que desde el muelle tenía la vista perdida en la inmensidad del mar.

-¡Mi amor! ¡Ya regresé de la guerra! ¿Cómo estas?

Pero era inútil. Ella no lo recordaba.

Un día en este universo

Seguramente era en este universo
un día como todos.
Aunque si fuera otro espacio
me sentiría igual de diminuto
Mis pies pisaban fuerte las baldosas
de la vereda de una calle cualquiera.
Cualquiera hubiera pensado que caminaba sin sentido
(y hubiera tenido razón).
Razones no me faltaban.
Faltaba el ruido de otros pasos.
Muchos pasos se oían en la ciudad.
Ciudad llena de gente.
Gente llena de ganas de decir nada.
Nada importante en el paisaje.
Paisaje espejo de mi rutinario ser.
Ser los pasos que completan tu ruido.
Ruido a mezcla de recuerdos.
Recuerdos vacíos de cuerpo, de voces.
Voces alrededor; murmullos lejanos.
Lejanos sentimientos, en otro mundo.
Mundo distante, distante del mío.
Mi mundo interior, el mundo externo
¿Fundir dos mundos? ¿un mundo nuevo?
Volver a empezar... quizá sea necesario.
Necesario en un día como todos,
seguramente en este universo.

Volver a querer a alguien.
Sentir el ruido de cuatro firmes pasos
sobre una vereda de una calle cualquiera
hacia un destino incierto pero compartido.
Mezclar voces en murmullos.
Transformar murmullos en telón de fondo.
Fondo de un paisaje en constante creación.

Un día como todos,
seguramente en este universo,
cuatro ojos miran el espacio
que a nuestro lado parece muy diminuto
Como cada vez que empezamos de nuevo.

La historia diferente

Aquí es, ya empezamos, estamos llegando a vos, vos estás del otro lado, a la expectativa, sin saber lo que pasa, sin saber bien lo que escuchas, sin darte cuenta de que juntos acabamos de encontrar la punta del ovillo; un ovillo de multicolores hilos que iremos desenrollando y enredando programa a programa.

Caminaremos sobre el hilo de tu historia, nuestra historia; La Historia Diferente. La historia de un ovillo de grueso hilo blanco, casi invisible, compuesto por fibras tales como palabras, mensajes, voces, músicas, melodías y sentimientos, un ovillo que va girando desde mi garganta, a través del aire, atravesando la ciudad, llegando a tus oídos a través de tu receptor, viajando por la sangre, haciendo trabajar tu cerebro, enredándose con tus sueños, tapándote la vista con sucesivas vueltas alrededor de tu cabeza. Ya no ves, ya no sabes que está pasando, ya no sentís. Y yo te pregunto ¿estas despierta?. Y vuelvo a preguntarte, ahora más seguro de tu respuesta: ¿Estas soñando? [1]

Si, estas soñando, lo veo, pero es en vano, no durará mucho tiempo, tarde o temprano despertarás y tendrás que soportar nuevamente esta vida. Si embargo sé que te levantarás satisfecha, sabiendo que escapaste de la realidad tan solo unas horas a través del sueño.

Conseguiste lo que buscabas, lograste suplantar la realidad con el sueño pero...

¿Puede la lógica suplantar al sueño? ¿Puede el sueño escapar definitivamente a su ámbito e incorporarse a la realidad cotidiana? El sueño. El sueño es la mejor fantasía de la realidad que no poseemos. Aquello que tanto deseamos, que tanto queremos hacer y que nunca podemos lograr. Es llevar a la práctica lo que en la acción (vida real) no es imposible realizar; ya sea por falta de valor o por represiones externas o internas, sea moral, sentimental, social, religiosa, o como se llame.

Y uno despierta muy transpirado, un sudor frío recorre el cuerpo; uno corrió mucho para escapar de esa persona y justo cuando lo logra, justo cuando el sueño llega a su punto extremo la realidad destruye todos nuestros deseos y nos abre los ojos a la verdadera vida, de la que no pudimos zafar eternamente sino por un lapso de tiempo determinado y, encima, interrumpe el sueño en su momento culminante. Si, aquel que tanto deseabas, justo allí me abrió los ojos. Y ahora solo veo la realidad agobiante, el accionar rutinario que nos avisa que nada ha cambiado; que todo sigue igual.

Y ahora nuevamente un día pasará. Y mi único refugio es saber que dentro de algunas horas volveré a disfrutar de mis dulces sueños.[2]


[1] ¿Are you dreaming?, Twenty for seven

[2] Sweet dreams, Eurithmics

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